—¿Hiciste este trabajo tú, Mina? —preguntó, maravillado.
—Tuve ayuda.
Galdar imaginó la clase de ayuda que había recibido y lamentó haberle preguntado.
A diferencia de los humanos, al minotauro no le desagradaba la idea de que un templo contara con un estadio al aire libre donde la gente pudiera ir a presenciar deportes sangrientos. Ese tipo de competiciones formaba parte de la tradición del pueblo minotauro, y se utilizaba para solventarlo todo, desde enemistades familiares a disputas matrimoniales, pasando por la elección de un nuevo emperador. Le había sorprendido que a los humanos les pareciera una costumbre bárbara tales competiciones. Para él, las intrigas políticas, maliciosas y proclives a clavar cuchillos por la espalda a la que eran tan aficionados los humanos, sí eran una práctica bárbara.
El estadio se abría al aire libre y se veía desde las murallas más altas de Sanction. Galdar ya se había fijado en él con interés anteriormente al tratarse del único estadio que había visto en territorio de humanos. Estaba construido en la ladera de la montaña y las gradas cerraban la arena formando un semicírculo. Era pequeño en comparación con los de los minotauros, y se encontraba en ruinas. Se habían abierto grandes grietas en las gradas, y el suelo tenía agujeros.
Galdar siguió a Mina por los polvorientos corredores hasta que llegaron a un gran portal que daba acceso al estadio. Mina entró en él, seguida del minotauro, y pasaron de la luz del día a la más oscura noche.
El minotauro se paró en seco y parpadeó, asaltado por el repentino temor de que se hubiera quedado ciego. Le llegaban los olores familiares del exterior, incluido el azufre del foso de lava. Sentía el roce del aire en la cara. También debería percibir la calidez del sol en el rostro, ya que sólo unos segundos antes veía la luz del astro y el cielo azul entre las grietas del techo. Alzó la vista y contempló un cielo negro, sin estrellas, sin nubes. Se estremeció de la cabeza a los pies y dio un paso atrás de manera involuntaria. Mina le agarró de la mano.
—No tengas miedo —susurró—. Estás en presencia del Único.
Habida cuenta de su último encuentro, la idea de hallarse en presencia de Takhisis no le resultó tranquilizadora, sino que reforzó su decisión de marcharse. Había cometido un error al ir allí. Lo había hecho por amor a Mina, no por amor a Takhisis. Aquél no era su sitio, no era bien recibido.
Una escalera descendía desde el nivel del suelo hasta la arena.
Mina le soltó la mano. La chica tenía prisa y bajó rápidamente los peldaños, segura de que la seguiría. Las palabras para despedirse de ella se le atascaron en la garganta. Tampoco unas palabras iban a cambiar las cosas. Ella le odiaría, le detestaría por lo que iba a hacer. Daría lo mismo, dijera lo que dijera. Se volvía para marcharse, para volver a la luz del sol aunque ello significara encontrarse con los dragones y la muerte, cuando oyó gritar a Mina.
Actuando de manera instintiva, temiendo por su vida, el minotauro desenvainó la espada y bajó corriendo la escalera.
—¿Qué haces aquí, Silvanoshei, merodeando en las sombras como un asesino? —demandó Mina.
Su tono era frío, pero la voz le temblaba. La luz de la antorcha que sostenía oscilaba por el temblor de su mano. La había cogido desprevenida, por sorpresa.
Galdar reconoció al rey elfo perdidamente enamorado de la joven. El joven silvanesti tenía el semblante mortalmente pálido. Estaba delgado y demacrado, y sus finos ropajes, hechos andrajos. Sin embargo, no tenía aquella expresión desesperada, hundida. Su actitud era serena, más que la de Mina.
La palabra «asesino» y la extraña serenidad del joven elfo hizo que Galdar enarbolara la espada. La habría descargado sobre su cabeza, partiendo en dos al elfo, si Mina no lo hubiera detenido.
—No, Galdar —ordenó, y su voz rebosaba desprecio—. No es ninguna amenaza para mí. Sería incapaz de hacerme daño. Sólo conseguirías que su abyecta sangre profanara el sagrado suelo que pisa.
