«¿Quién es este mago para que confíe en él? Sólo porque parece saber lo que estoy pensando, sólo porque habla de Takhisis...»
El hechicero se detuvo al pie de la escalera y volvió el rostro hacia Gerard. Los extraños ojos brillaban en las sombras de la capucha.
—Una vez hablaste de seguir los dictados de tu corazón. ¿Qué te dice el corazón ahora, caballero?
Gerard lo miró de hito en hito, con la lengua pegada al paladar.
—¿Y bien? —lo instó el mago, impacienta—. ¿Qué hay en tu corazón?
—Desesperación y dudas —respondió finalmente Gerard, con voz entrecortada—. Desconfianza, temor...
—Obra de ella. Mientras esas sombras perduren, jamás verás el sol. —El mago dio media vuelta y empezó a subir los peldaños.
Ahora sí que Gerard oyó ruido, voces de hombres gritando órdenes, tintineo de arneses y el ruido metálico del acero. Corrió hacia la escalera.
La planta baja constaba de cocina, un comedor y la sala grande donde Gerard había pasado la noche. En el piso de arriba había habitaciones para hospedar clientes con más recursos económicos, así como la vivienda del posadero, protegida por una puerta atrancada y cerrada con llave.
El mago se dirigió directamente a esa puerta. Probó el picaporte, que no cedió, y entonces tocó la cerradura con la bola de cristal de su bastón. Hubo un destello que medio cegó a Gerard y le hizo parpadear unos segundos para librarse de los puntos luminosos grabados en la retina. Cuando por fin pudo ver bien, el mago ya había abierto la puerta. De la cerradura salía un hilillo serpenteante de humo.
—Eh, no puedes entrar ahí... —empezó Gerard.
El mago le dirigió una fría mirada.
—Empiezas a recordarme a mi hermano, caballero. Aunque le quería, a decir verdad había veces que me irritaba lo indecible. Te ronda la muerte, caballero. —El mago señaló con el bastón el interior de la habitación—. Abre ese arcón de madera. No, ése no. El que está en el rincón. No tiene echada la cerradura.
Gerard se dio por vencido. De perdidos, al río, como rezaba el dicho. Entró en el cuarto del posadero y se arrodilló junto al arcón que había señalado el mago. Levantó la tapa y vio un surtido de dagas y cuchillos, una bota, un par de guantes, y piezas de armadura: brazales, espinilleras, charreteras, una coraza, yelmos. Todas eran negras, y algunas llevaban estampado el emblema de los caballeros negros.
—Nuestro posadero no está por encima de robar a sus clientes —dijo el mago—. Coge lo que necesites.
Gerard dejó caer la tapa del arcón con un golpe seco. Se puso de pie y retrocedió.
—No —dijo.
—Disfrazarte como uno de ellos es tu única oportunidad. No hay gran cosa ahí, desde luego, pero puedes improvisar algo para salir del apuro.
—Acabo de librarme de una de esas malditas armaduras...
—Sólo un necio sentimental sería tan estúpido —replicó el mago—, y por eso no me sorprende oírte decir que lo hiciste. Ponte todas las piezas de armadura que sea posible. Te prestaré mi capa negra. Tapa multitud de defectos, como he llegado a comprobar.
—Aunque me disfrazara, daría igual —comentó Gerard. Estaba harto de huir, de disfraces, de mentiras—. Dijiste que el posadero les habló de mí.
—Él es idiota. Tú eres listo y tienes mucha labia. —El mago se encogió de hombros—. Es posible que la artimaña no funcione. Te la estás jugando. Pero a mi entender merece la pena correr el riesgo.
Gerard vaciló un momento. Quizás estuviera harto de huir, pero no lo estaba de vivir. El plan del mago parecía bueno. Su espada, un regalo del gobernador Medan, podría ser identificada. Su caballo todavía llevaba los arreos de un caballero negro, y sus botas eran iguales a las de ellos.
