Oyó algo en respuesta, pero no lo entendió debido a que la voz de la joven sonaba amortiguada. Apretó los dientes, dobló las rodillas y, aspirando profundamente, tiró hacia arriba con todas sus fuerzas al tiempo que soltaba un gruñido. Escuchó un ruido como si alguien escarbara la tierra, un doloroso jadeo y un grito ahogado. Los músculos le dolían y le ardían; los brazos empezaron a temblarle. No podía aguantar más tiempo. Lanzó un grito de advertencia, dejó caer la masa de carne, y se irguió respirando a bocanadas en medio de los pútridos restos. Bajó la vista y se encontró con Mina tendida a sus pies.
A Galdar le vino a la cabeza aquella vez que Mina lo había invitado a presenciar un nacimiento. El minotauro no quería estar allí, pero la joven había insistido y, por supuesto, él obedeció. Al mirarla ahora, Galdar recordó vividamente al minúsculo bebé, tan frágil y débil, cubierto de sangre. Se arrodilló junto a la joven.
—Mina —musitó, impotente, temeroso de tocarla—. ¿Dónde te duele? No distingo si es sangre tuya o del dragón.
Sus ojos se abrieron. El color ámbar estaba inyectado en sangre. Mina alargó la mano y asió el brazo del minotauro. El movimiento le ocasionó un gran dolor. Jadeó, estremecida, pero no lo soltó.
—Reza al Único, Galdar —dijo con apenas un hilo de voz—. He hecho algo... que no ha sido de su agrado... Pídele... que perdone mi...
Cerró los ojos y su cabeza cayó de lado. La mano resbaló del brazo del minotauro. Con el corazón en un puño por el miedo, Galdar posó los dedos en el cuello de la joven para encontrar el pulso. Al notar el palpito, soltó un suspiro de alivio.
Levantó a Mina en brazos. Era tan ligera como recordaba del bebé recién nacido.
—¡Tú, grandísima zorra! —gruñó. Y no se refería a la hembra de dragón muerta.
El minotauro encontró una pequeña cueva, seca y acogedora. Era tan reducida que Galdar no podía ponerse de pie completamente, viéndose obligado a agacharse cuando entró. Tendió a Mina con todo cuidado. La joven no había recobrado el conocimiento, y aunque eso le asustaba, Galdar se dijo que era lo mejor que podía pasarle, ya que en caso contrario no habría soportado el dolor.
Una vez dentro de la cueva, tuvo tiempo para examinarla. Le quitó la armadura y la arrojó a un lado. Las heridas sufridas eran terribles. El extremo del hueso de la pierna asomaba entre la carne, que estaba ensangrentada, purpúrea y grotescamente hinchada. Un brazo ya no tenía aspecto de tal, sino que parecía un despojo del mostrador de un carnicero. Respiraba de forma irregular; cada inhalación era un esfuerzo penoso, y más de una vez Galdar temió que la muchacha no tuviera fuerzas para volver a coger aire. Tenía la piel ardiendo, y temblaba con el frío que precede a la muerte.
Galdar había olvidado sus propias heridas. Cada vez que hacía un movimiento repentino y un intenso dolor se las recordaba, se sorprendía y se preguntaba distraídamente a qué se debía. Sólo vivía para Mina, sólo pensaba en ella. Encontró un pequeño arroyo a poca distancia de la cueva, aclaró su yelmo, lo lleno de agua y lo llevó de vuelta al refugio.
Le lavó la cara y humedeció sus labios con el fresco líquido, pero Mina no bebió. El agua resbaló por su barbilla cubierta de sangre. A esa altura de la rocosa ladera no hallaría hierbas para calmarle el dolor o bajarle la fiebre. No tenía vendajes. Tenía ciertos conocimientos superficiales para tratar heridas en el campo de batalla, pero eso no era suficiente. Tendría que amputar la pierna partida, pero se sentía incapaz de hacerlo. Sabía lo que significaba para un guerrero quedar lisiado de por vida.
Mejor que muriera. Que muriera en un momento de gloria con la derrota del dragón. Como una guerrera victoriosa sobre su enemiga. Iba a morir. Él no podía hacer nada para salvarla, sólo ver cómo la vida la abandonaba poco a poco. Sólo le quedaba permanecer a su lado para que no muriera sola.
