El elfo se abrió paso trabajosamente por el agujero y atravesó corriendo el espacio descubierto hasta refugiarse en la sombra que arrojaba la muralla exterior del templo. Construida con bloques de granito negro, la muralla formaba un cuadrado. Dos torres guardaban la entrada principal. Silvanoshei rodeó la muralla que circundaba el edificio y buscó un sitio por donde entrar. Llegó a una de las torres, donde había dos puertas, una a cada extremo.
Pesadas planchas de hierro, accionadas por cabrestantes, hacían las veces de portones. Aunque cubiertos de óxido, los portones de hierro seguían en su sitio y probablemente continuarían estándolo cuando el resto del templo se hubiese derrumbado a su alrededor. Por allí no podía pasar, pero sí por una parte de la muralla que se había desplomado y formado un montón de cascotes. Trepar por allí no resultaría fácil, pero él era ágil. Estaba convencido de que podía hacerlo.
Dio un paso hacia la muralla y se frenó de golpe, sin salir de las sombras. Había captado un movimiento por el rabillo del ojo.
Alguien más había ido al Templo de Duerghast. Un hombre se encontraba plantado delante, observando la construcción. Silvanoshei pensó que debía de estar ciego para no haber reparado en él. Con todo, habría jurado que allí no había habido nadie cuando giró en la esquina.
A juzgar por su aspecto, el hombre no era un guerrero. Era muy alto, más que la media. No llevaba espada ni portaba arco al hombro. Vestía pantalón de paño marrón, túnica verde y parda, y botas altas de cuero. Una capucha, también de color verde, le cubría la cabeza y los hombros. Silvanoshei no veía el rostro del hombre.
«¿Qué hace aquí este necio? —pensó el elfo, que echaba chispas—. Nada, al parecer, salvo mirar el templo de hito en hito, como un kender en día de fiesta.» No llevaba armas, no representaba una amenaza, pero aun así Silvanoshei era reacio a dejarse ver por el hombre. Estaba decidido a hablar con Mina, y, que él supiera, ese tipo podía ser una especie de guardia. O quizás ese extraño sólo esperaba para hablar con ella. Tenía el aire de estar esperando.
Silvanoshei deseó que el hombre se marchara. El tiempo pasaba y él tenía que entrar. Tenía que hablar con Mina. Pero el tipo no se movía.
Finalmente, el elfo decidió que no podía esperar más. Era un corredor rápido; podría dejar atrás al hombre si el extraño iba tras él y despistarlo dentro del templo antes de que el hombre quisiera darse cuenta de lo que había pasado. Silvanoshei respiró hondo, preparándose para echar a correr.
El hombre giró la cabeza, se retiró la capucha y miró directamente hacia donde se encontraba Silvanoshei.
Era un elfo.
Silvanoshei lo miró fijamente, con los ojos clavados en el elfo, inmóvil. Durante un instante que pareció eterno temió que Samar lo hubiera rastreado hasta allí, pero enseguida se dio cuenta de que no era Samar.
A primera vista el elfo parecía joven, como Silvanoshei. Su cuerpo tenía la fortaleza y la grácil agilidad de la juventud. Al observarlo con más detenimiento, Silvanoshei tuvo que replantearse su primera impresión. El rostro del elfo no tenía las huellas del paso del tiempo y, sin embargo, su expresión denotaba una gravedad que no era propia de la juventud, que no tenía nada que ver con la esperanza, el entusiasmo y la jubilosa ilusión de los jóvenes. Sus ojos brillaban como los de un joven, pero era un brillo apagado, atemperado por el pesar. Silvanoshei tuvo la extraña sensación de que ese hombre le conocía, pero fue del todo incapaz de situar al extraño elfo.
Éste lo miró y después volvió la vista hacia el templo una vez más.
Silvanoshei aprovechó que la atención del otro elfo se desviara de él para correr hacia la brecha de la muralla. Trepó ágilmente sin dejar de vigilar al hombre extraño, que no hizo el menor movimiento. Silvanoshei saltó al otro lado de la muralla y echó una ojeada hacia atrás, entre los cascotes, pero el elfo seguía plantado en el mismo sitio, esperando.