Sintiéndose como si cada vez estuviera más metido en una terrible trampa de la que escapaba continuamente por la parte trasera para encontrarse de nuevo entrando por delante, tomó las piezas de armadura que podían encajarle y se las puso rápidamente. Algunas eran demasiado grandes y otras dolorosamente pequeñas. Cuando terminó, parecía un bufón con armadura. No obstante, con la capa negra cubriéndole a lo mejor daba el pego.
—Ya está —dijo mientras se volvía—. ¿Qué te...?
El mago había desaparecido. La capa negra que le había prometido estaba tirada en el suelo.
Gerard recorrió la habitación con la mirada. No había oído salir al mago, pero entonces recordó que ese hombre se movía sin hacer ruido. La sospecha surgió de nuevo en su mente, pero la desestimó. Tanto si el extraño mago estaba a su favor como en su contra, ahora poco importaba ya. Tenía que seguir con el plan.
Recogió la capa negra, se la echó por los hombros y salió rápidamente de la habitación del posadero. Al llegar a la escalera miró por la ventana y vio una tropa de soldados formada en el exterior. Resistió el impulso de correr y esconderse. Bajó la escalera a buen paso y abrió la puerta de la posada. Dos soldados que llevaban alabardas le dieron un empellón en su prisa por entrar.
—¡Eh! —exclamó Gerard, enfadado—. Casi me habéis tirado. ¿Qué significa todo esto?
Los dos soldados se pararon, avergonzados. Uno saludó llevándose la mano a la frente.
—Os pido disculpas, caballero oficial, pero tenemos prisa. Nos han enviado a arrestar a un solámnico que se esconde en esta posada. Quizá lo hayáis visto. Viste camisa de paño y pantalones de cuero, e intenta hacerse pasar por un mercader.
—¿Eso es todo lo que sabéis sobre él? —demandó Gerard—. ¿Cómo es? ¿De qué color tiene el caballo? ¿Qué estatura tiene?
Los soldados se encogieron de hombros, impacientes.
—¿Y eso qué importa, señor? Está ahí dentro. El posadero nos dijo que lo encontraríamos aquí.
—Estaba aquí —dijo Gerard—. Se os ha escapado por poco. —Señaló con la cabeza la calzada—. Salió a galope en esa dirección hace menos de quince minutos.
—¡Que salió a galope! —exclamó boquiabierto el soldado—. ¿Por qué no se lo impedisteis?
—No tenía órdenes de detenerlo —replicó en tono frío Gerard—. Ese bastardo no era de mi incumbencia. Si os dais prisa, podéis alcanzarle. Ah, por cierto, es un hombre alto, apuesto, de unos veinticinco años, con el cabello negro azabache y un largo bigote. ¿A qué esperáis plantados ahí, mirándome como un par de zopencos? ¡Vamos, largaos de una vez!
Mascullando entre dientes, los soldados salieron a toda prisa y echaron a correr calzada adelante sin molestarse en saludar. Gerard suspiró y se mordió el labio en un gesto de frustración. Suponía que debía de estarle agradecido al mago por salvarle la vida, pero no lo estaba. La idea de seguir mintiendo, disimulando, aparentando, de estar siempre en guardia, siempre temiendo ser descubierto, lo desmoralizó. Sinceramente, dudaba de ser capaz de soportarlo. Acabar colgado podría ser más fácil, después de todo.
Se quitó el yelmo y se pasó los dedos por el cabello amarillo. La capa era bastante gruesa y estaba sudando a mares, pero no se atrevió a despojarse de ella. Por si fuera poco, el paño tenía un olor peculiar que le recordaba el aroma a pétalos de rosa combinado con algo ni de lejos tan dulce y agradable. Se quedó en el umbral, preguntándose qué hacer a continuación.
Los soldados escoltaban a un grupo de prisioneros. Gerard apenas prestó atención a los pobres infelices, aparte de pensar que él podría haber sido uno de ellos. Decidió que lo mejor que podía hacer era alejarse a caballo aprovechando la confusión.
«Si alguien me para, siempre puedo decir que soy un mensajero que se dirige a algún sitio con información importante.»
Salió al exterior. Alzó la vista al cielo y advirtió con sorpresa y agrado que había dejado de llover y que las nubes habían desaparecido. El sol brillaba radiante.
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