Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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En un ágil giro, los draconianos arremetieron contra los estupefactos caballeros oscuros que, sólo unos instantes antes, aclamaban su aparición como aliados.

Los draconianos dieron cuenta enseguida de los sorprendidos caballeros. La fuerza se derrumbó bajo el repentino ataque y se desintegró en un visto y no visto. Hecho el trabajo, los draconianos volvieron a colocarse en formación y marcharon en ordenadas filas hacia Sanction.

Gerard no entendía lo que pasaba. ¿Cómo era posible que los draconianos fueran aliados de solámnicos y elfos? Se preguntó si debería intentar frenar su avance o si debería permitirles entrar en la ciudad. El sentido común se decantaba por lo primero mientras que el corazón se inclinaba por la segunda opción.

La decisión dejó de estar en sus manos porque, un instante después, la ciudad de Sanction, las sinuosas filas de draconianos en marcha, las alas plateadas, la cabeza y la crin del dragón en el que montaba desaparecieron ante sus ojos.

Una vez más, experimentó el movimiento giratorio y el estómago revuelto al viajar por los corredores de la magia.

Gerard se encontró sentado en un duro banco de piedra bajo un cielo negro, mirando a la arena de un estadio que iluminaba una luz fría, blanca. A primera vista no existía una fuente de la que procediera esa luz, pero entonces, con un escalofrío, Gerard cayó en la cuenta de que emanaba de las incontables almas de los muertos que llenaban el estadio, de manera que daba la impresión de que el caballero, el estadio y todos los que estaban en él flotaban sobre un vasto y agitado océano de muertos.

Gerard miró a su alrededor y vio a Odila mirando fijamente, boquiabierta. Vio a lord Tasgall y a lord Ulrich sentados juntos, con lord Siegfried algo separado. Alhana Starbreeze ocupaba un asiento, al igual que Samar, ambos mirando en derredor con ira y desconcierto. Gilthas se hallaba presente con su esposa, La Leona, y Planchet.

Amigos y enemigos se encontraban allí. El capitán Samuval se sentaba en las gradas con aire consternado y perplejo. También estaban dos draconianos, uno un gran bozak que lucía una cadena dorada al cuello, y el otro un sivak vestido con el equipo completo para la batalla. El bozak se mostraba serio, y el sivak, inquieto. Más de uno de los que se hallaban allí había sido apartado a la fuerza de la lucha. Sus rostros, congestionados y ardorosos, manchados de sangre, miraban a todos lados con sorpresa y confusión. El cuerpo del hechicero Dalamar estaba presente, sentado en una grada, mirando al vacío.

Los muertos no hacían ruido, y tampoco los vivos. Gerard abrió la boca e intentó llamar a Odila, pero descubrió que no tenía voz. Una mano invisible le frenaba la lengua, lo sujetaba contra el asiento de manera que no podía moverse salvo hacia donde la mano lo guiaba. Sólo podía ver lo que se le permitía, nada más.

Se le ocurrió la idea de que estaba muerto, de que una flecha lo había alcanzado en la espalda, quizá, y que había sido llevado a aquel sitio donde se congregaban los muertos. El temor cedió. Notaba el latido de su corazón, el golpeteo de la sangre en sus oídos. Podía apretar los puños, clavarse las uñas en las palmas hasta hacerse daño. Podía rebullir en el asiento. Podía sentir terror, y supo que no estaba muerto. Era un prisionero llevado allí en contra de su voluntad por algún propósito que sólo llegaba a imaginar como algo terrible.

Silenciosos e inmóviles como los muertos, los vivos estaban obligados a contemplar la arena iluminada por la fantasmagórica luz.

La figura de un dragón apareció. Efímeras, insustanciales, cinco cabezas salían horriblemente de un único cuello. Alas inmensas formaban un dosel que cubría el estadio, borrando toda esperanza. La enorme cola se enroscaba en torno a todos los que se sentaban bajo la sombra espantosa de las alas. Diez ojos miraban en todas direcciones, atrás y adelante, viendo todos los corazones, buscando la oscuridad de su interior. Cinco bocas masticaban hambrientas al hallar esa oscuridad, alimentándose con ella.

