Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Gerard miró a su espalda. La única persona que había en la posada era un mago, o al menos es lo que dedujo Gerard, ya que iba vestido con ropajes de un tono entre pardusco y rojizo —del color de la sangre seca— y una capa negra con capucha. El mago se hallaba sentado en un rincón, lo más cerca posible del fuego de la gran chimenea de piedra. Estaba enfermo, o eso creyó Gerard, ya que tosía con frecuencia, y lo hacía de un modo que parecía que echaría los pulmones por la boca. Gerard se había fijado en él cuando entró, pero al tratarse de un mago no había entablado conversación con el otro viajero.

El caballero no había creído hablar tan alto como para que le oyera desde el lado opuesto de la habitación, pero al parecer lo que le faltaba a la posada en comodidades lo suplía con una buena acústica.

Podía hacer un comentario cortés o fingir que no lo había oído. Se decidió por la segunda opción. No estaba de humor para la camaradería, sobre todo con alguien que parecía encontrarse en las últimas etapas de la tisis. Se volvió de nuevo hacia la ventana para seguir mirando a través del cristal.

—Ella controla el sol —dijo el mago. Tenía una voz débil, una especie de susurro que a Gerard le resultó extrañamente persuasivo—. Aunque ya no tiene poder sobre la luna. —Soltó lo que parecía una risita que cortó otro acceso de tos—. Y pronto gobernará las estrellas si no se le impide.

La conversación había tomado un giro inquietante, y Gerard se volvió hacia el mago.

—¿Me hablas a mí, señor?

El mago abrió la boca, pero le sobrevino otro golpe de tos. Se llevó el pañuelo a los labios e inhaló con dificultad.

—No —repuso con voz rasposa, irritado—. Hablo por el placer de escupir sangre. Hablar me cuesta demasiado para malgastar el aliento sin necesidad.

Su rostro quedaba oculto en las sombras de la capucha. Gerard miró en derredor. La criada había vuelto a la cocina llena de humo, y el mago y él eran los únicos que había en el comedor. El caballero se acercó, decidido a ver la cara del otro hombre.

—Me refiero, por supuesto, a Takhisis —continuó el mago. Rebuscó en el bolsillo de la túnica, sacó una bolsita de tela y la puso sobre el templado anaquel que había junto al hogar. Un olor penetrante y acre llenó la habitación.

—¡Takhisis! —Gerard se había quedado estupefacto—. ¿Cómo lo sabes? —inquirió en voz baja mientras se acercaba al mago.

—La conozco de antaño —contestó el mago con su voz susurrante, suave como el terciopelo—. Desde hace muchísimo tiempo, realmente. —Volvió a toser brevemente y señaló con un gesto de la mano—. Coge el cazo y echa un poco de agua caliente en esa taza.

Gerard no se movió. Se había quedado mirando la mano de hito en hito. La piel tenía un matiz dorado y brillaba con la luz del fuego como las escamas de los peces.

—¿Estás sordo, además de atontado, señor caballero? —demandó el hechicero.

Gerard frunció el ceño; no le gustaba que lo insultaran ni que le dieran órdenes, sobre todo un desconocido. Se sintió tentado de despedirse fríamente de ese mago y salir del comedor, pero la conversación le interesaba. Siempre podía marcharse después.

Cogió el cazo con unas tenazas y vertió el agua caliente en la taza. El mago echó los ingredientes de la bolsita. El olor de la infusión era nauseabundo y Gerard arrugó la nariz en un gesto de asco. El mago dejó reposar la infusión y esperó a que se enfriara antes de tomársela.

Gerard cogió una silla y la acercó.

—¿Sabes dónde estamos? Llevo cabalgando muchos días sin ver el sol ni las estrellas para guiarme. A todos los que he preguntado me dan direcciones distintas. El posadero me dijo que esta calzada lleva a Palanthas. ¿Es eso verdad?

El mago sorbió un poco de infusión antes de contestar. Mantenía echada la capucha, de manera que la cara seguía oculta en las sombras. Gerard tuvo la impresión de distinguir unos ojos brillantes, de intensa mirada, con algo extraño en ellos, aunque no supo discernir qué.

