—No te conozco —dijo el kender en voz alta y acto seguido hizo otro guiño cómplice que garantizaba que los colgarían a los dos—. ¿Cómo te llamas?
—Cierra el pico —espetó Gerard sin apenas mover los labios.
—Tenía un primo que también se llamaba así —comentó, pensativo, Tasslehoff.
Gerard volvió a ponerle la mordaza bien apretada.
Miró a los dos guardias, que a su vez no le quitaban ojo. Tendría que actuar rápidamente, sin darles ocasión de dar la alarma o armar jaleo. El viejo truco de fingir haber encontrado monedas de acero tiradas en el suelo podría funcionar. Estaba a punto de soltar una exclamación y señalar con sorpresa, listo para atizarles a los dos en la cabeza cuando se acercaran a mirar, cuando estalló un alboroto a su espalda.
Aparecieron antorchas arriba y abajo de la calzada. La gente empezó a gritar y a correr de aquí para allí. Las puertas se cerraban con golpes sonoros. La primera idea aterradora que tuvo Gerard era que lo habían descubierto y que el ejército al completo iba a prenderlo. En un gesto instintivo desenvainó la espada y entonces cayó en la cuenta de que los soldados no se abalanzaban contra él, sino que se alejaban a todo correr hacia la posada. Los dos guardias habían perdido completamente el interés en Gerard y observaban a la par que comentaban en voz baja, intentando dilucidar qué estaba pasando.
Gerard soltó un suspiro de alivio. La alarma no tenía nada que ver con él, de modo que se obligó a quedarse quieto y esperar.
El ayudante no regresaba, y Gerard rezongó con impaciencia.
—Id a ver qué demonios pasa —ordenó.
Uno de los guardias salió corriendo al instante, paró a la primera persona con la que se cruzó y regresó al trote.
—¡Malys ha muerto! —gritó—. ¡Y también esa chica, Mina! Sanction está sumida en el caos. Partimos de inmediato hacia allí.
—¿Qué Malys ha muerto? —Gerard se quedó boquiabierto—. ¿Y Mina?
—Ésa es la noticia que corre.
Gerard estaba aturdido, pero enseguida recobró el sentido común. Había servido en el ejército muchos años y sabía que los rumores se multiplicaban como rosquillas. Puede que la noticia fuera verdad —ojalá lo fuera— pero también podía no serlo. Tenía que actuar dando por supuesto que no.
—Todo eso está muy bien, pero sigo necesitando al kender —manifestó obstinadamente—. ¿Dónde está el ayudante del comandante?
—Fue con él con quien hablé. —El guardia tanteó su cinturón, sacó un aro con llaves y se lo echó a Gerard—. ¿Quieres al kender? Toma, llévatelos a todos.
—¡No los quiero a todos! —gritó Gerard, horrorizado, pero para entonces los dos guardias habían salido a toda prisa de la jaula para unirse a la multitud de soldados que se agolpaba en la calzada.
Gerard miró hacia atrás y se encontró con todos los kenders, del primero al último, sonriéndole de oreja a oreja.
Liberarlos no resultó fácil. Cuando los hombrecillos vieron que Gerard tenía las llaves, lanzaron un grito que debió de oírse en Flotsam y se apelotonaron a su alrededor alzando las manos sujetas con grilletes, exigiendo cada cual que Gerard lo soltara el primero. Se organizó tal tumulto que casi lo tiraron de espaldas, y en el jaleo perdió de vista a Tasslehoff.
Emitiendo aquellos sonidos semejantes a balidos y agitando las manos, Tas forcejeó para abrirse paso y ponerse en primera fila. Gerard aferró a Tas por la camisa y empezó a abrir los grilletes de las manos y de los pies del kender. Los otros no dejaban de ir de aquí para allí para intentar ver qué pasaba y, en más de una ocasión, tiraron de las cadenas quitándoselas de las manos a Gerard. Éste maldijo y gritó y amenazó, e incluso se vio obligado a empujar a unos cuantos, que se lo tomarón con buen humor. Finalmente —jamás llegaría a entender cómo— se las arregló para dejar libre a Tasslehoff. Hecho esto, lanzó las llaves en medio del remolino de kenders, y éstos se abalanzaron sobre ellas.
