La Leona apareció cabalgando, con el sol arrancando destellos en su dorado cabello de tal forma que parecía llamear. Gilthas también recordaría esa imagen en el futuro.
El joven rey sofrenó su montura sintiendo de repente que un intenso temor se apoderaba de su corazón. La conocía, sabía interpretar esa expresión sombría de su semblante. Su mujer pasó ante él sin detenerse, dirigiéndose hacia la cabeza de la columna. No le dijo nada, pero le dirigió una mirada mientras pasaba al galope, una mirada que lo indujo a taconear a su caballo y salir en pos de ella. Entonces reparó en que iba otra persona montada detrás de La Leona, una mujer vestida con la ropa verde moteada de los mensajeros silvanestis. Eso fue todo lo que Gilthas tuvo tiempo de ver antes de que la enloquecida galopada de su mujer las hiciera desaparecer tras un recodo de la estrecha senda.
Cabalgó en pos de ella, y los elfos se vieron obligados a apartarse en todas direcciones para que no los arrollara. Gilthas vislumbró miradas intensas y rostros preocupados. Algunas voces se alzaron para preguntar qué pasaba, pero las palabras quedaban rápidamente atrás sin que él respondiera. Cabalgó temerariamente, espoleado por el miedo.
Llegó a tiempo de ver a Alhana girar su caballo y mirar atónita a La Leona, que gritaba en su rudimentario silvanesti para que la reina se detuviera. La mensajera se deslizó de la grupa antes de que La Leona hubiera frenado del todo a su caballo, dio un paso y se desplomó en el suelo. La Leona desmontó y se arrodilló a su lado. Alhana se acercó presurosa, acompañada por Samar, y Gilthas se unió a ellos e hizo un gesto a Planchet, que marchaba a la cabeza de la columna con los comandantes silvanestis.
—Traed agua —ordenó Alhana.
La mensajera intentó hablar, pero La Leona no se lo permitió hasta que hubiese bebido algo. Gilthas estaba lo bastante cerca para ver que la mujer no estaba herida, como había temido, sino débil por el agotamiento y la deshidratación. Samar ofreció su propio odre y La Leona le dio de beber a la mujer a pequeños sorbos mientras le susurraba palabras de aliento. Tras tomar un par de tragos, la mensajera sacudió la cabeza.
—¡Dejadme hablar! —jadeó—. ¡Escuchadme, reina Alhana! La noticia que traigo es... espantosa...
Entre humanos, una multitud se habría apiñado alrededor de la mujer caída, aguzando los oídos, ansiosa por ver y escuchar cuanto pudiera. Los elfos eran más respetuosos. Suponían, por el alboroto y la prisa, que las noticias que traía esa mensajera seguramente eran malas, pero se mantuvieron apartados, esperando pacientemente que se les comunicara lo que querían saber.
—Silvanesti ha sido invadida —dijo la corredora, que hablaba con voz débil, aturdida—. Son incontables. Bajaron por el río en embarcaciones, incendiando y saqueando los pueblos pesqueros. Muchas embarcaciones. Nadie pudo detenerlos. Entraron en Silvanesti e incluso atemorizaron a los caballeros negros, entre los que hubo algunos que huyeron. Pero ahora son aliados...
—¿Ogros? —preguntó Alhana con incredulidad.
—Minotauros, majestad —dijo la mensajera—. Se han aliado con los caballeros negros. El número de nuestros enemigos es vasto como las hojas muertas en otoño.
Alhana lanzó una mirada ardiente a Gilthas, una mirada que traspasó carne y hueso y que le llegó al corazón.
«Tenías razón» —decían sus ojos—. Yo me equivoqué.»
La reina les dio la espalda, a todos ellos, y se alejó. Rechazó incluso a Samar, que hizo intención de seguirla.
—Dejadme —ordenó.
La Leona se inclinó sobre la mensajera y le dio más agua. Gilthas estaba paralizado, aturdido. No sentía nada. Las noticias eran demasiado graves para asimilarlas. Plantado allí, intentando encontrar sentido a aquello, advirtió que la mensajera tenía los pies magullados y le sangraban. Se le habían desgastado las botas y había corrido descalza los últimos kilómetros. Gilthas no podía sentir nada por su pueblo, pero el dolor de esa mujer y su heroísmo le arrancaron lágrimas. Furioso, parpadeó para contenerlas. No cedería al dolor, ahora no. Echó a andar en pos de Alhana, decidido a hablar con ella.