La oscuridad fue apoderándose de la cueva. Galdar encendió fuego en la entrada para mantenerla caliente. No volvió a salir de allí. Mina deliraba, estaba febril, murmuraba palabras incoherentes, gritaba, gemía. El minotauro no soportaba verla sufrir y, en más de una ocasión, llevó la mano a la daga para poner rápidamente fin a aquello, pero se contuvo. Aún podía recobrar la conciencia y quería que supiera, antes de morir, que moría como una heroína y que siempre la querría y la honraría.
La respiración de la joven se volvió más irregular, pero siguió debatiéndose. Luchaba por vivir con gran empeño. A veces abría los ojos y Galdar veía el terrible dolor reflejado en ellos y se le partía el alma. Después los párpados se cerraban sin que Mina hubiese dado ninguna señal de reconocerlo, y la lucha continuaba.
Galdar alargó la mano y enjugó el sudor frío de la frente de la joven.
—Déjalo ya, Mina —le dijo mientras las lágrimas humedecían sus ojos—. Derrotaste a tu enemigo, el dragón más grande y poderoso que jamás habitó Krynn. Todas las naciones y pueblos te honrarán. Entonarán cantos de tu victoria a lo largo de eras. Tu tumba será la mejor que se haya construido en Ansalon. La gente viajará desde todos los rincones del mundo para rendirte homenaje. Pondré la Dragonlance a tu lado y la monstruosa calavera del dragón a tus pies.
Lo veía con absoluta claridad. El relato de su valor conmovería los corazones de quienes lo oyeran. Hombres y mujeres jóvenes acudirían a su tumba para dedicar sus vidas al servicio de la humanidad, ya fuera como guerreros o como sanadores. Caería en el olvido que había caminado en el lado de la oscuridad. Con su muerte se redimía.
Sin embargo, Mina siguió luchando. Su cuerpo se retorcía y se sacudía. Los gritos la habían hecho enronquecen Galdar no podía soportarlo.
—Déjala ir —rezó sin pensar lo que hacía o decía, su mente volcada en la joven—. ¡Has acabado con ella! ¡Déjala ir!
—Así que es aquí donde la escondes —dijo una voz.
Galdar desenvainó la daga, giró sobre sí mismo y salió de la cueva en un solo movimiento. El fuego lo privaba de su visión nocturna. Más allá de las chisporroteantes llamas, todo era oscuridad. Era un blanco perfecto, plantado allí a la luz de la hoguera, y se desplazó con rapidez. Sin alejarse. Nunca abandonaría a Mina, y que hicieran lo que quisieran con él.
Parpadeó en un intento de traspasar las sombras. No había oído el ruido de pisadas ni el sonido metálico de una armadura ni el golpeteo vibrante del acero. Quienquiera que fuera se había acercado sigilosamente, y ello no presagiaba nada bueno. Se aseguró de sostener el arma de manera que no reflejara la luz.
—Se está muriendo —dijo a quienquiera que estuviera allí—. No le queda mucho tiempo de vida. Respeta su muerte y permíteme que me quede con ella hasta el final. Sea lo que sea lo que haya entre tú y yo, podemos arreglarlo después. Te doy mi palabra.
—Tienes razón, Galdar —repuso la voz—. Haya lo que haya entre nosotros, lo arreglaremos más adelante. Te di un gran don, y tú me lo pagaste con tu traición.
El minotauro sintió la garganta constreñida. La daga se deslizó de su laxa mano derecha y cayó en la roca, a sus pies, con un repiqueteo metálico. Una mujer se hallaba en la boca de la cueva. Su figura tapaba la luz de la lumbre, ocultaba la luz de las estrellas. No podía verle la cara con sus ojos mortales porque aún no había entrado en el mundo en su forma física, pero la veía con los ojos de su alma. Era hermosa, la más hermosa que había visto en su vida. Sin embargo, esa belleza no lo conmovía porque era fría y cortante como una guadaña. Ella le dio la espalda y caminó hacia la entrada de la cueva.
Con un esfuerzo ímprobo, el minotauro consiguió que sus piernas temblorosas se movieran. No se atrevió a mirar aquel rostro, no osó buscar aquellos ojos que reflejaban eternidad. No tenía ningún arma con que combatirla, porque no existía tal arma en este mundo. Sólo contaba con su amor por Mina, y quizá fue eso lo que le dio coraje para interponer su cuerpo entre la reina Takhisis y la boca de la cueva.
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