—Dice la verdad hasta cierto punto —dijo el hechicero—. La calzada lleva a Palanthas... finalmente. Puede decirse que todas las que se extienden en dirección este van a Palanthas... finalmente. Lo que debe preocuparte más ahora es que primero lleva a Jelek.

—¡A Jelek! —exclamó Gerard. Jelek, el cuartel general de los caballeros negros. Al caer en la cuenta de que su reacción alarmada podría delatarlo, intentó disimular encogiéndose de hombros—. Así que conduce a Jelek. ¿Por qué tenía que preocuparme eso?

—Porque en este momento veinte caballeros negros y unos cuantos cientos de soldados de infantería están acampados a las afueras de Tyburn. Marchan hacia Sanction, obedeciendo la llamada de Mina.

—Qué acampen donde quieran —dijo fríamente Gerard—. No tengo nada que temer de ellos.

—Cuando te encuentren aquí te arrestarán —apuntó el mago mientras seguía bebiendo a sorbos la infusión.

—¿Arrestarme? ¿Por qué?

El mago levantó la cabeza y lo miró fijamente. Gerard tuvo de nuevo la impresión de que había algo raro en los ojos del hombre.

—¿Que por qué? Porque si llevaras estampadas en oro las palabras «Caballero de Solamnia» en la frente no sería más obvia tu condición.

—Tonterías —rió Gerard—. Sólo soy un mercader que viaja...

—Un mercader sin productos que vender. Un mercader con aire militar y el pelo muy corto. Un mercader que lleva espada al estilo de un soldado, que marca el paso al andar y monta un caballo de guerra entrenado. —El mago resopló con desdén—. No engañarías ni a una niña de seis años.

Volvió a tomar un poco de infusión.

—Aun así, ¿por qué iban a venir aquí? —inquirió Gerard en tono despreocupado aunque su nerviosismo crecía por momentos.

—El posadero te reconoció como un caballero solámnico en el momento que te vio. —El hechicero acabó la infusión y dejó la taza vacía en el estante junto al fuego. La tos se le había calmado de forma notable—. ¿Has reparado en el silencio de la cocina? Los caballeros negros frecuentan este lugar. El posadero está en su nómina. Se marchó para informarles de tu presencia aquí. Obtendrá una buena recompensa por entregarte.

Gerard miró con inquietud hacia la cocina, de donde, curiosamente, no llegaba ningún sonido. Llamó en voz alta al posadero.

No hubo respuesta.

El caballero cruzó la habitación y abrió bruscamente la puerta de madera que conducía a la cocina. Sobresaltó a la criada, que confirmó sus temores al soltar un chillido y salir corriendo por la puerta trasera.

Gerard regresó a la sala.

—Tienes razón —admitió—. El bastardo se ha ido y la doncella gritó como si fuera a rebanarle el pescuezo. Será mejor que me marche. —Tendió la mano al mago—. Quiero darte las gracias. Lo siento, pero no te pregunté cómo te llamas ni te dije mi nombre...

El hechicero hizo caso omiso de la mano tendida. Cogió el bastón de madera que estaba apoyado contra la chimenea y lo usó para apoyarse en él mientras se ponía de pie.

—Ven conmigo —ordenó.

—Gracias por avisarme, pero he de partir de inmediato... —empezó Gerard en tono firme.

—No escaparás —le interrumpió el mago—. Están demasiado cerca. Partieron con el alba y llegarán aquí dentro de unos minutos. Sólo tienes una salida. Ven conmigo.

Se apoyó en el bastón, que estaba decorado con una garra de dragón dorada que asía una bola de cristal, y se encaminó hacia la escalera que subía al primer piso. Sus movimientos eran rápidos y fluidos, desmintiendo su frágil apariencia. La túnica, sin ninguna característica distintiva, rozaba sus tobillos con un suave susurro. Gerard vaciló un instante y volvió la vista hacia la ventana. La calzada estaba desierta, no se escuchaban sonidos de un ejército, ni tambores, ni ruido de hombres al paso.

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