Se sentó en la roca gris y esperó a que la respiración recobrara el ritmo y que su corazón se diera cuenta de que había dejado de correr y que ya no tenía que latir tan deprisa. Odila se alejó con Espejo para servirle de guía, y al poco rato Tas escuchaba la voz del Plateado alzarse con júbilo al encontrar a sus compañeros. Gerard se quedó con él. No se puso a ir de un lado a otro, como siempre, escudriñando esto e investigando aquello. Permaneció de pie delante de Tas mirándolo intensamente, con una expresión muy peculiar en el semblante.
«A lo mejor tiene dolor de estómago», pensó Tasslehoff.
En cuanto a él, puesto que le faltaba resuello para hablar, pasó un rato pensando.
—Nunca lo había enfocado así —masculló.
—¿Qué has dicho? —preguntó Gerard, que se puso en cuclillas para ponerse a la altura del kender.
Tas tomó una decisión. Ahora ya podía hablar y sabía lo que tenía que decir.
—Voy a volver.
—Vamos a volver todos —comentó Gerard, que añadió tras echar una mirada exasperada a los dragones—. Con el tiempo.
—No, no me refiero a eso —dijo Tas, que tenía problemas con el nudo que se le había hecho en la garganta—. Me refiero a que voy a volver para morir. —Consiguió sonreír y se encogió de hombros—. Ya estoy muerto, ¿sabes?, así que no será un gran cambio.
—¿Estás seguro de eso, Tas? —preguntó Gerard mirando al kender con expresión seria.
Tas asintió con un enérgico cabeceo.
—«Hay demasiados que han sacrificado demasiado...» Es lo que dijo Espejo. Pensé en ello cuando caí por el borde del mundo. Si muero aquí, me dije, donde se supone que no tengo que morir, todo morirá conmigo. Y entonces ¿sabes qué pasó, Gerard? ¡Me asusté! Nunca me había asustado. —Sacudió la cabeza—. No de ese modo.
—Esa caída habría asustado a cualquiera —comentó el caballero.
—No fue la caída. Me asusté porque sabía que si todo moría, sería por mi culpa. Todos los sacrificios que había hecho todo el mundo a lo largo de la historia: Huma, Magius, Sturm Brightblade, Laurana, Raistlin... —Hizo una pausa y después añadió en voz queda—. Incluso lord Soth. E incontables personas más que nunca conoceré. Todo su sufrimiento sería en vano. Sus alegrías y triunfos se olvidarían.
» ¿Ves esa estrella roja? ¿Aquella de allí? —siguió Tasslehoff, señalando al cielo.
—Sí, la veo.
—Los kenders me contaron que la gente de la Quinta Era creía que Flint Fireforge vive en esa estrella. Que mantiene encendida su forja para que las personas recuerden la gloria de los viejos tiempos y que así tengan esperanza. ¿Crees que es verdad?
Gerard iba a decir que creía que la estrella sólo era una estrella y que era de todo punto imposible que un enano viviera en ella, pero entonces reparó en el semblante de Tas y cambió de idea.
—Sí, creo que es verdad.
Tas sonrió. Se puso de pie, se sacudió el polvo, se inspeccionó y se colocó bien ropas y saquillos. Después de todo, si Caos iba a pisarlo debía estar presentable.
—La estrella roja es la primera que pienso visitar. A Flint le alegrará verme. Supongo que se habrá sentido solo.
—¿Vas a ir ahora? —preguntó Gerard.
—«No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy» —dijo alegremente Tas—. Ése es un chiste sobre viajes en el tiempo —añadió mirando a Gerard—. Todos los que viajamos en el tiempo hacemos ese tipo de chistes. Tendrías que reírte.
—Supongo que no tengo muchas ganas. —Gerard puso la mano en el hombro de Tas—. Espejo tenía razón. Eres sabio, quizá la persona más sabia que conozco, y desde luego la más valerosa. Te respeto y te honro, Tasslehoff Burrfoot.
Gerard desenvainó la espada y saludó al kender del modo que un verdadero caballero saludaba a otro.
Un momento glorioso.
—Adiós —dijo Tasslehoff—. Que tus saquillos nunca estén vacíos.
