Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Pasó sobre los cadáveres y siguió su camino, sin soltar la espada, aunque no tenía práctica en el uso de esa arma y la asía torpemente, notando la mano pringosa de sangre.

—Ve delante, Galdar —ordenó—. Despeja el camino.

—No sé a dónde vamos, Mina. El templo en ruinas se encuentra fuera de la muralla, al otro lado del río de lava. ¿Cómo vas desde aquí?

—Por esta calle —señaló con la espada—, siguiendo la muralla. Justo enfrente del Templo de Duerghast hay una torre. Dentro de ella, un túnel conduce por debajo de la muralla y del foso de lava, va directamente al templo.

Reemprendieron la marcha a todo correr.

—Aprisa —ordenó Takhisis.

Mina obedeció.

Los primeros dragones aparecieron volando a gran altura, sobre las montañas. Las primeras oleadas del miedo al dragón comenzaron a surtir efecto en los defensores de Sanction. La luz del sol se reflejaba en las escamas doradas y plateadas, arrancaba destellos en las armaduras de los jinetes de dragones. Sólo en las grandes guerras del pasado se habían reunido tantos dragones de la luz para ayudar a humanos y elfos en su causa. Volaban en grandes formaciones de líneas en fondo, con los rápidos Plateados a la cabeza y los Dorados, más pesados, detrás.

Una extraña niebla empezó a fluir muralla arriba, a esparcirse por las calles y callejones. A Galdar le pareció extraño que se levantara niebla tan de repente, en un día soleado, y de pronto advirtió que la niebla tenía ojos, bocas y manos. El minotauro alzó la vista hacia el cielo azul a través de la heladora niebla. Los rayos del astro incidieron en el vientre de un Dragón Plateado, irradiando una luz argéntea tan intensa que atravesó la niebla como hace el sol en un caluroso día veraniego.

Los espíritus eludieron la luz, buscaron la oscuridad, se escabulleron en callejones o al abrigo de la sombra arrojada por las altas murallas.

Los dragones no tenían miedo de las almas de humanos, goblins y elfos muertos.

Galdar imaginó los chorros de fuego expulsados por los Dragones Dorados incinerando a todos los que defendían las murallas, derritiendo armaduras, fundiéndolas con la carne viva mientras los hombres aullaban en su agonía. La imagen era vivida y colmó su mente, de manera que casi percibió el hedor a carne quemada y escuchó los gritos de muerte. Las manos empezaron a temblarle y la boca se le quedó seca.

«Miedo al dragón —se repitió para sus adentros una y otra vez—. Miedo al dragón. Pasará. Deja que pase.»

Miró a Mina para comprobar cómo le iba a ella. Estaba pálida pero tranquila. Los vacíos ojos ambarinos miraban fijamente al frente, no hacia el cielo o a las murallas desde las que los hombres empezaban a saltar de puro terror.

Los Plateados volaban por encima de ellos a gran velocidad, muy bajo. Era la primera oleada y no atacaron. Se limitaban a propagar el miedo, suscitando pánico, reconociendo el terreno. Las sombras de las relucientes alas se deslizaban sobre las calles haciendo que la gente corriera loca de terror. Aquí y allí, algunos dominaban el miedo, se sobreponían a él. Una balista disparó. Un par de arqueros lanzaron flechas que se elevaron en arco hacia el cielo, en un fallido intento de conseguir dar en el blanco por chiripa. En su mayoría, los hombres se apelotonaban encogidos al resguardo de las sombras de las murallas y respiraban de forma entrecortada, estremecida, esperando que todo pasara; que pasara, por favor.

El miedo que se apoderó de la población obró a favor de Mina. Los que antes abarrotaban las calles habían huido despavoridos a esconderse en sus casas o en las tiendas, buscando un refugio inexistente ya que el fuego de los Dorados podía derretir la piedra. Pero al menos abandonaron las calles, y Mina y Galdar avanzaron con rapidez.

