Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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El espíritu de Dalamar quedó suspendido en el aire. Los ojos de su alma se clavaron en los otros dos como si pudiera penetrar en las suyas. Entonces, de improviso, desapareció.

—El resultado de este combate es importante para él, eso es seguro —comentó Palin—. Me pregunto a qué caballo habrá apostado.

—A los dos, si ha encontrado el modo de hacerlo —apuntó Espejo.

—¿Crees que ha visto tu verdadera forma?

—Me parece que he podido ocultársela —repuso el Plateado—. Pero cuando empiece a utilizar mi magia ya no podré hacerlo. Me verá como soy.

—Confiemos entonces en que la batalla resulte lo bastante interesante para mantenerlo ocupado —dijo Palin—. ¿Tienes algo de pelo y una varilla de ámbar...? Oh, lo siento. Lo olvidé —añadió al reparar en la sonrisa de Espejo—. A los dragones no les hacen falta esas cosas para realizar conjuros.

Ahora que la batalla había empezado, la magia del tótem aumentó. Los ojos de los cráneos resplandecían con una furia tan intensa que brillaban desde el suelo hasta el cielo. El ojo solitario, el Nuevo Ojo, resplandecía, blanco, aun a la luz del día. La magia del tótem era fuerte, atraía a los muertos hacia sí. Los espíritus de los muertos giraban en torno al tótem en un patético vórtice, su atormentado anhelo alimentado por la diosa.

Palin sintió ese dolor del anhelo, el anhelo por algo perdido sin remedio.

—Cuando lances tu hechizo —le dijo a Espejo, sintiendo la dolorosa punzada del anhelo por la magia—, los muertos se agolparán a tu alrededor, pues tu magia es la que pueden robar. Verlos es espantoso, enervante...

—Bien, al menos tengo una ventaja por ser ciego —comentó Espejo, que a continuación empezó a realizar el conjuro.

Los dragones eran los únicos seres vivos de Krynn que nacían con el don de utilizar la magia. Era algo inherente a ellos, una parte de sí mismos, como la sangre o sus escamas brillantes. La magia provenía de su interior.

Espejo pronunció las palabras mágicas en el lenguaje ancestral de los dragones. Saliendo de una garganta humana, las palabras carecían de la profunda resonancia y la fluida majestuosidad a la que estaba acostumbrado el Dragón Plateado, al que le sonaban débiles e insignificantes. Fueran resonantes o débiles, las palabras cumplieron su cometido. La sensación de cosquilleo de la magia empezó a bullir en su sangre.

Manos etéreas tiraron de sus escamas, rasparon sus alas, rozaron su cara. Las almas de los muertos lo veían ahora como era realmente, un Dragón Plateado, y se apiñaron a su alrededor, desesperadas por la magia que percibían latiendo en su cuerpo. Alargaron las fantasmales manos hacia él y le suplicaron, se pegaron y colgaron de él como jirones de gasa. No podían hacerle daño, eran una molestia, simplemente, como ácaros de las escamas. Pero los ácaros sólo provocaban un picor molesto, no tenían voces que gritaban con desesperación, implorando, suplicando. Al escuchar la angustia de aquellas voces, Espejo comprendió lo acertado de su comentario. Ser ciego resultaba una ventaja; así no tenía que ver sus rostros.

Aun cuando la magia era inherente en él, debía concentrarse para realizar el hechizo, y no le resultó nada fácil hacerlo. Los dedos de los espíritus arañaban sus escamas, las voces zumbaban en sus oídos.

Espejo intentó concentrarse en una voz, la suya; se concentró en las palabras entonadas en su propio lenguaje, y su música le resultó confortante y tranquilizadora. La magia bullía dentro de él, burbujeaba en su sangre. Entonó las palabras, abrió las manos y lanzó el hechizo.

Aunque Dalamar suponía que su colega hechicero se traía algo entre manos, había desestimado a Palin como una amenaza. ¿Cómo iba a serlo? En lo referente a la magia era tan impotente como él mismo. Cierto, él no dejaría que eso le detuviera. Había intrigado y maquinado para que, cayera del lado que cayera el pan, la mantequilla estuviera hacia arriba, siempre para él.

