—Será mejor que nos saques de aquí, Tas —pidió Odila, a la que le castañeteaban los dientes y hablaba con dificultad.
—No puede —intervino Espejo, y, cosa extraña, el dragón parecía apático—. Este lugar se construyó como una prisión para dragones. Ha helado la magia en mi sangre, y dudo que la magia del ingenio funcione.
—¡Estamos atrapados aquí! —exclamó Gerard, hosco—. ¡Para morir congelados!
Tasslehoff se irguió. Aquél era un momento glorioso, y aunque había que reconocer que no daba la impresión de serlo ni él no notaba (había perdido toda la sensibilidad en los pies), sabía lo que hacía.
—Bien, veamos —empezó muy serio a la par que miraba a Gerard—. Hemos pasado muchas cosas juntos tú y yo. De no ser por mí no te encontrarías hoy aquí. Y puesto que estás —se apresuró a añadir antes de que el caballero pudiera responder—, sígueme.
Giró sobre sus talones con aire de arrojada confianza, dispuesto a seguir adelante aunque sin tener la menor idea de hacia dónde se dirigía.
—Al otro lado de la cresta —le susurró claramente una voz al oído.
—Al otro lado de la cresta —repitió en voz alta y, tras señalar el primer risco de rocas grises que vio, se encaminó en aquella dirección.
—¿Le seguimos? —preguntó Odila.
—Más nos vale no perderlo de vista —contestó Gerard.
Tas trepó entre las grises peñas, soltando piedras pequeñas que se deslizaban bajo sus pies y rodaban pendiente abajo rebotando a su espalda y obstaculizando seriamente el avance de Odila y Gerard que intentaban trepar tras él. El kender miró hacia atrás y vio que Espejo no se había movido. El Dragón Plateado seguía plantado en el mismo punto donde aterrizó, agitando las alas y sacudiendo la cola, seguramente para mantener el riego sanguíneo funcionando.
—No ve y lo hemos dejado solo —dijo Tas, aguijoneado por la culpabilidad—. ¡No te preocupes, Espejo! —gritó—. Volveremos a buscarte.
Espejo respondió algo que Tas no logró escuchar con claridad con todo ese ruido que Odila y Gerard hacían para esquivar las piedras que rodaban, pero le pareció entender: «La gloria de este momento te pertenece, kender. Estaré esperando».
«Eso es lo fantástico de los dragones —se dijo para sus adentros, sintiendo que lo inundaba una cálida sensación—. Siempre comprenden.»
Al coronar la cresta de la vertiente, miró hacia abajo y se quedó sin aliento.
Hasta donde alcanzaba la vista se veían dragones. Tasslehoff nunca había visto tantos juntos en un mismo lugar. Jamás habría imaginado que hubiera tantos Dragones Dorados y Plateados en el mundo.
Los reptiles dormían con el profundo sopor inducido por el frío. Estaban pegados unos a otros para buscar calor, cabezas y cuellos enroscados unos con otros, los cuerpos tendidos costado contra costado, las alas plegadas, las colas enroscadas en torno a su cuerpo o al de sus congéneres. La extraña luz que hacía que una continua sucesión de arco iris se deslizara por el muro de hielo robaba los colores a los dragones, dejándolos tan grises como los picos rocosos que los rodeaban.
—¿Están muertos? —preguntó Tas, con el corazón en un puño.
—No —dijo la voz en su oído—, duermen profundamente. Ese sopor los protege de la muerte.
—¿Cómo los despertamos?
—Tienes que echar abajo el muro de hielo.
—¿Y cómo lo hago? El cuchillo de Gerard se rompió al golpearlo.
—No es un arma lo que se necesita.
Tas meditó sobre eso y después comentó, dudoso:
—¿Puedo hacerlo yo?
—No lo sé —contestó la voz—. ¿Puedes?
—¡Por todo lo sagrado! —exclamó Gerard, que había llegado a lo alto del risco y estaba junto a Tas—. ¡Fijaos en eso!
Odila no dijo nada. Permaneció largos instantes mirando a los dragones y luego, de repente, se volvió y bajó a todo correr el risco.
—Voy a contárselo a Espejo —dijo mientras descendía.