Apartando de su mente al extraño personaje, Silvanoshei entró en el derruido templo y empezó a buscar a Mina.
Mina se abrió paso a trancas y barrancas por las abarrotadas calles de Sanction. Su avance se veía frenado por la gente que, al verla, se acercaba para tocarla. Gritaban aterrados por la próxima llegada de los dragones, le suplicaban que los salvara.
—¡Mina! ¡Mina! —llamaban; y el clamor le resultaba odioso a la joven.
Intentó no oírlos, hacer caso omiso de ellos, librarse de sus ansiosas manos, pero con cada paso que daba se arremolinaban más y más personas a su alrededor, clamando su nombre, repitiéndolo una y otra vez en una frenética letanía contra el miedo.
Alguien más pronunciaba su nombre, llamándola. La voz de Takhisis, alta e insistente, la urgía para que se apresurara. Una vez la ceremonia se completara, una vez que entrara en el mundo y uniera el reino espiritual y el físico, la Reina Oscura tomaría la forma que quisiera y bajo esa forma combatiría a sus enemigos.
Que los necios Dorados y los cobardes Plateados fueran contra el monstruo de cinco cabezas en el que podía convertirse. Que esos ridículos ejércitos de caballeros y de elfos batallaran contra las hordas de muertos que se levantarían a su orden.
Takhisis se alegraba de que el despojo que era el mago muerto y su colaborador, el Plateado ciego, hubieran liberado a los dragones de colores metálicos. En aquel momento se había encolerizado, pero ahora, al considerarlo con calma, recordó que era la única deidad en Krynn. Todo redundaba en beneficio de su propósito, incluso las conspiraciones de sus enemigos.
Hicieran lo que hicieran, jamás podrían perjudicarla. Cada flecha que dispararan apuntaría hacia su propia destrucción, hacia el blanco de sus corazones. Que atacaran. Esta vez los destruiría a todos —caballeros, elfos, dragones—, los destruiría definitivamente, los borraría de Krynn, los aplastaría para que jamás se levantaran contra ella de nuevo. Entonces atraparía sus almas y las esclavizaría. Aquellos que la habían combatido en vida la servirían en la muerte, para siempre.
Para conseguirlo, Takhisis necesitaba entrar en el mundo. Controlaba la puerta del reino espiritual, pero no podía abrir la del físico. Para eso necesitaba a Mina. La había elegido y la había preparado para esa única tarea. Había allanado el camino de la muchacha, había quitado de en medio a sus enemigos. Ahora estaba cerca de satisfacer su desmesurada ambición. No temía que se le arrebatara el mundo en el último momento. Tenía el control de todo. Nadie podía desafiarla. Sin embargo, estaba impaciente. Impaciente por iniciar la batalla que terminaría con su triunfo final.
Instó a Mina a darse prisa. «Mata a esos desdichados —ordenó—, si no se apartan de tu camino.»
Mina cogió la espada de alguien y la alzó en el aire. Ya no veía personas. Veía bocas abiertas, sentía manos ansiosas agarrándola. Los vivos la rodeaban, asiéndola, gritando y balbuciendo, pegando los labios a su piel.
—¡Mina! ¡Mina! —clamaban, y sus gritos se tornaron chillidos cuando las manos empezaron a caer.
Las calles se quedaron desiertas, y fue sólo entonces cuando oyó el horrorizado bramido de Galdar y vio la sangre en la espada, en sus manos, en los cuerpos sangrantes que yacían en la calle y fue consciente de lo que había hecho.
—Me ordenó que me diera prisa —dijo—, y no se apartaban de mi camino.
—Ahora ya lo han hecho —musitó Galdar.
Mina contempló los cadáveres. Conocía a algunos. Ahí estaba un soldado que la había acompañado desde el cerco a Sanction. Yacía en un charco de sangre. Lo había atravesado con la espada. Guardaba un borroso recuerdo de verlo suplicando para que le perdonara la vida.
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