Gerard agarró al despeinado, desaliñado y rebozado en paja Tasslehoff y lo sacó de la jaula a toda prisa, sin quitarle ojo y al mismo tiempo atento a las tropas alborotadas. Tas se quitó la mordaza.
—Se te había olvidado —comentó.
—No, no lo olvidé.
—¡Me alegro de verte! —exclamó el kender, que estrechó la mano de Gerard al tiempo que le quitaba el cuchillo—. ¿Qué has estado haciendo este tiempo? ¿Dónde has estado? Tienes que contármelo todo, pero no ahora. No tenemos tiempo que perder.
Se paró de golpe y empezó a rebuscar algo dentro de su saquillo.
—Hemos de marcharnos.
—Tienes razón, no hay tiempo para charlas. —Gerard recuperó su cuchillo, agarró a Tas del brazo y lo hizo caminar deprisa—. Tengo mi caballo en el establo...
—Oh, tampoco tenemos tiempo para ir en caballo —le interrumpió Tas mientras se retorcía con la agilidad de una anguila hasta soltarse de la mano de Gerard—. No si queremos llegar a tiempo al Consejo de Caballeros. Los elfos ya se han puesto en marcha, ¿sabes?, y están a punto de meterse en un gran problema y... En fin, que están pasando cosas que tardaría mucho tiempo en explicar. Tendrás que dejar tu caballo. Seguro que no le ocurrirá nada.
Tas sacó un objeto y lo sostuvo a la luz de la luna. Las gemas engastadas en su superficie relucieron, y Gerard reconoció el ingenio de viajar en el tiempo.
—¿Qué haces con eso? —inquirió, inquieto.
—Vamos a utilizarlo para ir al Consejo de Caballeros. Al menos, creo que será ahí a donde nos lleve. Ha estado actuando de un modo raro estos últimos días. No te imaginas los sitios en los que he estado...
—Ni lo sueñes. Yo no... —dijo Gerard, retrocediendo.
—Oh, sí, tú sí —dijo Tasslehoff a la par que asentía con tanta energía que el copete se sacudió adelante y atrás y le golpeó en la nariz—. Tienes que venir conmigo porque a mí no me creerían. Sólo soy un kender. Raistlin dice que a ti te creerán cuando les cuentes lo de Takhisis y los elfos y todo eso...
—¿Raistlin? —repitió Gerard, que intentaba seguir las explicaciones del kender sin perderse—. ¿Qué Raistlin?
—Raistlin Majere. El hermano de Caramon. Lo conociste en la posada esta mañana. Probablemente se mostró desagradable y sarcástico contigo, ¿verdad? Lo sabía. —Tas suspiró y sacudió la cabeza—. No le hagas caso. Raistlin siempre le habla así a la gente. Es su estilo. Ya te acostumbrarás. Todos lo hemos hecho.
A Gerard se le erizó el vello de los brazos y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Recordó a Caramon contando cosas sobre su hermano... La roja túnica, la infusión, el bastón con la bola de cristal, la lengua afilada del mago...
—Deja de decir tonterías —instó Gerard con tono decidido—. ¡Raistlin Majere está muerto!
—Anda, y yo —contestó Tasslehoff Burrfoot, que sonrió al caballero—. Pero uno no va dejar que un detalle tan nimio lo detenga.
Tas alargó la mano y cogió la de Gerard. Las gemas centellearon y el mundo desapareció bajo los pies del caballero.
Siendo un crío Gerard, un amigo suyo construyó un columpio para divertirse. Su amigo colgó una tabla plana y lisa entre dos cuerdas, y éstas las ató a una rama alta de un árbol. El otro chico convenció a Gerard de que se sentara en el columpio mientras él lo giraba una y otra vez hasta que las cuerdas estuvieron totalmente enrolladas una a la otra. En ese momento, su amigo le dio un fuerte empujón al columpio y lo soltó. Gerard había empezado a dar vueltas y vueltas a toda velocidad sobre sí mismo al tiempo que se desplazaba en un círculo giratorio, que acabó sólo cuando la fuerza del impulso lanzó a Gerard fuera del columpio y aterrizó de bruces en la hierba.
Читать дальше