Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Sus caballeros agacharon la cabeza y dieron media vuelta. Pero no caminaban enorgullecidos de vuelta a sus puestos como podían haber hecho antaño, sino que iban como escabulléndose, el gesto hosco.

—¿Qué les pasa? —preguntó Mina consternada, desconcertada.

—Antes te seguían por amor, Mina. Ahora te obedecen como lo haría un perro azotado, por miedo al látigo. ¿Es eso lo que quieres?

La joven se mordió el labio, aparentemente indecisa, y Galdar confió en que rehusara atender a la voz. Que hiciera lo que le parecía honorable, lo que creía justo. Que siguiera leal a sus hombres, como ellos le habían sido leales a pesar de los muchos peligros y penalidades.

Mina endureció el gesto y sus ojos ambarinos reflejaron dureza.

—Que corran esos perros. No los necesito. Tengo al Único. Voy al templo a preparar la ceremonia. ¿Vienes? —demandó—. ¿O también vas a salir corriendo?

Galdar miró los ojos ambarinos y ya no se vio en ellos. Ya no vio a nadie. Estaban vacíos.

Echó a andar sin esperar su respuesta, sin mirar si la seguía. Le daba igual una cosa u otra.

El minotauro vaciló. Miró hacia la Puerta Oeste, donde los caballeros estaban reunidos en grupos que hablaban en voz baja. Dudaba mucho de que estuvieran discutiendo estrategias para la batalla. Un alboroto de gritos empezó a levantarse en las calles a medida que se extendía la noticia de que cientos de Dragones Dorados y Plateados iban a caer sobre Sanction. Nadie hacía nada para disipar el terror. Ahora cada cual pensaba sólo en sí mismo y sólo tenía un pensamiento en la cabeza: sobrevivir. A no tardar estallaría un tumulto cuando hombres y mujeres se convirtieran en animales salvajes, mordiendo, arañando y luchando para salvar el pellejo. En su pánico, podría muy bien ocurrir que se destruyeran a sí mismos antes de que el ejército de su enemigo hubiera llegado.

«Si me quedo en las murallas podría agrupar a unos cuantos —pensó Galdar—. Encontraría algunos que combatirían el terror y lucharían conmigo. Tendría una muerte honorable, digna.»

Siguió con la mirada a Mina, que se alejaba sola, a excepción de la vaga figura de cinco cabezas que se cernía sobre ella, la rodeaba, la aislaba de todos los que la habían amado o admirado.

—¡Grandísima zorra! —masculló Galdar—. No te librarás de mí tan fácilmente.

Asió su espada y corrió en pos de Mina.

Mina se equivocó cuando le dijo a Galdar que era el único al que le importaba. Había otra persona a la que le importaba, y mucho. Silvanoshei corrió tras ellos, empujando para abrirse paso entre la multitud que ahora se apiñaba en las calles presa del pánico, y procurando no perderla de vista.

Se había quedado en Sanction para saber qué le había pasado a Mina, y su alegría cuando supo que estaba viva fue sincera a pesar de que su regreso supuso ponerlo de nuevo en peligro. La gente había empezado a recordar de pronto haber visto a un elfo deambulando por Sanction.

Se había visto obligado a esconderse. Un kender le descubrió amablemente el sistema de túneles que zigzagueaban por el subsuelo de la ciudad. Los elfos aborrecían vivir bajo tierra, y Silvanoshei sólo había sido capaz de permanecer en los túneles durante cortos períodos de tiempo antes de tener que salir al exterior empujado por la necesidad de respirar aire fresco. Robó comida para sustentarse, y también robó una capa con embozo y un pañuelo para ocultar sus rasgos elfos.

Rondaba por las ruinas del tótem esperando una oportunidad de hablar con Mina, pero ella no apareció. Su temor aumentó al pensar si la joven se habría marchado de Sanction o si habría caído enferma. Entonces, por casualidad, escuchó el rumor de que se había trasladado del Templo del Corazón al derruido Templo de Duerghast, que se alzaba en las afueras de la ciudad.

