Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Un sonido extraño, como el balido de una cabra contenta, hizo que se diera media vuelta.

Un par de ojos relucientes lo miraban de hito en hito por encima de una mordaza. Los ojos eran los de Tasslehoff Burrfoot, y el balido era la exclamación alegre y jovial de Tasslehoff Burrfoot. El Tasslehoff Burrfoot.

39

En el que se demuestra que no todos los kenders se parecen

Ver allí a Tasslehoff Burrfoot, justo delante de él, tuvo en Gerard el mismo efecto que la descarga del rayo de un Dragón Azul, y lo dejó aturdido, paralizado, incapaz de pensar ni reaccionar. Su estupefacción era tal que se quedó mirándolo fijamente, nada más. Todo el mundo buscaba a Tasslehoff Burrfoot —incluida una diosa— y Gerard lo había encontrado.

O más bien, para ser exactos, esa tropa de caballeros negros había encontrado al kender. Tasslehoff se encontraba entre varias docenas más de kenders, a los que conducían a Sanction. A buen seguro que todos y cada uno de ellos afirmaba ser Tasslehoff Burrfoot. Por desgracia, uno sí lo era realmente.

Tasslehoff siguió emitiendo aquella especie de balido bajo la mordaza y además intentaba por todos los medios saludar con la mano. Uno de los guardias que escuchó el extraño sonido, se dio media vuelta. Gerard se encasquetó de inmediato el yelmo, a punto de rebanarse la nariz en el proceso ya que le quedaba pequeño.

—¡El que esté haciendo ese ruido que se calle! —gritó el guardia, encaminándose hacia Tasslehoff, que, al no mirar por dónde iba, tropezó con las argollas y se fue de bruces al suelo. Al caer, tiró de dos de los kenders que iban encadenados a él por los pies. Viendo en aquello un estupendo paréntesis en la aburrida marcha, los demás kenders empezaron a tirar y a derribar a los demás, con el resultado de que toda la fila de unos cuarenta hombrecillos se convirtió en un completo caos.

Dos guardias que empuñaban látigos se metieron en el revoltijo para poner orden. Gerard se alejó a buen paso, casi corriendo, en su ansiedad por encontrarse lejos de allí antes de que pasara algo peor. En su mente zumbaba un baturrillo de ideas, de modo que caminaba sumido en una especie de aturdimiento sin saber realmente hacia dónde se dirigía. Tropezó con gente, masculló disculpas. Metió el pie en un agujero, se torció el tobillo y casi se fue de cabeza a un abrevadero. Finalmente, vio un callejón oscuro y se metió en él. Inhaló hondo varias veces. El aire frío alivió su frente sudorosa, y por fin fue capaz de respirar con regularidad y poner en orden sus ideas.

Takhisis quería a Tasslehoff, lo quería en Sanction. Él tenía la oportunidad de frustrar sus planes, y en eso, Gerard sabía que seguía los dictados de su corazón. Las sombras desaparecieron. La semilla de un plan empezaba a despuntar en su cerebro.

Haciendo un saludo mental al hechicero y deseándole lo mejor, Gerard echó a andar para poner en marcha su plan, en el que incluía encontrar a un caballero de su estatura y peso y, con suerte, con el mismo tamaño de cabeza.

Los caballeros negros y sus soldados de infantería acamparon dentro y alrededor de la ciudad de Tyburn para pasar la noche. El comandante y sus oficiales ocuparon la posada de la calzada, lo que no era un gran triunfo ya que la comida era una bazofia y el alojamiento, sórdido. Lo único bueno que podía decirse sobre la cerveza que se servía es que dejaba a un hombre agradablemente aturdido y le ayudaba a olvidar sus problemas.

El comandante de los caballeros negros bebió abundantemente. Tenía un montón de problemas que se alegró de ahogar en cerveza, el primero y más importante de ellos Mina, su nueva oficial superior.

