Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Pero Mina no. Mina no había nacido para ser esclava. Había nacido para dirigir. Había demostrado su valía, su lealtad. Había pasado a través de sangre y fuego sin demudarse, sin que su fe inquebrantable flaqueara lo más mínimo. Que Takhisis hiciera lo que quisiera con él, que devorara su alma. Mientras a Mina se la honrara y se la recompensara, él se sentiría satisfecho.

—Los enemigos del Único han sido derrotados —gritó Mina—. Sus armas, destruidas. Nadie puede impedir su entrada triunfal en el mundo.

La joven levantó las manos y sus ojos ambarinos se alzaron hacia el dragón.

—Majestad, siempre os he adorado, os he reverenciado. Puse mi vida a vuestro servicio y estoy dispuesta a cumplir ese compromiso. Por mi culpa perdisteis el cuerpo de Goldmoon, el cuerpo en el que habríais habitado. Os ofrezco el mío. Tomad mi vida. Utilizadme como vuestro receptáculo. ¡Ésta es la prueba de mi fe!

Galdar soltó una exclamación ahogada, horrorizado. Quería parar esa locura, quería detener a Mina, pero aunque bramó su protesta, sus palabras fueron un grito silencioso que nadie escuchó.

Las cinco cabezas contemplaron a Mina.

—Acepto tu sacrificio —dijo Takhisis.

Galdar se lanzó hacia adelante y permaneció inmóvil. Levantó el brazo, que no se movió. Sujeto por la oscuridad, sólo podía presenciar cómo todo cuanto había amado y honrado se destruía.

Unos nubarrones negros y pavorosos, surcados de relámpagos, se descolgaron de los Señores de la Muerte. Las nubes se arremolinaron en torno a la Reina Oscura ocultándola a la vista. Las nubes giraron y bulleron, levantando un ventarrón que azotó a Galdar con dolorosa fuerza haciéndolo arrodillarse.

La oración de Mina, su fe, abrió la puerta de la prisión.

Las nubes tormentosas se transformaron en un carro de guerra tirado por cinco dragones. En el carro, con las riendas en la mano, se encontraba Takhisis en su forma de mujer.

Era bellísima, su hermosura cruel y terrible a la vista. Su semblante era tan gélido como las vastas y heladas tierras yermas del sur, donde un hombre perecía en un instante, el aliento tornándose hielo en sus pulmones. Sus ojos eran las llamas de una pira funeraria. Sus uñas eran garras, y su pelo el largo y desgreñado cabello de un cadáver. Su armadura, fuego negro. Al costado llevaba una espada perpetuamente teñida de sangre, una espada utilizada para segar las almas de sus cuerpos.

Su carro de guerra notaba en el aire, sustentado por el aleteo de las alas de los cinco dragones. Takhisis bajó del carro a la arena del estadio. Caminaba sobre los relámpagos, las nubes tormentosas eran su capa, ondeando tras ella.

Takhisis se dirigió hacia Mina. Los cinco dragones alzaron las cabezas y entonaron un himno triunfal.

Galdar no podía moverse, no podía salvarla. El viento lo azotaba con tal fuerza que ni siquiera era capaz de levantar la cabeza. Gritó el nombre de Mina, pero el feroz ventarrón se llevó su voz y su llamada no se oyó.

Mina esbozó una trémula sonrisa.

—Mi reina —susurró.

Takhisis alargó hacia ella su mano como una terrible garra. Mina aguardó, estoica, sin inmutarse.

La Reina Oscura tendió la mano hacia el corazón de la joven para hacerlo suyo. Tendió la mano hacia su alma, para arrancarla de su cuerpo y arrojarla al olvido eterno. Buscó entrar en el cuerpo de Mina para llenarlo con su propia esencia inmortal.

Takhisis alargó su mano pero no pudo tocar a Mina.

La joven se quedó desconcertada, sobresaltada. Su cuerpo empezó a temblar. Alargó la mano hacia su reina, pero le fue imposible tocarla.

La mirada de Takhisis se tornó feroz. Sus ojos llameantes irradiaron la luz de su cólera por todo el estadio.

—¡Criatura desobediente! —bramó—. ¿Cómo osas oponerte a mi deseo?

—¡No me opongo! —jadeó, temblorosa, Mina—. Juro que no...