—Vete, pues, escoria —instó Galdar, que bajó el arma a regañadientes—. Mina perdona tu despreciable vida. Acéptala y márchate.
—No antes de decir algo —manifestó Silvanoshei con gran dignidad—. Cómo lo siento, Mina. Cómo me apena lo que te ha ocurrido.
—¿Que te doy pena yo? —Mina lo miró con desprecio—. Siente pena por ti. Caíste en la trampa del Único. Los elfos serán aniquilados, total, absolutamente. Miles han caído ya ante mi poder y caerán miles más hasta que todos los que se me oponen hayan perecido. Por tu culpa, por tu debilidad, tu pueblo será barrido. ¿Y yo te doy pena?
—Sí. No fui el único que cayó en la trampa. Si hubiese sido más fuerte quizás habría podido salvarte, pero no lo fui. Eso es lo que siento.
Mina lo miró de hito en hito y sus ojos ambarinos se endurecieron a su alrededor como si quisiera estrujarlo hasta dejarlo sin vida.
El elfo permaneció firme, los ojos llenos de pesar. Mina le dio la espalda, desdeñosa.
—Tráelo —ordenó a Galdar—. Presenciará el final de lo que le es más querido.
—Mina, deja que lo mate... —empezó el minotauro.
—¿Es que siempre tienes que llevarme la contraria? —demandó la joven al tiempo que se volvía hacia él, furiosa—. He dicho que lo traigas. No temas. No será el único testigo. Todos los enemigos del Único estarán aquí para presenciar su triunfo. Incluido tú, Galdar.
Giró sobre sus talones y cruzó la puerta que daba a la arena.
El minotauro tenía el vello de la nuca erizado y las manos húmedas de sudor.
—Corre —instó bruscamente al elfo—. No te detendré. Vete, sal de aquí.
—Me quedaré, como tú —dijo Silvanoshei a la par que sacudía la cabeza—. Ambos nos quedamos por la misma razón.
Galdar gruñó. Siguió parado en el umbral, debatiendo consigo mismo qué hacer, aunque ya sabía lo que haría. El elfo tenía razón. Los dos se quedaban por la misma razón.
Rechinando los dientes, cruzó la puerta y entró en la arena. Al mirar atrás para comprobar si el rey elfo lo seguía, Galdar se quedó estupefacto al ver a otro elfo de pie detrás de Silvanoshei.
«¡Dioses, son como una plaga!», pensó el minotauro.
El elfo lo miraba directamente y Galdar tuvo la repentina e incómoda sensación de que ese tipo de semblante joven y ojos viejos podía leerle los pensamientos y las emociones.
A Galdar no le gustaba eso. No confiaba en el nuevo elfo, y vaciló, preguntándose si debería regresar a vérselas con él.
El elfo siguió en el mismo lugar, tranquilo, esperando.
«Todos los enemigos del Único estarán aquí para presenciar su triunfo.»
Suponiendo que ése era uno más, Galdar se encogió de hombros y entró en la arena. Tuvo que seguir a Mina guiándose por la luz de la antorcha, ya que no veía a la joven en la oscuridad.
47
La Batalla de Sanction
Los Dragones Plateados volaban bajo sobre Sanction, sin molestarse en utilizar la mortífera arma de su aliento, confiando en que el miedo por sí solo ahuyentaría al enemigo. Gerard ya había volado a lomos de un dragón, pero nunca en una batalla, y a menudo se había preguntado por qué cualquier persona arriesgaría el cuello combatiendo en el aire cuando podía hacerlo sobre el sólido suelo. Ahora, al experimentar la euforia de una pasada en picado sobre las defensas de Sanction, comprendió que nunca podría volver al esfuerzo, al agobiante peso y al calor de una batalla en tierra.
Lanzó un grito solámnico de guerra y su Plateado y él cayeron en picado sobre los desventurados defensores, no porque creyera que iban a escucharlo sino por el simple gozo del vuelo y de la imagen del enemigo huyendo ante él dominado por el pánico. A su alrededor, por doquier, los otros caballeros gritaban también. Los elfos arqueros, sentados a lomos de los Dragones Dorados, disparaban las flechas contra el tropel de soldados que intentaban escapar de la reluciente muerte que volaba sobre ellos.
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