Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Si la diosa lo había utilizado, era porque Takhisis había mirado profundamente en los ojos de su alma y había visto un guiño cómplice.

37

Los muertos y los moribundos

Las fuerzas de Filo Agudo fallaron cuando todavía estaban en el aire. Le era imposible seguir batiendo las alas y empezó a descender en un descontrolado picado. Galdar contempló la aterradora imagen de altas e irregulares rocas de puntas afiladas. Filo Agudo se estrelló de cabeza en un pequeño pinar.

Durante un instante pavoroso, lo único que vio Galdar fue un manchón de rocas anaranjadas y árboles verdes, escamas azules y sangre roja. Apretó fuertemente los párpados y se asió al dragón con toda la fortaleza de su corpachón, enterrando la cabeza en el cuello del reptil. En medio de brutales zarándeos y sacudidas, escuchó los crujidos y chasquidos de ramas y huesos, olió y saboreó el ácido aroma de las agujas de pino y el efluvio con un matiz a hierro de la sangre fresca. Una rama lo golpeó en la cabeza y a punto estuvo de arrancarle un cuerno. Otra lo golpeó en el hombro y en la espalda. Las ramas rotas abrieron cortes en sus piernas y brazos.

De repente, se frenaron con violencia.

Galdar dejó pasar unos largos instantes sin hacer nada excepto jadear mientras se maravillaba de seguir vivo. Le dolía todo el cuerpo. No tenía ni idea de si estaba herido gravemente o no. Se movió con mucho cuidado. Al no sentir ningún dolor intenso llegó a la conclusión de que no tenía huesos rotos. Le salía sangre de la nariz, los oídos le zumbaban y la cabeza le dolía terriblemente. Sintió a Filo Agudo soltar un suspiro estremecido.

La cabeza y la parte superior del cuerpo destrozado del dragón descansaba en los pinos que se habían roto bajo su peso. Galdar se desenredó de la maraña de ramas rotas y retorcidas y se bajó de la espalda del Azul. En su aturdimiento, le dio la impresión de que Filo Agudo descansaba en una cuna de ramas de pino. La mitad inferior del dragón —las alas rotas y la cola— quedaran extendidas tras él, sobre las piedras, dejando un rastro de sangre.

Galdar miró en derredor buscando el cadáver de Malys. Lo vio a cierta distancia. Su cuerpo era fácil de localizar. En la muerte, había construido una última montaña: un reluciente y rojo cerro de carne sangrante. El humo y las llamas atrajeron su mirada. El fuego consumía al dragón muerto y empezaba a extenderse por la maleza del pinar. Más abajo, en el valle, se encontraba Sanction, pero no alcanzaba a divisar la ciudad, ya que se interponían unos nubarrones tormentosos. En el punto donde él se encontraba el sol brillaba radiante, tanto que parecía haber eclipsado al Nuevo Ojo, puesto que no lo veía en el cielo.

No perdió tiempo en buscarlo. Su inquietud principal era Mina. Estaba loco de preocupación por ella y lo único que quería era salir en su busca de inmediato. Pero le debía la vida al gesto heroico del Dragón Azul, y lo menos que podía hacer por él era quedarse a su lado. Nadie, ya fuera minotauro o dragón, debería morir solo.

Filo Agudo seguía vivo, aún respiraba, pero eran jadeos dolorosos y superficiales. Le manaba sangre por la boca y sus ojos empezaban a tornarse vidriosos, pero se iluminaron al ver a Galdar.

—¿Está...? —El Dragón Azul se atragantó con su propia sangre y no pudo continuar.

—Malys ha muerto —dijo Galdar con voz profunda y retumbante—. Gracias por esta batalla. Una victoria gloriosa que se recordará largo tiempo. Mueres como un héroe. Honraré tu memoria, como lo harán mis hijos y los hijos de mis hijos y los hijos de sus hijos.

Galdar no tenía hijos ni era probable que los tuviera nunca. Sus palabras eran un antiguo tributo dado a un guerrero que había combatido valientemente y moría con honor. Con todo, las palabras le salieron a Galdar del corazón, pues ni siquiera podía imaginar qué terrible agonía eran esos últimos momentos para el dragón moribundo. Filo Agudo se estremeció de nuevo y su cuerpo quedó fláccido.

