Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Gerard contestó de modo adecuado. Era obvio que se sentía aliviado y ahora ansioso de partir. Los dragones volaban en círculo sobre ellos y las sombras de sus grandes alas se deslizaban grácilmente sobre el suelo. Los elfos saludaron a los dragones con gritos de gozo, lágrimas y bendiciones, y los reptiles inclinaron las orgullosas cabezas en respuesta a los saludos.

Los Dragones Plateados y Dorados empezaron a descender a la cañada, uno o dos a la vez. Los guerreros elfos se encaramaban a lomos de los reptiles, apiñándose tantos como era posible. Así habían ido a la batalla los elfos en los tiempos de Huma. Así habían ido a la batalla durante la Guerra de la Lanza. En el aire se respiraba una sensación histórica. Los elfos empezaron a entonar de nuevo cantos de gloria, de victoria.

Alhana, montada en un Dragón Dorado, se puso a la cabeza. Alzó la espada y lanzó un grito de guerra elfo. Samar levantó su espada y se unió a su grito. El Dorado alzó el vuelo llevando a la reina de los silvanestis y sobrevoló las montañas en dirección oeste, hacia Sanction. El Dragón Plateado ciego partió guiado por su amazona.

Gilthas se ofreció a quedarse el último para asegurarse de que se daba a los muertos los ritos apropiados y de que sus cuerpos se quemaban con el fuego de los dragones ya que no había tiempo de enterrarlos ni de llevarlos de vuelta a su patria. Su esposa permaneció junto a él.

—Los caballeros no acudirán en nuestra ayuda, ¿verdad? —preguntó bruscamente La Leona mientras el último dragón esperaba, listo para transportarlos.

—No acudirán —dijo Gilthas—. Nosotros moriremos por ellos y se desharán en elogios, pero cuando la batalla esté ganada, volverán a sus casas. No vendrán a morir por nosotros.

Juntos, La Leona, él y los últimos guerreros qualinestis, se remontaron en el cielo. Los cantos de los elfos sonaban fuertes, gozosos, y llenaban la cañada de música.

Después sólo quedaron ecos.

Y éstos se apagaron, dejando únicamente silencio y humo.

45

El templo de Duerghast

Galdar no había visto a Mina desde su regreso triunfal a Sanction. El corazón del minotauro estaba tan dolorido como su cuerpo, y puso como excusa sus heridas para permanecer en su tienda, negándose a ver o hablar con nadie. Estaba muy sorprendido de seguir con vida, ya que Takhisis tenía buenas razones para odiarlo, y nunca se había mostrado clemente con quienes se volvían contra ella. Galdar suponía que Mina tenía mucho que ver con el hecho de que no yaciera convertido en una masa de carne calcinada junto al cadáver de Malys.

El minotauro no se había quedado a escuchar la conversación entre Takhisis y Mina. Su rabia era tal que habría querido derrumbar la montaña piedra a piedra con sus propias manos, pero temía que su ira perjudicase a Mina en lugar de ayudarla, de modo que se alejó para rumiar su cólera en soledad. Regresó a la cueva sólo cuando oyó a Mina llamarlo.

La encontró totalmente restablecida, curada. No le sorprendió. No esperaba menos. Mientras se protegía la mano magullada —había descargado su ira contra las piedras— la contempló en silencio y esperó a que hablara ella primero.

Sus ojos ambarinos eran fríos y duros. Todavía podía verse a sí mismo atrapado en ellos, una pequeña figura inmovilizada.

—Me habrías dejado morir —le dijo en tono acusador.

—Sí —contestó sin vacilar—. Mejor que hubieras muerto con el halo de tu gloria reciente que vivas como una esclava.

—Es nuestra diosa, Galdar. Si me sirves a mí, la sirves a ella.

—Te sirvo a ti, Mina —repuso el minotauro, y ése fue el final de la conversación.

