—Me encantaría ir contigo —contestó Espejo.
—¿De verdad? —Tasslehoff estaba asombrado, pero enseguida salió del pasmo y añadió, excitado—. ¡Sí, hablas en serio! Eso es fantástico. ¡Vámonos! ¡Ahora mismo! —Se puso a buscar con nerviosismo en el saquillo—. ¿Puedo montar en tu espalda? Me encanta volar en dragón. Una vez conocí a uno, Khirsah, creo que se llamaba, o algo parecido. Nos llevó a Flint y a mí y participamos en la batalla, fue maravilloso.
Tas dejó de rebuscar en el saquillo, absorto en los recuerdos.
—Te contaré toda la historia —continuó—. Fue durante la Guerra de la Lanza...
—En otro momento —le interrumpió cortésmente Espejo—. La rapidez es primordial. Como has dicho, los elfos corren peligro.
—Oh, sí. —Tas se animó—. Me había olvidado de eso.
Empezó de nuevo a revolver en el saquillo. Por fin sacó el ingenio y tomó de la mano a Espejo. Con la otra alzó el artilugio sobre su cabeza y empezó a recitar el conjuro. Después agitó la mano para despedirse de los atónitos caballeros y gritó:
—¡Nos veremos en Sanction!
Espejo y él empezaron a rielar, a difuminarse, como si fueran retratos al óleo que alguien hubiese sacado al exterior, bajo la lluvia. En el último momento, antes de que hubiesen desaparecido del todo, Espejo agarró a Odila de la mano, que a su vez agarró la de Gerard.
En un abrir y cerrar de ojos, los cuatro se esfumaron.
—¡Santo cielo! —exclamó lord Tasgall.
—¡Adiós y en buena hora! —manifestó lord Siegfried aspirando por la nariz con desdén.
El ejército elfo marchaba hacia el norte a buen ritmo. Los guerreros se levantaban temprano y se acostaban tarde, y durante la jornada animaban el camino y avivaban el paso entonando cantos de historias de antaño con los que alegraban sus corazones y hacían más llevadera su carga.
Muchas de las canciones e historias silvanestis eran nuevas para Gilthas, que disfrutó con ellas. A su vez, las de los qualinestis resultaban nuevas para sus parientes, a los que no les gustaron tanto ya que la mayoría trataba de la relación de los qualinestis con razas inferiores, como la humana y la enana. Los silvanestis escuchaban con educación y alababan al cantante, ya que no el canto. La canción que los silvanestis no entonaron fue la de Lorac y la pesadilla.
Cuando La Leona viajaba con ellos, cantaba las de los Elfos Salvajes, y ésas, con sus historias de mandar flotando cadáveres río abajo y vivir en estado salvaje y medio desnudos en las copas de los árboles, lograron escandalizar tanto a qualinestis como a silvanestis, para gran regocijo de los kalanestis. Sin embargo, La Leona y los suyos rara vez marchaban con ellos. Los Elfos Salvajes actuaban como escoltas, protegiendo los flancos del ejército contra ataques por sorpresa, así como de exploradores delante del grueso de las fuerzas para encontrar la mejor ruta.
Alhana daba la impresión de haberse quitado años. A Gilthas le había parecido hermosa cuando la conoció, pero había algo de frío en aquella belleza, como una rosa tardía en florecer. Ahora la envolvía la calidez de un brillante sol otoñal. Cabalgaba para salvar a su hijo y podía hacerlo con la frente alta, ya que creía que Silvanoshei se había redimido. Lo tenían prisionero, y si se había metido en ese aprieto por su obsesión casi fatal con la chica humana, el corazón de su madre había olvidado convenientemente esa parte de la historia.
Samar no podía olvidarla, pero guardaba silencio. Si lo que sir Gerard le había contado de Silvanoshei resultaba cierto, entonces era posible que esa dura experiencia hiciera del necio joven un hombre sabio merecedor de ser rey. Samar esperaba que fuera así por el bien de Alhana.