Samar vio acercarse a Gilthas e hizo un gesto como para interceptarlo, pero el joven rey le dirigió una mirada que dejaba claro que podía intentarlo, pero que no le sería nada fácil conseguirlo. Tras un instante de vacilación, Samar se apartó.
—Reina Alhana —dijo Gilthas.
Ella alzó la cabeza, dejando a la vista la cara surcada de lágrimas.
—Ahórrame tu regodeo —dijo en voz baja, rota por la pena.
—No es momento de hablar sobre quién tenía razón y quién estaba equivocado —adujo quedamente Gilthas—. Si nos hubiésemos quedado para poner cerco a Silvanost, como aconsejé yo, probablemente todos estaríamos muertos ahora o seríamos esclavos en el vientre de una galera. —Posó suavemente la mano en el brazo de la mujer y le impresionó notarla helada y temblorosa—. De todos modos, nuestro ejército sigue fuerte e intacto. Los ejércitos de nuestros enemigos tardarán algún tiempo en afianzarse. Podemos regresar y atacar, cogerlos por sorpresa...
—No —dijo Alhana. Se ciñó a sí misma con los brazos, apretó los dientes y, aunque sólo gracias a un gran esfuerzo de voluntad, se obligó a dejar de temblar—. No, seguiremos hacia Sanction. ¿No te das cuenta? Si ayudamos a los humanos a reconquistar Sanction, se sentirán en la obligación de liberar nuestra nación, de expulsar a los invasores.
—¿Y por qué iban a hacerlo? —inquirió secamente Gilthas—. ¿Qué razón podrían tener los humanos para morir por nosotros?
—¡Porque les ayudaremos a luchar por Sanction! —repuso Alhana.
—¿Haríamos tal cosa si vuestro hijo no estuviera prisionero tras las murallas de esa ciudad? —demandó Gilthas.
El color de la piel, de las mejillas, de los labios de Alhana era ceniciento. Sus oscuros ojos era lo único que parecía seguir vivos, y aun así estaban apagados.
—Los silvanestis marcharemos hacia Sanction —manifestó sin mirarlo, con la vista prendida en el sur, como si pudiese divisar su país perdido a través de las montañas—. Vosotros, los qualinestis, podéis hacer lo que queráis. —Se volvió y le dijo a Samar—. Convoca a los nuestros. He de hablar con ellos.
Después se alejó, muy erguida, con aire firme.
—¿Estás de acuerdo con eso? —preguntó Gilthas a Samar, que echó a andar tras la reina.
El elfo mayor le lanzó una mirada que podría haber sido una bofetada, y Gilthas comprendió que había cometido un error al preguntar. Alhana era la reina de Samar y su comandante. El elfo moriría antes que cuestionar cualquier decisión que ella tomara. Gilthas no recordaba haberse sentido jamás tan frustrado, tan impotente. Lo colmaba una ira abrasadora que no tenía válvula de escape.
—No tenemos nación —dijo mientras se volvía hacia Planchet—. Ninguna. Somos exiliados, un pueblo sin país. ¿Por qué no lo ve? ¿Por qué no lo entiende?
—Creo que sí lo entiende —repuso Planchet—. Para ella, atacar Sanction es la respuesta.
—La respuesta equivocada —afirmó Gilthas.
Los sanadores elfos habían acudido para atender a la mensajera y tratarle las heridas con hierbas y pociones; apartaron a La Leona, que se aproximó a ellos dos.
—¿Qué vamos a hacer?
—Marchar contra Sanction —respondió su esposo, sombrío—. ¿La mensajera tenía alguna noticia sobre los nuestros?
—Dijo que corrían rumores de que habían conseguido escapar de Silvanesti, de vuelta a las Praderas de Arenas.
—Donde no serán bien recibidos en absoluto. —Gilthas suspiró hondo—. El pueblo de las llanuras nos lo advirtió.
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