—No es ella la que se opone. Soy yo —dijo una voz.

El extraño elfo pasó junto a Galdar y lo dejó atrás.

El viento de la Reina Oscura sopló con furia alrededor del elfo y lo golpeó. Sus relámpagos se descargaron sobre él con intención de calcinarlo. Sus truenos retumbaron ensordecedores para aplastarlo. El elfo cayó derribado por los rayos, pero volvió a levantarse y continuó caminando. Impertérrito, sin temor, llegó ante la Reina de la Oscuridad.

—¡Paladine! ¡Mi querido hermano! —Takhisis escupió las palabras—. Así que has encontrado tu mundo perdido. —Se encogió de hombros—. Llegas demasiado tarde. No puedes detenerme. —Con aire divertido hizo un gesto hacia las gradas.

» Busca un sitio. Ponte cómodo. Me alegra que hayas venido. Así presenciarás mi triunfo.

—Te equivocas, hermana —contestó el elfo con vibrante voz plateada—. Podemos detenerte. Sabes que podemos. Está escrito en el libro. Todos estamos de acuerdo.

Las llamas de los ojos de la Reina Oscura temblaron. Los dedos de largas garras se crisparon. Por un instante la duda, la ansiedad, estropeó su belleza cristalina. Sólo durante un instante. Después sus dudas se disiparon y su belleza recobró todo su esplendor.

Sonrió.

—Tú no me harías eso, hermano —dijo, mirándolo con desdén—. El grande y poderoso Paladine jamás realizaría ese sacrificio.

—Me juzgas mal, hermana. Ya lo he hecho.

El elfo metió la mano en un saquillo que llevaba colgado al costado y sacó un pequeño cuchillo, una daga que antaño perteneció a un kender conocido suyo.

Paladine pasó la hoja sobre la palma de su mano.

La sangre manó de la herida y goteó sobre la arena del estadio.

—El equilibrio ha de mantenerse —dijo—. Soy mortal. Como tú.

Las nubes tormentosas, los dragones, los relámpagos, el carro de guerra, todo desapareció. El sol resplandeció intensamente en el cielo azul. Las gradas del estadio se quedaron vacías de repente, a excepción de los dioses.

Iban a someter a juicio la cuestión.

Cinco del lado de la luz: Mishakal, la dulce diosa de la curación; Kiri-Jolith, adorado por los Caballeros de Solamnia; Majere, amigo de Paladine, venido del Más Allá; Habbakuk, dios del mar; Branchala, cuya música tranquiliza el corazón.

Cinco ocupaban el lado de la oscuridad: Sargonnas, dios de la venganza, que se mostraba impasible ante la caída de su consorte; Morgion, dios de la enfermedad y la podedrumbre; Chemosh, señor de los muertos vivientes, encolerizado por la intrusión de Takhisis en lo que había sido su ámbito de competencia; Zeboim, que la culpaba por la muerte de su amado hijo, Ariakan; Hiddukel, al que sólo le importaba que el equilibrio de la balanza se mantuviera.

Entre unos y otros se encontraban seis más: Gilean, que sostenía el libro; Sirrion, dios del fuego; Shinare, dios del comercio; Reorx, el forjador del mundo; Chislev, diosa de la naturaleza y los bosques; Zivilyn, que de nuevo veía el pasado, el presente y el futuro.

Los tres hijos, Solinari, Nuitari y Lunitari, estaban juntos, como siempre.

Un lugar en el lado de la luz se hallaba vacío.

También en el lado de la oscuridad había uno vacío.

Takhisis los maldijo. Gritó de rabia, ahora con una voz, no con cinco, y era la voz de un ser mortal. El fuego de sus ojos, que antes abrasaba al propio sol, se redujo a la llama de una vela que podía apagarse de un soplo. El peso de la carne y los huesos la hizo bajar del éter. El palpito del corazón resonaba en sus oídos, cada latido como un anuncio de que algún día la rítmica pulsación se pararía y llegaría la muerte. Tenía que respirar o asfixiarse. Tenía que trabajar para inhalar aire una vez tras otra. Sentía los pinchazos del hambre que jamás había conocido y todos los demás dolores de su débil y frágil cuerpo. Ella, que había atravesado los cielos y vagado entre las estrellas, bajó la vista y miró con desprecio los dos pies con los que ahora tenía que caminar.

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