Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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El caballero experimentó exactamente la misma sensación con el ingenio de viajar en el tiempo, con la notable salvedad de que no lo tiró de bruces. Aunque tanto hubiera dado, ya que cuando sus pies tocaron finalmente la bendita hierba, Gerard no sabía si estaba cabeza arriba o cabeza abajo. Se tambaleó como un gnomo borracho, parpadeando, jadeando e intentando orientarse. Dando tumbos a su lado, el kender también parecía aturdido.

—Por muchas veces que lo haga —dijo Tasslehoff mientras se enjugaba el sudor de la frente con la sucia manga de la camisa—, nunca me acostumbro a ello.

—¿Dónde estamos? —demandó Gerard cuando el mundo dejó de dar vueltas.

—Deberíamos estar asistiendo a un Consejo de Caballeros —contestó Tas, dubitativo—. Ahí es a donde quería ir, y ésa es la idea que pensaba mi cabeza. Pero si estamos en el Consejo de Caballeros correcto, eso ya es otra cuestión. Quizá nos encontremos en el Consejo de Caballeros de la época de Huma, por lo que sé. El ingenio ha estado actuando de un modo muy extraño. —Sacudió la cabeza y mire en derredor—. ¿Te suena familiar algo?

Los dos habían sido depositados en un terreno densamente arbolado, al borde de un campo de avena recolectada hacía tiempo. A Gerard se le ocurrió la idea de que de nuevo estaba perdido, y esta vez ha bía sido culpa del kender. No albergaba la menor esperanza de que lo encontraran nunca, e iba a decirlo en voz alta cuando atisbo parte de un edificio grande que recordaba una fortaleza o una casa solariega Gerard estrechó los ojos en un intento de enfocar la bandera que ondeaba en las almenas.

—Parece el estandarte de lord Ulrich —dijo, estupefacto. Miró a su alrededor con más atención y le pareció reconocer el paisaje—. Podría ser el predio de Ulrich —comentó con cautela.

—¿Y es donde se supone que debíamos estar? —preguntó Tas.

—Es donde se celebró el Consejo de Caballeros la última vez que estuve aquí.

—Bien hecho —dijo Tasslehoff a la par que daba unas palmaditas al ingenio. Lo dejó caer dentro del saquillo descuidadamente y miró a Gerard expectante.

» Deberíamos darnos prisa —apuntó—. Están pasando cosas.

—Sí, lo sé, pero no podemos llegar diciendo que hemos caído del cielo, ¿sabes? —Alzó la vista con expresión inquieta.

—¿Por qué no? —Tas parecía desilusionado—. Es un detalle que hace interesante la historia.

—Porque nadie nos creería. Ni siquiera estoy seguro de creérmelo yo. —Meditó un poco sobre el asunto—. Diremos que venimos cabalgando desde Sanction, pero que mi caballo se hizo daño en una pata y hemos tenido que caminar. ¿Te has enterado?

—No es ni mucho menos tan interesante como lo de caer del cielo —dijo Tas—, pero si tú lo dices —se apresuró a añadir al ver que las cejas de Gerard se fruncían hasta juntarse en el centro de la frente.

» ¿Cómo se llama el caballo? —preguntó mientras echaban a andar a través del campo, haciendo crujir los resecos tallos al pisarlos.

—¿Qué caballo? —rezongó Gerard, absorto en sus pensamientos, que todavía le daban vueltas en la cabeza aunque él estuviera pisando suelo firme.

—El tuyo, el que se lastimó la pata.

—No tengo ningún caballo que se haya lastimado la pata... Ah, ése caballo. No tiene nombre.

—Pues debería tenerlo —comentó seriamente Tas—. Todos los caballos tienen nombre. Se le pondré yo, ¿vale?

—Vale —accedió Gerard en un momento de descuido, con la única intención de que el kender se callara para así intentar dilucidar el enigma del extraño mago y de la increíble casualidad de encontrar al kender justo en el sitio exacto y en el momento oportuno.