Rebuscó en el suyo, sacó el ingenio de viajar en el tiempo, lo miró con admiración y pasó los dedos por las gemas que relucían más rutilantes de lo que recordaba haberlas visto brillar jamás. Lo acarició amorosamente y después, alzando la vista hacia la estrella roja, dijo:
—Estoy dispuesto.
—Los dragones han tomado finalmente una decisión. Están dispuestos a regresar a Krynn —anunció Odila—. Y quieren que vayamos con ellos. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está el kender? ¿Se te ha perdido otra vez?
Gerard se limpió la nariz y los ojos y recordó, sonriendo, todas las veces que había pensado que ojalá hubiera perdido de vista a Tasslehoff Burrfoot.
—No se ha perdido —contestó mientras alargaba la mano para tomar la de Odila—. Ya no.
En ese momento una voz de timbre agudo habló desde la oscuridad.
—¡Eh, Gerard, casi se me olvida! Cuando vuelvas a Solace, asegúrate de arreglar la cerradura de la tumba. Está rota.
44
El valle del fuego y hielo
Los ogros no atacaron de inmediato. Habían tendido bien la emboscada. Los elfos se encontraban atrapados en la cañada, cerrada la salida por ambos extremos. No podían ir a ninguna parte. Los ogros iniciarían el ataque en el momento que quisieran, y querían esperar.
Los elfos, razonaron los ogros, estaban preparados ahora para combatir. El coraje palpitaba en sus venas. El enemigo se les había echado encima tan repentina e inesperadamente que no habían tenido tiempo para asustarse. Pero que el día pasara, que llegara la noche y... Que yacieran desvelados en sus mantas y contemplaran las hogueras encendidas a su alrededor. Que contaran el número de sus enemigos, que temieran que ese número se multiplicara, y, para cuando llegara el amanecer de un nuevo día, tendrían el estómago encogido, las manos temblorosas, y todo su valor acabaría por los suelos vomitado entre arcadas.
Los elfos se movieron de inmediato para repeler el ataque del enemigo y lo hicieron de forma disciplinada, sin dejarse llevar por el pánico, poniéndose a cubierto en árboles y arbustos, detrás de las rocas. Los arqueros buscaron terreno más elevado, eligieron sus blancos, apuntaron con cuidado y esperaron la orden de disparar. Cada arquero tenía una buena reserva de flechas, pero no tardarían en gastarlas y no habría más para reemplazarlas. Tenían que asegurarse de que cada disparo diera en la diana, aunque ellos mismos se daban cuenta de que podían gastar hasta su última flecha y ni siquiera habrían hecho mella en el ingente número de adversarios.
Los elfos estaban preparados. Los ogros no atacaron. Comprendiendo su estrategia, Samar ordenó a los elfos dejar el estado de alerta. Intentaron comer y dormir, pero sin mucho éxito. El hedor de los ogros, semejante a carne podrida, impregnaba la comida. La luz de sus hogueras se colaba por los párpados cerrados. Alhana caminó entre ellos, les habló, les relató historias de antaño para disipar sus temores y darles ánimo. Gilthas hizo otro tanto con los suyos, levantándoles el ánimo, dirigiéndoles palabras de esperanza que ni él mismo creía, que ninguna persona con sentido común creería. No obstante, parecieron dar consuelo a su gente y, cosa extraña, al propio Gilthas. No lo entendía, porque sólo tenía que mirar a su alrededor para ver las hogueras de sus enemigos, tan numerosas como las estrellas. Se dijo, con cierto cinismo, que la esperanza era siempre lo último que el hombre perdía.
La persona que más deseaba Gilthas reconfortar rechazó ese consuelo. La Leona desapareció poco después de llevar a la mensajera al campamento. Salió a galope en su caballo haciendo caso omiso a la llamada de su esposo. Gilthas la buscó por el campamento, pero nadie la había visto, ni siquiera los Elfos Salvajes. Por fin la encontró, mucho después de que hubiera caído la noche. Estaba sentada en una roca, lejos del campamento. Contemplaba la noche, y aunque Gilthas sabía que debía de haberlo oído llegar, porque podía oír a un gorrión moviéndose en la fronda a veinte pasos de distancia, no volvió la cabeza para mirarlo.
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