Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Sintió un leve roce en el hombro y alzó los ojos; vio a una diosa bellísima, radiante. Ella sonrió, pero en su gesto había un poso de tristeza y en sus ojos el arco iris de lágrimas contenidas.

—Llevaré al joven a su madre —se ofreció Mishakal.

—No presenció su muerte, ¿verdad? —preguntó Paladine.

—No, al menos se ahorró eso. Liberamos a todos los que Takhisis había traído aquí a la fuerza para que presenciaran su triunfo. Alhana no vio morir a su hijo.

—Dile que murió como un héroe —dijo quedamente Paladine.

—Lo haré, amado mío.

Un beso tan suave como una pluma rozó los labios del elfo.

—No estás solo —susurró Mishakal—. Siempre estaré contigo, esposo mío, alma mía.

Él deseaba fervientemente que fuera así, que pudiera serlo. Pero entre ellos se iba abriendo una brecha, una distancia que se ensanchaba más y más cada momento que pasaba. Ella se encontraba en la playa, y él luchaba para mantenerse a flote en el agua y cada ola lo arrastraba un poco más lejos.

—¿Qué ha pasado con los espíritus de los muertos? —preguntó.

—Son libres —contestó ella, y su voz sonó distante. La oía a duras penas—. Libres para seguir su viaje.

—Algún día me uniré a ellos, amor mío.

—Ese día te estaré esperando —prometió la diosa.

El cuerpo de Silvanoshei desapareció, transportado en una nube de luz plateada.

Paladine permaneció largo rato en la oscuridad, solo. Después se encaminó hacia la puerta del estadio, solo, y salió al mundo, solo.

Los hijos de los dioses, Nuitari, Lunitari y Solinari, entraron en el que antaño fuera Templo del Corazón. El cuerpo del hechicero Dalamar se encontraba sentado en un banco, mirando al vacío.

Los dioses de la magia se situaron delante del oscuro y abandonado altar.

—Que el hechicero, Raistlin Majere, se presente.

Raistlin emergió de la oscuridad y las ruinas del templo. El borde de su negra túnica de terciopelo esparció los fragmentos de ámbar que aún seguían tirados en el suelo, ya que no se había podido encontrar a nadie que se atreviera a tocar los restos malditos del sarcófago en el que el cuerpo de Goldmoon había estado aprisionado. Caminó sobre los añicos, triturando el ámbar bajo los pies.

Raistlin sostenía en los brazos un cuerpo envuelto en tela blanca.

—Tu espíritu ha sido liberado —anunció seriamente Solinari—. Tu gemelo te aguarda. Prometiste abandonar el mundo. Debes cumplir esa promesa.

—No tengo intención de quedarme aquí —contestó suavemente Raistlin—. Mi hermano me espera, al igual que mis antiguos compañeros.

—¿Te han perdonado?

—O los he perdonado yo —replicó en tono quedo el hechicero—. Es un asunto entre amigos que no os concierne. —Bajó la vista hacia el cuerpo que cargaba en los brazos—. Pero esto sí.

Soltó el cadáver de su sobrino a los pies de los dioses. Después se retiró la capucha y miró a los tres hermanos.

—Os pido un último favor —dijo—. Devolvedle la vida a Palin. Devolvedlo con su familia.

—¿Por qué habríamos de hacer tal cosa? —demandó Lunitari.

—Sus pasos se desviaron por la senda que antaño recorrí yo —contestó—. Vio su error al final, pero no pudo vivir para rectificarlo. Si le devolvéis la vida podrá desandar sus pasos y encontrar el camino a casa.

—Lo que tú no pudiste hacer —apuntó suavemente Lunitari.

—Lo que yo no pude hacer.

—¿Hermanos? —Lunitari se volvió hacia Solinari y Nuitari—. ¿Qué decís?

—Digo que hay otro asunto pendiente que resolver —manifestó Nuitari—. Que se presente el hechicero Dalamar.

El cuerpo del elfo seguía inmóvil en el banco, y el espíritu del hechicero, de pie, detrás del cuerpo. Dalamar se aproximó receloso, tenso, a los dioses.

—Nos traicionaste —acusó Nuitari.

—Tomaste partido por Takhisis —abundó Lunitari—, y casi perdimos la única oportunidad que teníamos de regresar al mundo.

