Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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—Olvídalo. —El comandante suspiró—. Entrega el mensaje y acabemos de una vez.

—Mina ha sido informada de que habéis capturado kenders. Como sabréis, busca a un kender en particular.

—Burrfoot, lo sé —repuso el comandante—. Tengo unos cuarenta Burrfoot ahí fuera. Escoge el que quieras.

—Lo haré, con vuestro permiso, señor —contestó respetuosamente el mensajero—. Conozco a ese Burrfoot de vista. Puesto que el asunto de su captura es tan urgente, Mina me envía para que vea a vuestros prisioneros y lo localice entre ellos. Si está, he de llevarlo a Sanction de inmediato.

—¿Por casualidad no querrás llevarte a los cuarenta? —preguntó esperanzado el comandante.

El mensajero sacudió la cabeza.

—No, supongo que no —dijo el comandante, desilusionado—. De acuerdo, ve a buscar al maldito ladrón. —Entonces se le ocurrió algo—. Si lo encuentras, ¿qué se supone que he de hacer con el resto?

—No tengo órdenes sobre eso, señor, pero imagino que podríais soltarlos —contestó el mensajero.

—Soltarlos... —El comandante miró con atención al mensajero—. ¿Es sangre lo que tienes en la manga? ¿Estás herido?

—No, señor. Me atacaron unos bandidos en el camino.

—¿Dónde? Enviaré una patrulla.

—No es necesario que os molestéis, señor. Ya me ocupé de resolver el asunto.

—Entiendo —dijo el comandante, al que le pareció ver sangre también en la armadura de cuero. Se encogió de hombros. No era de su incumbencia—. Bien, ve a buscar a ese Burrfoot. Eh, tú. Escolta a este hombre de inmediato a la jaula donde tenemos a los kenders. Préstale toda la ayuda que necesite. —Alzó la jarra y añadió—. Brindo por tu éxito, caballero.

El mensajero le dio las gracias y se marchó.

El comandante pidió otra cerveza. Rumió qué hacer con los kenders. Se planteaba colocarlos a todos en fila y utilizarlos como blancos de prácticas cuando escuchó un alboroto en la puerta y vio entrar a otro mensajero.

Gimiendo para sus adentros, el comandante estaba a punto de decir a ese último incordio que fuera a asarse al Abismo, cuando el hombre se echó el sombrero hacia atrás y el comandante reconoció a unos de sus espías de más confianza. Le hizo un gesto para que se acercara.

—¿Qué noticias hay? —preguntó—. Habla en voz baja.

—¡Señor, vengo directamente de Sanction!

—He dicho que hables en voz baja. Nadie más tiene por qué enterarse de nuestros asuntos —gruñó el comandante.

—No importa, señor. Los rumores vienen pisándome los talones. Por la mañana todo el mundo lo sabrá. Malys ha muerto. Mina la mató.

Los numerosos hombres que ocupan el salón callaron de golpe, demasiado estupefactos para hablar, cada cual digiriendo la noticia y pensando qué influencia podría tener en él.

—Hay más —siguió el espía, llenando el vacío con su voz—. Se ha informado que Mina también ha muerto.

—Entonces ¿quién está al mando? —apremió el comandante mientras se ponía de pie, olvidada ya la cerveza.

—Nadie, señor. La ciudad es un caos.

—Bien, bien. —El comandante soltó una risita divertida—. Quizá Mina tenía razón y las plegarias sí son respondidas, después de todo. Caballeros —dijo, mirando a sus oficiales y al personal—. No habrá descanso para nosotros esta noche. Cabalgamos a Sanction.

«Una cosa conseguida. Falta la otra —pensó Gerard mientras seguía al ayudante del comandante—. Y no es precisamente la más fácil —se dijo, sombrío.»

Engañar a un comandante de los caballeros negros medio borracho había sido un juego de goblins comparado con lo que le esperaba: sacar a un kender de entre una horda de esos hombrecillos. Gerard esperaba que los caballeros negros, en su infinita sabiduría, hubiesen visto oportuno mantener amordazado al kender.

—Ya hemos llegado —dijo el ayudante levantando la linterna—. Los hemos enjaulado. Es más fácil.

