Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Odila tenía los ojos desorbitados y boqueaba, y a Tas le recordó un pobre pez que una vez encontró en su bolsillo. Ignoraba cómo había ido a parar allí el pez, aunque tenía la vaga idea de que alguien lo había perdido. Logró echar el pez al agua, donde, tras un momento de aturdimiento, se había alejado nadando. El pez había tenido el mismo aspecto que el que Odila tenía en ese instante.

—¿Dónde estamos? —jadeó mientras se aferraba a Gerard tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.

El caballero miró al kender con expresión severa. En realidad, todos lo miraban de ese modo.

—Exactamente donde se supone que tenemos que estar —respondió Tas con confianza—. Donde la Reina Oscura ha mantenido prisioneros a los Dragones Dorados y Plateados. —Cerró los dedos con fuerza en torno al ingenio y añadió en voz baja—. ¡Espero!

En contra de su intención, los demás oyeron esto último, lo que no hizo sino empeorar las cosas. Tas nunca había estado en un sitio como éste. A su alrededor todo era piedra gris hasta donde alcanzaba la vista. Rocas afiladas grises, rocas pulidas grises, enormes peñascos grises y pequeños guijarros grises. Montañas de roca gris y valles de la misma piedra gris. En lo alto, el cielo tenía el color más negro que jamás había visto, sin una sola estrella, y sin embargo lo bañaba una fría luz blanca. Más allá de las rocas grises, en el horizonte, brillaba una enorme muralla de hielo.

—Noto piedra bajo mis pies —dijo Espejo—, y no huelo vegetación, así que supongo que el lugar donde hemos aparecido es un terreno estéril y escabroso. No oigo sonidos de ninguna clase: ni olas rompiendo en la orilla, ni viento silbando entre los árboles, ni gritos de aves o animales terrestres. Percibo que es un lugar desolado, inhóspito.

—Eso lo resume bastante bien —dijo Gerard mientras se enjugaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Añade a esa descripción el hecho de que el cielo es negro como boca de lobo, que no hay sol y sin embargo hay luz, que el aire es más frío que el trasero de un troll y que este sitio parece estar rodeado por lo que semeja un muro de carámbanos, y tendrás el cuadro completo.

—Lo que Gerard no ha dicho —señaló Tas— es que la luz hace que el muro de hielo brille con toda clase de colores...

—¿Cómo las escamas de un dragón de muchos colores? —preguntó Espejo.

—¡Exacto! —exclamó el kender con entusiasmo—. Ahora que lo mencionas, es justo lo que parece. Resulta bonito en un modo frío y desagradable. En especial la forma en que cambian los colores cuando se los mira, desplazándose por la superficie helada...

—¡Oh, cierra el pico! —ordenó Gerard.

Tas suspiró para sus adentros. Aunque los humanos le gustaban, viajar con ellos restaba mucho del gozo que ello conllevaba.

El frío era intenso. Odila tiritó y se arrebujó en la túnica. Gerard caminó a pasos largos hacia la pared de hielo. No la tocó, sino que la escudriñó arriba y abajo. Luego desenvainó la daga y golpeó con la punta en la helada superficie.

La hoja se partió y Gerard dejó caer el arma rota al tiempo que mascullaba un juramento y se frotaba la mano entumecida, que después se puso en la axila para atenuar el dolor.

—¡Hace tanto frío que se ha roto la cuchilla! Sentí el helor a través del metal y penetrarme hasta los huesos. Todavía tengo la mano dormida.

—No sobreviviremos mucho aquí —dijo Odila—. Con este frío, los humanos moriremos y el kender también. No puedo hablar por ti, dragón.

Tas la miró agradecido de que lo hubiera incluido.

—En lo que a mí respecta —comentó Espejo—, mi especie es de sangre fría, así que se irá poniendo densa y produciéndome letargo. Pronto perderé la capacidad de volar e incluso de pensar con claridad.

—Y, aparte de ti —rezongó Gerard al tiempo que recorría con la mirada la yerma extensión en la que estaban—, no veo ningún dragón.