Construido en honor de algún falso dios ideado por un culto demente, el templo era conocido por tener un estadio donde llevaban a las personas destinadas a sacrificios humanos para diversión de una clamorosa multitud. Durante la Guerra de la Lanza, lord Ariakas se había apropiado del templo y las mazmorras se habían utilizado para torturar a los prisioneros.

El templo tenía fama de ser un lugar maligno, y en los últimos tiempos, durante el gobierno de Hogan Rada, se había hablado de arrasarlo. Los temblores de tierra habían abierto grandes grietas en sus paredes, debilitando la estructura hasta el punto de que nadie se atrevía a acercarse siquiera a él por miedo a que se derrumbara en cualquier momento. Los ciudadanos de Sanction habían decido dejar que los Señores de la Muerte acabaran el trabajo.

Entonces surgió la noticia de que Mina planeaba reconstruir el templo, transformarlo en un lugar de adoración al Único.

El Templo de Duerghast se encontraba al otro lado del foso de lava que rodeaba Sanction. No se podía llegar a él por tierra sin salvar el río de lava. En consecuencia, Silvanoshei había llegado a la conclusión de que Mina no tendría más remedio que entrar en el templo a través de uno de los túneles. Había recorrido de aquí para allá el sistema de túneles, perdiéndose en más de una ocasión, hasta que por fin dio con lo que buscaba: un túnel que se extendía por debajo del lienzo de la muralla meridional.

Silvanoshei planeaba explorar ese túnel cuando se dio la alarma. Vio al jinete de dragón sobrevolar la ciudad y aterrizar fuera de la Puerta Oeste. Suponiendo que Mina acudiría a hacerse cargo de la situación, Silvanoshei se ocultó entre la multitud ansiosa de ver a la joven. Se acercó todo cuanto aconsejaba la cautela, ansiando, contra toda esperanza, atisbar a la joven aunque fuera un instante.

Entonces la vio, rodeada de sus caballeros y hablando con el jinete de dragón. De repente un hombre se apartó del grupo y corrió hacia la multitud gritando que se aproximaban Dragones Dorados y Plateados, reptiles montados por Caballeros de Solamnia. La gente juró y maldijo y empezó a empujar sin contemplaciones. Silvanoshei recibió tal empellón que faltó poco para que diera con sus huesos en el suelo. En medio del tumulto se esforzó por no perderla de vista.

La noticia de los dragones y los caballeros le importaba poco. Pensó en ella sólo bajo la perspectiva de cómo afectaría a Mina. Estaba convencido de que la joven dirigiría la batalla, y temió que no tendría ocasión de hablar con ella. Se quedó estupefacto hasta lo indecible cuando la vio dar media vuelta y alejarse, abandonando a sus tropas.

Lo que para sus caballeros representaba una pérdida para él fue una bendición. La voz de Mina le llegó con claridad.

—Voy al templo a preparar la ceremonia.

Por fin. Quizá encontraría el modo de hablar con ella.

Silvanoshei entró en el túnel que había descubierto confiando en que sus cálculos fueran correctos y que lo condujera bajo el foso de lava hasta el Templo de Duerghast. La esperanza del elfo casi se esfumó cuando descubrió que el techo del túnel estaba parcialmente desplomado. Siguió adelante sorteando los escombros de piedra y tierra y, finalmente, encontró una escalera de mano que conducía a la superficie.

La subió rápidamente, si bien tuvo el sentido común de detenerse cuando se acercó a la parte superior. Una trampilla de madera cerraba el acceso al túnel y lo ocultaba a quienes estuvieran arriba. Cuando empujó la trampilla su mano traspasó la madera podrida y una cascada de polvo y astillas le cayó encima. Cautelosamente, se asomó por el agujero de la trampilla. La intensa luminosidad del sol casi lo cegó. Parpadeó y esperó a que los ojos se acostumbraran a la luz.

El Templo de Duerghast se hallaba a corta distancia.

Para llegar a él tendría que cruzar un espacio abierto. Estaría a la vista de cualquiera que hubiera en las murallas. Silvanoshei dudaba que alguien lo viera o le prestara atención. Todos los ojos estaban vueltos al cielo.

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