—Creo que lo sabe —comentó el kender, que a continuación añadió en tono cortés—. Disculpa, tengo algo que hacer.
—Oh, no. ¡Tú no vas a ninguna parte! —gritó Gerard que alargó rápidamente la mano para sujetar a Tas por el cuello de la camisa.
Falló.
Tasslehoff se lanzó ladera abajo, completamente inclinado. La ascensión le había calentado los pies y ahora sentía los dedos —esenciales para correr—, y corrió como no había corrido en su vida. Sus pies apenas rozaban el suelo. Pisó una piedra suelta, lo que podría haberle hecho rodar cuesta abajo, pero no la tocó el tiempo suficiente para que pasara tal cosa. Realmente bajaba volando la cara del risco.
Se entregó por completo a la carrera, con el viento azotándole el rostro y haciéndole lagrimear los ojos, la boca abierta de par en par. Tragaba bocanadas del frío aire que chispeaba en su sangre. Oía gritos, pero las palabras no tenían significado alguno en el vuelo de su carrera. Corrió sin pensar en parar, sin medios para parar. Corrió directamente hacia el muro de hielo.
En plena excitación, Tas echó la cabeza atrás, abrió la boca y emitió un sonoro «¡¡iiaaaaaa!!» que no tenía más propósito que hacerlo sentirse bien. Con los brazos extendidos por completo, la boca abierta al máximo, chocó de lleno contra el muro de titilante hielo.
Gotitas de agua se precipitaron a su alrededor y, brillando con una radiante luz blanca, cayeron sobre su rostro levantado. Traspasó a todo correr la cortina de agua que había sido un muro de hielo y siguió corriendo, descontrolado, corriendo y corriendo alocadamente, y entonces vio lo que había ante él, casi a sus pies. La piedra gris acababa de golpe y no había nada abajo, salvo negrura.
Tas agitó los brazos en un intento de frenarse. Trató de controlar sus pies, pero éstos parecían tener voluntad propia, y el kender supo con certeza que iba a precipitarse por el borde.
«Mi último momento, pero glorioso», pensó.
Caía, y unas alas plateadas volaban sobre él. Sintió una garra asiendo el cuello de su camisa (no era una sensación nueva, porque parecía que siempre había alguien sujetándolo por el cuello de la camisa), sólo que esta vez era distinto. Casi una sensación bienvenida.
El kender colgó suspendido sobre la eternidad.
Jadeó buscando el aire que parecía haber desaparecido. Se sentía mareado y aturdido. Echó la cabeza hacia atrás y vio que colgaba de la garra de un Dragón Plateado, un dragón que tenía los ojos ciegos dirigidos hacia donde se encontraba él.
—Gracias a los dioses que no dejaste de gritar —dijo Espejo—, y gracias a los dioses que Gerard vio el peligro que corrías a tiempo de avisarme.
—¿Están libres? —preguntó, anhelante, Tasslehoff—. Los otros dragones, quiero decir.
—Lo están —contestó Espejo mientras viraba lentamente hacia lo que Tas divisaba ahora como una isla gris en medio de la oscuridad.
—¿Qué vais a hacer los otros dragones y tú? —quiso saber el kender, que empezaba a sentirse mejor ahora que veía suelo sólido bajo sus pies.
—Hablar.
—¡Hablar! —gimió Tasslehoff.
—No te preocupes —dijo Espejo—. Somos muy conscientes de que el tiempo apremia, pero hay preguntas que plantear y que responder antes de tomar una decisión. —Su voz se suavizó—. Han sido demasiados los que han sacrificado demasiado para que lo echemos a rodar por actuar con precipitación.
A Tas no le gustó cómo sonaba eso. Lo hacía sentirse muy, muy triste, e iba a preguntar a Espejo qué había querido decir, pero el dragón ya lo bajaba al suelo. Gerard cogió a Tas en sus brazos y, antes de soltarlo, lo abrazó muy fuerte. Tas tuvo que concentrarse en intentar respirar. Ahora que el hielo se había derretido, el aire era más cálido. Oía el batir de alas y voces de dragones, profundas y resonantes, llamándose entre sí en su lenguaje ancestral.
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