Sin embargo, había algo raro en aquel pordiosero ciego. Seguramente el tipo era o se las daba de hechicero. Probablemente Palin había fraguado alguna idea de que ambos podían trabajar en colaboración; no obstante, estaba aún por ver qué clase de conejo eran capaces de sacar de sus sombreros combinados. Aun en el caso de que pudieran sacar un conejo, las almas de los muertos lo atraparían y lo harían trizas.

Satisfecho, Dalamar se sintió a salvo dejando que Palin y su mendigo ciego anduvieran a trompicones en la oscuridad mientras él presenciaba en directo el titánico combate entre Malys y Mina. Al elfo oscuro no le importaba mucho quién ganaba de las dos. Presenciaba la batalla con el interés desapasionado y frío del jugador que tiene cubiertas todas las apuestas.

Malys escupió su fuego abrasador sobre el dragón muerto y las alas correosas se incendiaron. La Roja rió con satisfacción, creyéndose la vencedora.

—No cuentes todavía tus ganancias —advirtió a la Roja, y resultó que tenía razón.

Takhisis entró en el campo de batalla. Alargó la mano y tocó al dragón muerto; su espíritu se introdujo en el cuerpo llameante del reptil y salvó a Mina, su campeona.

En ese momento, el alma de Dalamar escuchó el sonido de una voz entonando unas palabras. No las entendía, pero reconoció el lenguaje de los dragones, y se alarmó al darse cuenta, por la cadencia y el ritmo, de que eran palabras mágicas. Su espíritu abandonó veloz la batalla y regresó al templo. Vio una chispa de luz brillante y comprendió de inmediato que había cometido un error... quizás un error fatal.

Del mismo modo que Dalamar el Oscuro se había equivocado al juzgar al tío, había hecho igual con el sobrino. El elfo oscuro supo de inmediato lo que Palin planeaba.

Reconoció al mendigo ciego como Espejo, guardián de la Ciudadela de la Luz, uno de los pocos Dragones Plateados que habían osado quedarse en el mundo después de que todos los demás hubieran desaparecido tan misteriosamente. Vio a los muertos rodeando a Espejo intentando arrebatarle la magia que estaba utilizando, aunque sólo fueran unas míseras sobras. Los muertos podrían coger parte de la magia, pero no sería suficiente para interrumpir el hechizo de Espejo. Dalamar supo al punto lo que hacían esos dos, lo supo tan claramente como si lo hubiese tramado con ellos.

El elfo oscuro volvió la vista hacia la batalla. Aquél era el momento de la victoria para Takhisis, el momento en el que se vengaría de esa hembra de dragón que había osado instalarse en el mundo para apoderarse de él. La Reina Oscura se había visto obligada a soportar en silencio las pullas y las burlas, había tenido que presenciar cómo Malys acababa con sus secuaces y utilizaba su poder... que hubiera debido ser para ella.

Por fin se había hecho lo bastante fuerte para desafiar a la Roja, para arrebatarle las almas de los dragones muertos que ahora veneraban a su reina y le entregaban su poder: los dragones de Krynn, cuyas almas le pertenecían y estaban a sus órdenes.

Largo tiempo llevaba Takhisis vigilando, trabajando y esperando la llegada de ese momento en el que se desharía del último obstáculo que se interponía en su camino para hacerse con el control absoluto de su mundo. Concentrada en la adversaria que tenía ante sí, Takhisis estaba totalmente ajena al peligro que surgía, sigiloso, a su espalda.

Takhisis se sentaba a horcajadas en el mundo presenciando la batalla con sumo interés. Su campeona estaba ganando. Mina voló directamente hacia Malys con la reluciente Dragonlance enarbolada.

Dalamar se arrodilló en el polvo e inclinó la cabeza.

—Majestad... —dijo humildemente.

Espejo no veía la magia, pero la sentía y la oía. El conjuro fluyó de sus dedos como rayos zigzagueantes que chisporroteaban y siseaban. El olor a azufre impregnó el aire. Podía ver las abrasadoras descargas en su mente, golpeando un cráneo, pasando de ése a otro, de la calavera de un Dorado a la de un Rojo, de ésta a la que estaba a su lado, y luego a la siguiente y a la siguiente, saltando de una a otra en una ardiente cadena.

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