Mina pudo haberlo expulsado. Pudo haberlo matado. Sin embargo, echó a andar por la larga trocha que descendía de los Señores de la Muerte y él la acompañó. Sólo volvió a hablarle una vez, y fue para ofrecerse a curarle las heridas. Él rehusó. Caminaron en silencio hasta Sanction y no habían vuelto a hablar desde entonces.

La alegría por el retorno de Mina fue tumultuosa. Había habido quienes estaban convencidos de su muerte y quienes estaban seguros de que seguía viva, y era tal el nivel de ansiedad y temor que las dos facciones se habían enzarzado a golpes. Los caballeros de Mina discutían entre ellos, sus comandantes se peleaban y porfiaban. Los rumores corrían por las calles, las mentiras se convertían en verdades, y la verdad degeneraba en mentiras. A su regreso, Mina encontró una ciudad sumida en el caos y la anarquía. Su nombre fue lo único que hizo falta para reinstaurar el orden.

—¡Mina! —fue el jubiloso grito en las puertas cuando apareció—. ¡Mina!

El nombre resonó estruendosamente por toda la ciudad como el alegre toque de campanas que anuncian una boda, y faltó poco para que la arrollaran quienes la aclamaban y gritaban lo agradecidos que estaban de verla viva. Si Galdar no la hubiera cogido en brazos, sin decir palabra, y la hubiera subido sobre sus fuertes hombros para que todo el mundo la viera, habría podido acabar muerta por amor.

Galdar pudo haberle hecho notar que era su nombre el que aclamaban, a ella a la que seguían, a la que obedecían. Pero no dijo nada y ella tampoco. El minotauro escuchó el relato de la destrucción del tótem, de la aparición de un Dragón Plateado que había atacado el tótem y que, como represalia, había sido atacado y cegado por las arrojadas tropas de Mina. Escuchó historias sobre la perfidia y la traición de la sacerdotisa solámnica que se había unido al Dragón Plateado en la lucha y que después ambos habían partido.

Tendido en su camastro, reponiéndose de las heridas, Galdar recordó la primera vez que había visto al mendigo cojo que había resultado ser un Dragón Azul. Iba en compañía del hombre ciego de cabello plateado. Galdar caviló sobre eso.

Fue a ver los restos del tótem. La pila de ceniza que habían sido cientos de cráneos de dragones seguía allí. Mina no se acercaría a ella. Tampoco volvió a la nave del altar, ni a su cuarto en el templo, y trasladó sus cosas a alguna ubicación desconocida.

En la nave del altar, todas las velas se habían derretido en un gran charco de cera teñida de gris por las cenizas. Los bancos estaban volcados y algunos ennegrecidos por el fuego. La penetrante peste a humo y a magia lo impregnaba todo. El suelo aparecía sembrado de esquirlas de ámbar, lo bastantes afiladas para traspasar la suela de una bota. Nadie se atrevía a entrar en el templo, del que se decía que estaba imbuido del espíritu de la mujer cuyo cuerpo había estado aprisionado en el sarcófago de ámbar y que ahora era un montón de ceniza.

—Al menos uno de nosotros consiguió escapar —les dijo Galdar a las cenizas, a las que dedicó un saludo militar.

También faltaba el cuerpo de uno de los hechiceros. Nadie supo decir al minotauro qué había sido del cuerpo de Palin Majere. Algunos afirmaban haber visto a una figura vestida de negro de la cabeza a los pies sacándolo de allí, en tanto que otros afirmaban que habían visto al hechicero Dalamar hacerlo pedazos con sus propias manos. A una orden de Mina, se emprendió la búsqueda del cuerpo de Palin, pero no se encontró y, finalmente, la joven mandó poner fin a las pesquisas.

El cuerpo de Dalamar permanecía en el templo abandonado, mirando a la oscuridad, aparentemente olvidado, con las manos manchadas de sangre.

Había otra noticia. Al carcelero se le obligó a confesar que durante la confusión provocada por el ataque de Malys, el elfo Silvanoshei había escapado de su celda en la prisión y aún no se le había capturado. Se creía que el elfo seguía en la ciudad, ya que se habían apostado vigilantes en las puertas para localizarlo, y nadie lo había visto.

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