—Cumplí con mi deber —susurró, y murió.

Galdar alzó la cabeza y lanzó un bramido de dolor que retumbó en las montañas, un último y adecuado tributo. Hecho esto, quedó libre finalmente para seguir el impulso de su angustiado corazón: descubrir qué le había ocurrido a Mina.

«No debería estar preocupado —se dijo—. He visto a Mina sobrevivir al envenenamiento, emerger sana y salva de su propia pira funeraria llameante. El Único la ama. La ama como quizá no ha amado nunca a un mortal. Takhisis protegerá a su elegida, la amparará.»

Galdar se repitió lo mismo una y otra vez, pero a pesar de todo seguía preocupado.

Recorrió con la mirada las puntiagudas rocas que rodeaban el cuerpo del dragón. Había trozos de carne ensangrentados esparcidos por una amplia zona, y las piedras estaban resbaladizas por los restos. Esperaba ver a Mina dirigiéndose hacia él a buen paso, con aquel brillo de exaltación en los ojos. Pero nada se movía en el saliente rocoso donde el dragón había caído. Las aves habían huido al llegar la Roja, y los animales terrestres habían buscado refugio bajo el suelo. Todo era silencio excepto el feroz viento que aullaba entre las rocas con un sonido fantasmagórico y sibilante.

Lo abrupto del terreno ya hacía difícil avanzar por él sin la complicación añadida de la sangre y la grasa. El minotauro trepaba despacio, sobre todo cuando cada movimiento despertaba el dolor de alguna herida recién descubierta. Galdar encontró su pica; el arma estaba cubierta de sangre y la punta de metal se había roto. El minotauro se alegró de recuperarla. Se la entregaría a Mina como un recuerdo.

Por mucho que buscó, no dio con la joven. La llamó una y otra vez a voz en cuello, y su nombre lo devolvió el eco multiplicado por cien, alejándose por las laderas de las montañas, pero no obtuvo respuesta. Al apagarse los ecos sólo quedaba el silencio. Tras trepar y salvar el amasijo de rocas, Galdar llegó finalmente al lugar donde se encontraba el cadáver de Malys.

El minotauro no sintió nada al contemplar los destrozados restos de la gigantesca hembra Roja, ni júbilo, ni triunfo; nada salvo agotamiento, congoja, y cierta sorpresa de que cualquiera de ellos hubiera salido vivo de la confrontación.

«Quizá Mina no lo ha conseguido», dijo una voz en su interior, una voz que le hizo estremecer de la cabeza a los pies.

—¡Mina! —la llamó de nuevo y, en respuesta, escuchó un gemido.

El flanco de escamas rojas y manchado de sangre se movió.

Alarmado, Galdar enarboló la pica rota. Miró intensamente la cabeza del dragón, que yacía de lado sobre las piedras, de manera que sólo se veía uno de los ojos. Ese ojo contemplaba fijamente, sin ver, el cielo. El cuello estaba torcido y roto. Malys no podía estar viva.

El gemido se repitió y una débil voz lo llamó.

—Galdar.

Con un grito de alegría, el minotauro arrojó lejos la pica y se acercó al cadáver del reptil. Debajo del vientre del dragón vio una mano cubierta de sangre que se movía débilmente. El dragón había caído sobre Mina, inmovilizándola.

Galdar apoyó el hombro contra la masa ensangrentada que se enfriaba rápidamente y empujó. El cadáver de la Roja pesaba varios cientos de toneladas, y sus esfuerzos tuvieron el mismo resultado que si hubiera intentado mover una montaña.

Ahora estaba muerto de preocupación, ya que la voz de Mina sonaba muy débil. Puso las manos en el vientre desgarrado del reptil y tiró hacia arriba. Las entrañas se desparramaron emanando un espantoso hedor.

Galdar sufrió arcadas y procuró contener la respiración.

—Casi no puedo levantar esto, Mina —le dijo a la joven—. Tienes que salir arrastrándote. Y date prisa. No podré sujetarlo mucho tiempo.

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