—Traicionaste a nuestro fiel seguidor, Palin —añadió severamente Solinari—. Por orden suya, lo asesinaste.

Dalamar miró a los resplandecientes dioses de uno en uno, y cuando habló su voz sonó queda y amarga.

—¿Cómo podríais entenderlo? ¿Cómo podríais saber lo que se siente cuando se pierde todo?

—Quizá lo entendamos mejor de lo que imaginas —repuso Lunitari.

Dalamar guardó silencio, sin contestar nada.

—¿Qué se hace con él? —preguntó Lunitari—. ¿Se le devuelve la vida?

—A menos que me devolváis la magia, no os molestéis —intervino el elfo.

—Yo digo que no —dijo Solinari—. Utilizó a los muertos para realizar sus negras artes. No merece nuestra clemencia.

—Yo digo que sí —intervino fríamente Nuitari—. Si se devuelve la vida a Palin y se le ofrece la magia, hay que hacer lo mismo con Dalamar. El equilibrio debe mantenerse.

—¿Y tú que opinas, prima? —le pregunto Solinari a Lunitari.

—¿Aceptaréis mi decisión? —inquirió ella.

Solinari y Lunitari intercambiaron una mirada y después asintieron.

—Éste es mi dictamen. A Dalamar se le devolverá la vida y la magia, pero debe abandonar la Torre de la Alta Hechicería que antes ocupaba. De ahora en adelante tendrá prohibido el acceso a ella. Tiene que regresar al mundo de los vivos y abrirse camino en la vida entre ellos. A Palin Majere también se le devolverá la vida, y se le concederá la magia si él quiere. ¿Os parecen satisfactorias estas premisas a los dos, primos?

—Lo son para mí —dijo Nuitari.

—Y para mí —respondió Solinari.

—¿Lo son para ti, Dalamar? —inquirió Lunitari.

Dalamar tenía lo que deseaba y eso era lo único que le importaba. En cuanto al resto, volvería al mundo. Algún día, quizá, lo gobernaría.

—Lo son, señora —contestó.

—¿Son satisfactorias para ti, Raistlin Majere? —preguntó Lunitari.

Raistlin inclinó la encapuchada cabeza en un gesto de asentimiento.

—Entonces, ambas peticiones se conceden. Damos la vida y os concedemos el don de la magia.

—Gracias, señora y señores —dijo Dalamar, que volvió a inclinar la cabeza. Su mirada se detuvo un instante en Nuitari, que entendió perfectamente.

Raistlin se arrodilló junto al cuerpo de su sobrino y retiró la blanca mortaja. Los ojos de Palin se abrieron. Miró a su alrededor con conmocionada estupefacción, y entonces su mirada se detuvo en su tío. La impresión se acentuó.

—¡Tío! —exclamó. Se sentó e intentó alargar la mano para coger la de Raistlin. Sus dedos, de carne, hueso y sangre, atravesaron la mano de Raistlin, una mano etérea de muerto.

Palin observó fijamente la suya y la comprensión de que estaba vivo se abrió paso en su cerebro. Se miró ambas manos, tan parecidas a las de su tío, con los largos y delicados dedos, y vio que podía moverlos, que obedecían sus órdenes.

—Gracias —dijo mientras alzaba la cabeza hacia los radiantes dioses que lo rodeaban—. Y gracias a ti, tío. —Hizo una pausa y después añadió—. Hubo un tiempo en que pronosticaste que sería el mago más importante que había habido en Krynn. Sin embargo, no creo que eso se cumpla.

—Tenemos mucho que aprender, sobrino —contestó Raistlin—. Mucho que aprender sobre lo que es realmente importante. Adiós. Mi hermano y nuestros amigos me esperan. —Sonrió—. Tanis, como siempre, está impaciente por emprender la marcha.

Palin vio ante sí un río de espíritus, un río que fluía plácida, lentamente, entre las riberas de los vivos. La luz del sol se reflejaba en el río, la luz de las estrellas brillaba en sus insondables profundidades. Las almas de los muertos miraban al frente, a un mar cuyas olas lamían la orilla de la eternidad, un mar que los llevaría a todos hacia nuevos viajes. De pie en la ribera, esperando a su gemelo, estaba Caramon Majere.

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