Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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—No entrarás —dijo, como si le arrancaran las palabras a la fuerza—. ¡Déjala en paz! ¡Libérala! Hizo lo que querías y lo hizo sin tu ayuda. La abandonaste. Déjalo así.

—Merece ser castigada —replicó Takhisis con frío desdén—. Debió comprender que el hechicero Palin era traicionero, que planeaba en secreto destruirme. Casi lo consiguió. Pero destruyó el tótem y destruyó el cuerpo mortal que había elegido como mi residencia mientras estuviera en el mundo. Por la negligencia de Mina faltó poco para que perdiera todo por lo que he trabajado. ¡Merece el castigo! ¡Merece la muerte o algo peor! Aun así... —La voz de Takhisis se suavizó—. Seré clemente. Seré generosa.

A Galdar casi se le había parado el corazón de miedo. Jadeaba y temblaba, pero no se movió.

—La necesitas —dijo duramente—. Ésa es la única razón de que la salves. —Sacudió la astada cabeza—. Ahora está en paz, o lo estará pronto. No dejaré que la tengas.

Takhisis se acerco más.

—Si no te he matado, minotauro, es por un motivo. Mina me lo pidió. Incluso en este momento, cuando su espíritu empieza a apartarse de su envoltorio de carne, me suplica que sea clemente contigo. Le concederé ese capricho, por ahora. Sin embargo, llegará el día en que se dé cuenta de que ya no te necesita, y entonces arreglaremos lo que hay entre tú y yo.

Con una mano lo levantó por el cogote y lo lanzó a un lado, descuidadamente. El minotauro aterrizó pesadamente entre las afiladas rocas y permaneció tendido allí, sollozando de rabia y frustración. Se golpeó la mano derecha contra las piedras, una y otra vez, hasta que estuvo ensangrentada y llena de contusiones.

Takhisis entró en la cueva y Galdar la oyó hablar con un tono suave, quedo, dulce.

—Mi pequeña... Mi querida niña... Te perdono...

38

Perdido en el laberinto

Gerard estaba decidido a llevar cuanto antes al Consejo de Caballeros la noticia urgente del regreso de Takhisis. Suponía que una vez hubiese construido el tótem y asegurado el control de Sanction, la Reina Oscura se movería rápidamente para hacerse con el control del mundo. Gerard no podía perder tiempo.

Había encontrado al elfo, Samar, sin dificultad. Como Silvanoshei había predicho, los dos, aunque de razas diferentes, eran guerreros experimentados y, tras unos instantes de tensión, la desconfianza y las sospechas se disiparon. Gerard había entregado el anillo de Silvanoshei y comunicado su mensaje, aunque no había transmitido fielmente sus palabras. No había dicho a Samar que el joven rey era cautivo de su propio corazón, sino que lo había pintado como un héroe que desafió a Mina y había sido castigado por ello. El plan del caballero era que los elfos se unieran a los solámnicos en su intento de apoderarse de Sanction y frenar el encumbramiento de Takhisis.

Gerard confiaba en que los elfos querrían liberar a su joven rey, y aunque tuvo la clara sensación de que Silvanoshei no le caía muy bien a Samar, se las arregló para impresionar al adusto guerrero con su relato sobre el valor de Silvanoshei al enfrentarse a Clorant y a sus camaradas. Samar prometió que transmitiría la información a Alhana Starbreeze. No albergaba dudas de que la reina accedería al plan. Los dos se despidieron, jurando reencontrarse como aliados en el campo de batalla.

Tras separarse de Samar, Gerard cabalgó hacia la costa. En lo alto de un acantilado donde rompían las olas, se despojó de la armadura negra que lo identificaba como un Caballero de Neraka y, una por una, arrojó las piezas al océano. Tuvo la satisfacción de ver, a la tenue luz que precede al alba, cómo las olas arrastraban la armadura y la estrellaban contra las afiladas rocas.

—Ahí tienes eso, y así se te atragante —dijo. Después montó en su caballo, vestido sólo con pantalones de cuero y una camisa de paño muy desgastada, y partió hacia el oeste.