Gilthas cargaba con sus propias dudas. Había confiado en que, una vez se encontraran en camino, se libraría de sus lóbregos temores y aprensiones. Durante el día lo conseguía; los cantos ayudaban. Cantos de valor y coraje le recordaban que había habido héroes del pasado que superaron su situación de desventaja y rechazaron la oscuridad, que el pueblo elfo había pasado por tribulaciones peores que la actual y no sólo había sobrevivido, sino que salió reforzado de ellas. Sin embargo, por la noche, mientras trataba de dormir y echaba de menos el consuelo de los brazos de su esposa rodeándolo, las negras alas se cernían sobre él y ocultaban las estrellas.
Le preocupaba una cosa. No tenían noticias de Silvanesti. Reconocía que su ruta sería difícil de seguir por un emisario, ya que Alhana no había podido decirles exactamente dónde encontrarlos. Con todo, la reina había enviado mensajeros suyos para que sirvieran de guía, además de que cualquier ardilla habría podido informar de su paso. El tiempo transcurrió sin que recibieran noticias. No llegaron emisarios y los suyos no regresaron.
Gilthas mencionó esto a Alhana, que respondió secamente que los mensajeros llegarían cuando tuvieran que llegar y no antes, y que no merecía la pena perder el sueño y gastar energías preocupándose por ello.
Los elfos avanzaban hacia el norte a un ritmo prodigioso que iba engullendo los kilómetros, y muy pronto entraron en la parte meridional de las montañas Khalkist. Hacía mucho que habían cruzado la frontera de la tierra de los ogros, pero no se veía señal alguna de sus ancestrales enemigos, por lo que parecía que su estrategia —marchar a lo largo de la columna vertebral de la cordillera ocultándose en los valles— estaba dando resultado. Hacía buen tiempo, con días frescos, despejados y soleados. El invierno se retrasaba con sus nevadas y heladas. No habían surgido contratiempos en el camino, nadie había enfermado de gravedad.
Si hubiese habido dioses, podría haberse pensado que sonreían a los elfos por lo fácil de esa primera parte de la marcha. Gilthas empezó a relajarse, dejando que el cálido sol disolviera sus preocupaciones del mismo modo que sus rayos derretían los pocos copos de nieve que a veces caían por la noche. El agotamiento de la larga marcha del día y el frío aire de las montañas hacían que el sueño llegara enseguida. Dormía mucho y profundamente y despertaba descansado. Incluso podía acordarse de la vieja máxima humana que rezaba: «La falta de noticias es una buena noticia», y hallar cierto consuelo en ella.
Entonces llegó el día que Gilthas recordaría el resto de su vida, en cada mínimo detalle, pues ese día la vida cambió para siempre para los elfos de Ansalon.
Empezó como cualquier otro. Los elfos despertaron con las primeras luces del alba, guardaron sus petates con la rapidez que da la práctica, y se pusieron en marcha antes de que el sol hubiera asomado por encima de los picos de las montañas. Comieron mientras caminaban. Encontrar alimento era más difícil en zona montañosa, donde escaseaba la vegetación, pero los elfos lo habían previsto y llevaban las mochilas cargadas de bayas y frutos secos.
Se encontraban todavía a muchos cientos de kilómetros de Sanction, pero todos se referían, con aire confiado y seguro, al final de su viaje, que parecía estar a unas pocas semanas de distancia. El amanecer era espléndido. Los qualinestis entonaron su canto ritual de bienvenida al sol, y esa mañana los silvanestis unieron sus voces al cántico. El sol y el ejercicio disiparon el frío nocturno. Gilthas contemplaba maravillado la belleza del día y de las montañas. Jamás se sentiría cómodo en las montañas, como ningún elfo, pero su agreste grandeza le conmovía y le sobrecogía.
Entonces, a su espalda, sonó el trapaleo de cascos de caballo. Posteriormente, cada vez que escuchó ese sonido, volvió al pasado y a aquel día fatídico. El jinete forzaba al límite al caballo, algo inusitado en senderos estrechos y rocosos. Los elfos siguieron caminando, pero muchos lanzaban miradas intrigadas hacia atrás.
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