Al comandante nunca le había gustado lord Targonne ni se había fiado de él por ser un hombre de miras estrechas, más interesado en una moneda de cobre doblada que en las tropas que tenía a su mando. Targonne no había hecho nada por el progreso de la causa de los caballeros negros y en cambio se concentró en llenar sus propios cofres. En Jelek nadie había lamentado la muerte de Targonne, pero tampoco había celebrado la ascensión de Mina.

Ella había impulsado la causa de los caballeros negros, cierto, pero avanzaba a un paso tan rápido que había dejado atrás a la mayoría para que masticara el polvo que levantaba. Al comandante le dejó estupefacto la noticia de que había conquistado Solanthus. No estaba seguro de aprobarlo. ¿Cómo iban a retener dos ciudades como Solanthus y la capital solámnica, Palanthas?

Esa condenada Mina ni siquiera se planteaba proteger lo que había tomado. En ningún momento había pensado en consolidar unas líneas tan extendidas que podían romperse en cualquier momento, ni en los hombres cargados con exceso de trabajo ni en el peligro de estallidos de revueltas entre el populacho.

El comandante le había enviado misivas a Mina explicándole todo eso, urgiéndola a frenar un poco, a reforzar sus tropas, a consolidar sus conquistas. Mina había olvidado también otra cosa: la señora suprema, la hembra de dragón Malys. El comandante había estado enviando mensajes conciliatorios a la Roja, afirmando que los caballeros negros no tenían los ojos puestos en su soberanía. Que todos los nuevos territorios que se estaban conquistando se tomaban en su nombre, etcétera, etcétera. No había recibido respuesta alguna.

Entonces, unos pocos días atrás, había recibido órdenes de Mina de abandonar Jelek y marchar con sus fuerzas hacia el sur para reforzar Sanction contra el probable ataque de un ejército combinado de elfos y solámnicos. Debía partir de inmediato y, en el camino, tenía que apresar a todos los kenders con los que se cruzaran y llevarlos a Sanction.

Ah, sí. Y Mina consideraba bastante probable que Malys fuera también hacia Sanction para atacar la ciudad. De modo que también debía estar preparado para esa eventualidad.

Incluso ahora, al releer las órdenes, el comandante sentía la misma consternación e indignación que experimentó las primeras dos docenas de veces que las había leído. Se había sentido tentado de no obedecer, pero el mensajero que había entregado la misiva dejó muy claro al comandante que el brazo de Mina y de ese dios Único suyo llegaba muy lejos. El mensajero dio varios ejemplos de lo que les había ocurrido a otros comandantes que creyeron que sabían mejor que Mina el curso de acción a tomar, empezando con el difunto lord Targonne. En consecuencia, el comandante se encontraba ahora en camino hacia Sanction, sentado en aquella mísera posada, bebiendo cerveza caliente de la que afirmar que sabía a pis de caballo era hacerle un cumplido que no merecía.

Ese día las cosas habían ido de mal en peor. No sólo los kenders habían retrasado el avance enredándose con las cadenas —un enredo que costó horas deshacer—; además se les había escabullido ese espía solámnico al que le habían dado el chivatazo de que iban por él. Por suerte, ahora tenía una buena descripción del tipo —con cabello largo y negro, al igual que el bigote— y sería fácil de localizar y apresar.

El comandante ahogaba sus problemas en cerveza cuando alzó la vista y se encontró con otro mensajero de Mina que entraba por la puerta. El comandante habría renunciado a toda su fortuna a cambio de poder arrojar la jarra de cerveza a la cabeza del tipo.

Como casi todos los mensajeros, que tenían que viajar ligero, éste vestía armadura de cuero negra y se cubría con una gruesa capa del mismo color. Se quitó el yelmo, lo puso bajo el brazo y saludó.

—Vengo en nombre del dios Único.

El comandante soltó un resoplido sin apartar la boca de la jarra.

—¿Qué quiere ahora de mí el Único? ¿Ha conquistado Mina el Muro de Hielo? ¿Se supone que he de marchar hacia allí acto seguido?

El mensajero era un tipo feo, de cabello amarillo, la cara marcada de viruela y unos ojos de un llamativo color azul. Esos ojos lo miraron de hito en hito, obviamente desconcertados.

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