Una caminata de casi dos kilómetros los llevó a la casa solariega. Los caballeros la habían convertido en un campamento armado. La luz del sol arrancaba destellos en las moharras de las picas. El humo de las lumbres de cocinas y de forjas ensuciaba el cielo. La verde hierba estaba pisoteada por centenares de pies y salpicada de las vistosas tiendas a rayas de los caballeros. Estandartes que representaban predios desde Palanthas hasta Estwilde flameaban en el frío viento otoñal. El sonido del martilleo de metal contra metal resonaba en el aire. Los caballeros se preparaban para ir a la guerra.

Tras la caída de Solanthus, los caballeros habían hecho una llamada para defender su patria, y había sido contestada. Los caballeros y sus comitivas marchaban desde lugares tan lejanos como Ergoth del Sur. Algunos caballeros empobrecidos llegaban a pie, llevando consigo sólo su honor y el deseo de servir a su país. Caballeros acaudalados llevaban sus mesnadas y sus cofres llenos de monedas para contratar más.

—Vamos a ver a lord Tasgall, Caballero de la Rosa y cabeza del Consejo de Caballeros —dijo Gerard—. Cuida tu comportamiento, Burrfoot. Lord Tasgall no tolera tonterías.

—Poca gente lo hace —puntualizó tristemente Tas—. Realmente creo que el mundo sería mucho mejor si hubiera más gente que las tolerara. Ah, ya he pensado un nombre para tu caballo.

—¿Sí? —preguntó Gerard, distraído, sin prestar atención.

—Ricura — respondió Tasslehoff.

—Y éste es mi informe —siguió Gerard—. El Único tiene un nombre y una cara. Cinco caras. La reina Takhisis. Cómo se las ingenió para conseguir tal milagro, no lo sé.

—Yo sí —le interrumpió Tas, que se levantó de un brinco.

Gerard volvió a sentarlo de un empujón.

—Ahora no —repitió por cuadragésima vez, y siguió con el informe—. Nuestra antigua enemiga ha regresado. En los cielos está sola y sin oposición. En este mundo, sin embargo, hay quienes están dispuestos a dar la vida para derrotarla.

Gerard continuó explicando su encuentro con Samar, habló del compromiso del guerrero de que los elfos se aliarían con los caballeros para atacar Sanction.

Los tres lores se miraron entre sí. Había habido un enconado debate entre los mandos referente a si los caballeros deberían reconquistar Solanthus antes de marchar contra Sanction. Ahora, con las noticias traídas por Gerard, la decisión casi con toda seguridad sería lanzar un ataque en masa contra Sanction.

—Recibimos un comunicado manifestando que los elfos ya habían emprendido la marcha —dijo lord Tasgall—. El camino desde Silvanesti es largo y está sembrado de peligros...

—¡Van a atacar a los elfos! —Tasslehoff volvió a saltar de la silla.

—¡Recuerda lo que te dije sobre las tonterías! —advirtió seriamente Gerard, empujando de nuevo al kender para sentarlo.

—¿Tu amigo tiene algo que decir, sir Gerard? —preguntó lord Ulrich.

—Sí —repuso Tasslehoff mientras se ponía de pie.

—No —le contradijo Gerard—. Bueno, siempre tiene algo que decir, pero nada que sea menester oírlo.

—No tenemos garantías de que los elfos puedan llegar siquiera a Sanction —continuó lord Tasgall—, ni sabemos cuándo llegarán. Entretanto, según los informes que hemos recibido de Sanction, allí todo es confusión. Nuestros espías confirman el rumor de que Mina ha desaparecido y de que los caballeros negros están enzarzados en una lucha por el liderazgo. Si juzgamos por acontecimientos del pasado, aparecerá alguien para ocupar su lugar, si es que no ha ocurrido ya. No estarán sin jefe mucho tiempo.

—Al menos —intervino lord Ulrich—, no tenemos que preocuparnos de Malys. La tal Mina se las arregló para conseguir lo que ninguno de nosotros tuvo redaños para hacer. Combatió contra Malys y la derrotó. —Levantó la copa de plata—. Brindo por ella. ¡Por Mina! Por el valor.

Vació la copa de un ruidoso trago. Nadie más se unió al brindis; los demás parecían avergonzados. El oficial superior de la Rosa clavó una mirada severa en lord Ulrich, quien —por la rojez de sus mejillas y por el modo de arrastrar las palabras— ya había tomado demasiado vino.

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