Esperaba que, si el tiempo lo acompañaba y las calzadas se encontraban en buen estado, podría llegar a la casa solariega de lord Ulrich en diez días. No pasó mucho antes de que Gerard tuviera que revisar su plan de realizar el viaje en diez días, ya que todo empezó a salir mal. El caballo perdió una herradura en una zona donde nadie había oído hablar de un herrero. Tuvo que desviarse kilómetros de su camino, conduciendo por la brida a su montura, hasta encontrar uno. Cuando lo logró, el tipo trabajaba con tanta lentitud que Gerard se preguntó si no estaría extrayendo el hierro en lugar de forjarlo.

Pasaron días antes de que su caballo estuviera herrado y él volviera a subirse a la silla, y entonces se dio cuenta de que se había perdido. El cielo estaba encapotado, y al no ver el sol ni las estrellas no tenía ni idea de en qué dirección iba. Se hallaba en un área escasamente poblada, y cabalgó durante horas sin ver un alma. Cuando por fin topó con gente para que le orientara, parecía que de repente todos se hubieran vuelto idiotas, porque daba igual la dirección que le decían que debía seguir, siempre acababa atascado en medio de un bosque impenetrable o a la orilla de un río que no podía franquearse.

Gerard empezó a tener la sensación de estar en uno de esos sueños terribles en el que sabes adonde quieres ir pero que parece que nunca vas a llegar allí. Al principio se sintió irritado y frustrado, pero después de días y días de deambular sin rumbo empezó a sentirse inquieto.

Tenía la espada envenenada de Galdar clavada en las entrañas.

—¿Las decisiones las tomo yo o lo hace Takhisis? —se preguntó—. ¿Acaso está determinando todos mis movimientos? ¿Estoy bailando al son de su flauta?

La lluvia no dejaba de caer y estaba empapado. El viento frío le helaba los huesos. Se había visto obligado a dormir al raso durante las últimas noches, y ya empezaba a preguntarse, deprimido, si merecía la pena seguir adelante, cuando vio las luces de una ciudad a lo lejos. Llegó a una posada al borde de la calzada. No tenía muy buen aspecto, pero le proporcionaría un techo, comida caliente y bebida fresca. Y, con suerte, información.

Condujo el caballo al establo, almohazó al animal y se ocupó de que se le alimentara y descansara en un lugar cómodo. Hecho esto, entró en la posada. Era tarde, el posadero se había acostado y estaba de un humor de perros por haberlo despertado. Condujo a Gerard al salón y le indicó un lugar en el suelo. Mientras el caballero extendía su manta, le preguntó al posadero el nombre de la ciudad.

El tipo bostezó, se rascó, y contestó en un murmullo irritado:

—Es Tyburn. En la calzada a Palanthas.

Gerard durmió a saltos. En sus sueños, deambulaba por el interior de una casa, buscando una puerta que nunca encontraba. Despierto desde mucho antes del amanecer, miró al techo y cayó en la cuenta de que ahora estaba totalmente perdido. Tenía la sensación de que el posadero le había mentido con el nombre de la ciudad y su situación, aunque el motivo de que mintiera era un misterio para Gerard, salvo que ahora sospechaba que cualquier persona con la que se cruzaba, mentía.

Fue a desayunar. Tomó asiento en una silla que se tambaleaba, picoteó una masa indescriptible que, según una criada, eran gachas de avena. Gerard había perdido el apetito, tenía una espantosa jaqueca y se sentía sin fuerzas, aunque lo único que había hecho el día anterior era cabalgar al tuntún. Tenía la opción de volver a hacer lo mismo o volver a su manta. Apartó a un lado las gachas, se aproximó a la sucia ventana, restregó con la mano para quitar el hollín en un trozo del cristal, y echó un vistazo fuera. La lluvia seguía cayendo sin parar.

—El sol tendrá que brillar otra vez antes o después —rezongó.

—No cuentes con ello —dijo una voz.

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