Al llegar a una de las torres de guardia que se alzaban en la muralla, Mina abrió de un tirón la puerta que había en la base de la torre. Apenas quedaba nadie en ella, ya que la mayoría de sus defensores habían huido. Los que permanecían dentro, al oír el golpe de la puerta se asomaron atemorizados a la escalera de caracol.

—¿Quién anda ahí? —preguntó uno con voz entrecortada.

Mina no se dignó contestar, y los soldados no se atrevieron a bajar para averiguar quién era. Galdar escuchó sus pisadas que se retiraban lo más posible de las almenas.

Tomó dos antorchas y las acercó a una mecha de combustión lenta que ardía en un barril. Cuando las tuvo prendidas, Mina le cogió una y se puso delante para descender por un tramo de oscuros escalones de piedra que conducían a lo que parecía un muro ciego, si bien la joven se encaminó hacia él sin vacilar y lo atravesó. O el muro era una ilusión o la Reina Oscura había hecho que la sólida piedra se disolviera. Galdar lo ignoraba, y tampoco tenía intención de preguntar. Apretó los dientes y caminó a grandes zancadas detrás de ella, convencido de que se aplastaría los sesos contra la roca.

Entró en un túnel oscuro en el que había un intenso olor a azufre. Las paredes estaban calientes. Mina se le había adelantado un buen trecho y el minotauro tuvo que apresurarse para alcanzarla. El túnel estaba construido para humanos, no para minotauros, y tuvo que correr con los hombros encorvados y la astada cabeza agachada. El calor aumentó. Supuso que estaban pasando directamente por debajo del foso de lava. El túnel parecía antiguo, y Galdar se preguntó quién lo habría construido y para qué; más preguntas a las que nunca tendría respuesta.

El pasadizo acababa en otro muro. Galdar sintió alivio al ver que Mina no atravesaba éste también, sino que entró por una puerta pequeña. Pasó con dificultad detrás de ella, por la estrechez del hueco, y salió a una celda.

Las ratas chillaron e hicieron ruidos de protesta por la luz, y se escabulleron con rapidez. El suelo estaba cubierto por una capa de cierto tipo de insectos que se arrastraban metiéndose por agujeros y grietas de las paredes derruidas. La puerta de la celda colgaba de un único gozne oxidado.

Mina salió de la celda a un corredor. Galdar atisbo otras celdas a lo largo del pasillo y supo dónde se encontraba: las mazmorras en los sótanos del Templo de Duerghast.

Recordando lo que sabía de ese templo, supuso que aquéllas eran las cámaras de tortura donde antaño se «interrogaba» a los prisioneros del ejército de los Dragones. La luz de su antorcha no penetraba las tinieblas a mucha distancia, cosa que el minotauro agradeció.

Detestaba ese sitio, deseaba encontrarse fuera de él, estar en cualquier otro lugar menos allí, incluso en la ciudad, aunque ésta se hallara abarrotada de Dragones Dorados. Los gritos de los moribundos impregnaban estos oscuros corredores, las paredes rezumaban lágrimas y sangre.

Mina no miró a izquierda ni a derecha. La luz de la antorcha iluminó un tramo de escalera que subía. Mientras remontaban los peldaños, Galdar tuvo la sensación de que se arrastraba de vuelta de la muerte. Llegaron al primer nivel, la planta principal del templo.

Se habían abierto grietas en las paredes y Galdar notó un soplo de aire fresco. A pesar del intenso tufo a azufre por culpa del foso de lava, el aire allí arriba olía mejor que en el nivel inferior. Respiró hondo.

Rayos de sol preñados de motas de polvo se filtraban por las grietas. Galdar iba a apagar la antorcha, pero Mina lo detuvo.

—Déjala encendida —le dijo—. Necesitaremos luz adonde vamos.

—¿Y dónde es eso? —preguntó él, temiendo que le contestara que a la nave del altar.

—Al estadio.

Se puso en marcha a la cabeza, caminando entre las ruinas con rapidez y sin vacilación. Galdar reparó en que había montones de cascotes amontonados a los lados para despejar corredores antes obstruidos.

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