Los kenders, apiñados como cachorros para darse calor, dormían. El aire nocturno era frío, y pocos de ellos tenían capas u otras prendas similares para protegerse del relente. Los que sí tenían las compartían con sus compañeros. Sus rostros estaban demacrados. Saltaba a la vista que el comandante no gastaba comida en ellos, y desde luego le importaba poco su comodidad.

Las argollas en muñecas y pies seguían puestas, y —Gerard soltó un suspiro de alivio— las mordazas también. Varios soldados montaban guardia. Gerard contó cinco, y sospechó que había más a los que no veía.

Al sentir la luz, los kenders alzaron la cabeza y parpadearon con aire adormilado, bostezando debajo de las mordazas.

—En pie, sabandijas —ordenó el caballero. Dos de los soldados entraron en la jaula para despabilar a los kenders a patadas—. Levantaos, poneos en fila y volveos hacia la luz. Este caballero quiere ver vuestras sucias caras.

Gerard localizó a Tasslehoff de inmediato. Estaba en el último tramo de la fila, bostezando, mirando en derredor y rascándose la cabeza con las manos sujetas por las argollas. Sin embargo, Gerard tenía que fingir que examinaba a cada kender, y lo hizo, aunque sin perder de vista a Tas en ningún momento.

«Parece viejo —se fijó de repente Gerard—. No me había dado cuenta de eso antes.»

El vistoso copete de Tas seguía siendo espeso y largo. No obstante, se advertían hebras grises aquí y allí, y la fuerte luz resaltaba las arrugas de la cara haciéndolas más profundas. Con todo, sus ojos eran brillantes, su porte, vivaz, y observaba los procedimientos con su interés y su curiosidad habituales.

Gerard recorrió la hilera de kenders, obligándose a hacerlo despacio. Llevaba puesto el casco de cuero tapándole la cara por miedo a que Tas soltara un grito de alegría al reconocerlo. Sin embargo, su argucia no resultó, ya que Tasslehoff clavó la inquisitiva mirada en las aberturas del casco para los ojos, vio el intenso azul de los iris de Gerard y la expresión de alegría inundó su rostro. No podía hablar debido a la mordaza, pero se retorció en un expresivo gesto de placer.

Gerard se detuvo frente a Tas y lo miró duramente; para su consternación, el kender le guiñó un ojo y sonrió tanto como la mordaza se lo permitía. Gerard lo agarró por el copete y le dio un buen tirón.

—No me conoces —siseó bajo el casco de cuero.

—Claroqueno —farfulló Tas, que añadió con entusiasmo—. Mequedétan soprendidodeverte dóndehasestado...

Gerard se irguió.

—Éste es —dijo en voz alta al tiempo que daba otro buen tirón del copete.

—¿Éste? ¿Estás seguro? —El ayudante parecía sorprendido.

—Completamente. Tu comandante ha hecho un excelente trabajo. Puedes estar seguro de que Mina se sentirá muy complacida. Suéltalo y ponlo bajo mi custodia. Me hago responsable de él.

—No sé si... —empezó, dubitativo, el ayudante.

—Tu comandante dijo que se me entregara si lo encontraba —le recordó Gerard—. Bien, lo he encontrado. Ahora, suéltalo.

—Creo que iré a buscar al comandante —dijo el oficial.

—De acuerdo, si quieres importunarle. A mí me dio la impresión de que estaba bastante relajado —insinuó Gerard mientras se encogía de hombros.

Su estratagema no funcionó. El ayudante era del tipo leal y dedicado que no cagaría sin pedir permiso antes. El oficial se marchó y Gerard se quedó en la jaula con los kenders preguntándose qué hacer.

—Se me ha ido la mano en esto —rezongó—. El comandante podría decidir que el kender es tan valioso que prefiere llevarlo él para reclamar la recompensa. ¡Maldita sea! ¿Por qué no pensé en eso?

Entretanto, Tasslehoff se las había ingeniado para quitarse la mordaza, soltándola con tanta facilidad que Gerard sólo pudo llegar a la conclusión de que la había tenido puesta por la novedad.

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