Las cinco fauces se abrieron y lanzaron una llamada silenciosa que hendió los tímpanos de quienes escuchaban, que tuvieron que apretar los dientes para soportar el dolor y contener las lágrimas.

En respuesta a la llamada, apareció Mina en la arena.

Vestía la armadura negra de los Caballeros de Neraka, que no brillaba con la espeluznante luz sino que era una con la oscuridad de las alas del dragón. No llevaba yelmo y su semblante resaltaba fantasmagóricamente blanco. Sostenía en las manos una Dragonlance. Tras ella, casi perdido en las sombras, se hallaba el minotauro, fiel guardián a su espalda.

Mina contempló a la silenciosa multitud que ocupaba las gradas. Su mirada abarcaba tanto a vivos como a muertos.

—Soy Mina —anunció—. La elegida del Único.

Hizo una pausa, como si esperara vítores a los que tan acostumbrada estaba. Nadie habló, ni vivos ni muertos. Privados de la voz, observaban en silencio.

—Sabed esto —continuó, y su tono sonó frío, imperioso—. El Único es el único dios ahora y para siempre. No vendrán otros. Adoraréis al Único ahora y para siempre. Serviréis al Único ahora y para siempre, en la vida y en la muerte. Quienes sirvan lealmente serán recompensados. Los que se rebelen, serán castigados. En este día, el Único hace manifiesto su poder. En este día, el Único entra en el mundo en forma física y de ese modo une lo inmortal con lo mortal. Libre de moverse entre ambos mundos a voluntad, el Único regirá uno y otro.

Mina alzó la Dragonlance. Antaño una hermosa arma, la brillante lanza plateada relucía fría y lóbrega, su punta manchada de negro con sangre seca.

—Presento esto como prueba del poder del Único. En mi mano sostengo la legendaria Dragonlance. Antaño arma de los enemigos del Único, la Dragonlance se ha convertido en su arma. La hembra de dragón, Malystryx, murió merced a ella, murió por la voluntad del Único. El Único no teme a nada. Como muestra de ello, destruyo la Dragonlance.

Asió el arma con las dos manos y la golpeó contra su rodilla doblada. La lanza se partió en dos como si fuera un palo largo tiempo muerto y seco. Mina tiró los trozos por encima del hombro en un gesto despectivo, y cayeron sobre el suelo de la arena. Su luz plateada titiló breve, valientemente. Las cinco cabezas del dragón escupieron a las dos partes rotas. La luz perdió intensidad y se apagó.

Vivos y muertos observaron en silencio.

Galdar observaba en silencio.

Se encontraba detrás de Mina, guardándole la espalda, porque en alguna parte, en la oscuridad, merodeaba el extraño elfo, por no mencionar al despreciable Silvanoshei. El minotauro no temía gran cosa de este último, pero estaba decidido a que nadie le sobrepasara. Nadie importunaría a Mina en ese momento, su hora de triunfo.

«Será la única protagonista —se dijo Galdar para sus adentros—. Recibirá todos los honores. Es lo menos que Takhisis puede hacer por ella.» Se repitió lo mismo una y otra vez, pero el temor seguía corroyéndole.

Por primera vez, el minotauro presenciaba el verdadero poder de la Reina Oscura. Contempló con sobrecogimiento el estadio rebosante de personas, atrapadas en vida y llevadas allí a la fuerza para ser testigos de su victoriosa entrada en el reino mortal. Miró con temor reverencial su forma de dragón, cuya inmensa envergadura de alas borraba toda luz de esperanza y traía la noche eterna al mundo.

Comprendió que no la había tenido en cuenta y su alma cayó de hinojos ante ella. Era un esclavo rebelde que había cometido la necedad de intentar ir más allá de lo que le correspondía. Había aprendido la lección. Sería siempre un esclavo, incluso después de morir. Aceptaba su destino porque allí, en presencia de la todopoderosa Reina Oscura, se daba cuenta de que era lo que se merecía.

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