Tasslehoff tuvo que admitir que tenía frío y que esto le estaba provocando unas sensaciones muy raras en las puntas de los dedos de manos y pies. Pensó con nostalgia en el chaleco de pelo de oveja que poseyó antaño, y se preguntó qué habría sido de él. También se preguntó qué habría sido de los dragones, ya que estaba completamente seguro —bueno, relativamente seguro— de que ése era el lugar donde le habían dicho que los encontraría. Echó un vistazo debajo de algunas rocas grises sin resultado.

—Será mejor que nos saques de aquí, Tas —pidió Odila, a la que le castañeteaban los dientes y hablaba con dificultad.

—No puede —intervino Espejo, y, cosa extraña, el dragón parecía apático—. Este lugar se construyó como una prisión para dragones. Ha helado la magia en mi sangre, y dudo que la magia del ingenio funcione.

—¡Estamos atrapados aquí! —exclamó Gerard, hosco—. ¡Para morir congelados!

Tasslehoff se irguió. Aquél era un momento glorioso, y aunque había que reconocer que no daba la impresión de serlo ni él no notaba (había perdido toda la sensibilidad en los pies), sabía lo que hacía.

—Bien, veamos —empezó muy serio a la par que miraba a Gerard—. Hemos pasado muchas cosas juntos tú y yo. De no ser por mí no te encontrarías hoy aquí. Y puesto que estás —se apresuró a añadir antes de que el caballero pudiera responder—, sígueme.

Giró sobre sus talones con aire de arrojada confianza, dispuesto a seguir adelante aunque sin tener la menor idea de hacia dónde se dirigía.

—Al otro lado de la cresta —le susurró claramente una voz al oído.

—Al otro lado de la cresta —repitió en voz alta y, tras señalar el primer risco de rocas grises que vio, se encaminó en aquella dirección.

—¿Le seguimos? —preguntó Odila.

—Más nos vale no perderlo de vista —contestó Gerard.

Tas trepó entre las grises peñas, soltando piedras pequeñas que se deslizaban bajo sus pies y rodaban pendiente abajo rebotando a su espalda y obstaculizando seriamente el avance de Odila y Gerard que intentaban trepar tras él. El kender miró hacia atrás y vio que Espejo no se había movido. El Dragón Plateado seguía plantado en el mismo punto donde aterrizó, agitando las alas y sacudiendo la cola, seguramente para mantener el riego sanguíneo funcionando.

—No ve y lo hemos dejado solo —dijo Tas, aguijoneado por la culpabilidad—. ¡No te preocupes, Espejo! —gritó—. Volveremos a buscarte.

Espejo respondió algo que Tas no logró escuchar con claridad con todo ese ruido que Odila y Gerard hacían para esquivar las piedras que rodaban, pero le pareció entender: «La gloria de este momento te pertenece, kender. Estaré esperando».

«Eso es lo fantástico de los dragones —se dijo para sus adentros, sintiendo que lo inundaba una cálida sensación—. Siempre comprenden.»

Al coronar la cresta de la vertiente, miró hacia abajo y se quedó sin aliento.

Hasta donde alcanzaba la vista se veían dragones. Tasslehoff nunca había visto tantos juntos en un mismo lugar. Jamás habría imaginado que hubiera tantos Dragones Dorados y Plateados en el mundo.

Los reptiles dormían con el profundo sopor inducido por el frío. Estaban pegados unos a otros para buscar calor, cabezas y cuellos enroscados unos con otros, los cuerpos tendidos costado contra costado, las alas plegadas, las colas enroscadas en torno a su cuerpo o al de sus congéneres. La extraña luz que hacía que una continua sucesión de arco iris se deslizara por el muro de hielo robaba los colores a los dragones, dejándolos tan grises como los picos rocosos que los rodeaban.

—¿Están muertos? —preguntó Tas, con el corazón en un puño.

—No —dijo la voz en su oído—, duermen profundamente. Ese sopor los protege de la muerte.

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