Los defensores de Sanction habían contenido tanto la emoción, su tensión era tal, que estallaron en un clamor cuando el colosal cuerpo rojo de Malys emergió de entre las nubes.
Los gritos cesaron y el valor se esfumó cuando el miedo al dragón rompió sobre Sanction como un maremoto que aplastó esperanzas y sueños y puso a todas las personas de la ciudad cara a cara con su propia muerte. Los arqueros que debían disparar flechas a las relucientes escamas tiraron los arcos, se echaron al suelo y allí se quedaron, temblando y sollozando. Los hombres de las catapultas dieron media vuelta y huyeron de sus puestos.
Las escaleras que subían a las murallas estaban abarrotadas de tropas aterrorizadas, de manera que nadie podía subir ni bajar. Estallaron peleas cuando los hombres, desesperados, buscaron salvarse a costa de sus compañeros. Algunos estaban tan enloquecidos de miedo que se arrojaron desde lo alto de las murallas. Los que consiguieron mantener el miedo bajo control trataron de calmar a los demás, pero eran tan pocos que sus esfuerzos resultaron vanos. Un oficial que intentó detener la huida de sus empavorecidos hombres acabó atravesado con su propia espada y su cuerpo pisoteado en la estampida.
Los muros de piedra y las verjas de hierro no servían como barrera. Un prisionero del cuartel de la guardia próximo a la Puerta Oeste, Silvanoshei, sintió el miedo retorciéndose en sus entrañas mientras yacía en la dura cama de su oscura celda, soñando con Mina. Sabía que ni se acordaba de su nombre, pero él jamás la olvidaría, y había pasado noches enteras sumido en sueños imposibles en los que ella cruzaba la puerta de esa celda y recorría de nuevo a su lado el oscuro y enmarañado sendero de su vida.
El carcelero había ido a la celda a llevar la ración diaria a Silvanoshei cuando el miedo al dragón irradiado por Malys cayó sobre la ciudad. La tarea del carcelero era aburrida y pesada, y le gustaba alegrarla atormentando a los prisioneros. El elfo era una diana fácil, y, aunque el carcelero tenía prohibido hacer daño físicamente a Silvanoshei, sí podía atormentarlo de palabra. El hecho de que el joven rey no reaccionara ni respondiera nunca no desconcertaba al carcelero, que había imaginado que sus pullas tenían un efecto devastador en el elfo. En realidad, Silvanoshei apenas si escuchaba lo que el hombre decía. Su voz era una más entre tantas: la de su madre, la de Samar, la de su padre perdido, y la de aquella que tantas promesas le había hecho y no había cumplido ninguna. Voces reales, como las de los carceleros, no sonaban tan alto como las que oía en su alma, eran poco más que el parloteo de los roedores que infestaban la celda.
El miedo al dragón se retorció dentro de Silvanoshei, le estrujó la garganta, estrangulándolo, sofocándolo. El terror lo sacó bruscamente del mundo irreal en el que se encontraba, arrojándolo al duro suelo de la realidad. Se quedó acurrucado allí, temeroso de moverse.
—¡Mina, sálvanos! —gimió el carcelero, que temblaba junto a la puerta. Se abalanzó sobre Silvanoshei y lo aferró del brazo con tanta fuerza que casi paralizó al elfo.
Después estalló en sollozos y se abrazó a Silvanoshei como si hubiese encontrado a su hermano mayor.
—¿Qué ocurre? —gritó el joven rey.
—¡El dragón! ¡Malys! —consiguió balbucir el carcelero. Tenía los dientes apretados, de modo que apenas podía hablar—. Ya viene. ¡Vamos a morir todos! ¡Mina, sálvanos!
—Mina —susurró Silvanoshei. El nombre rompió el cerco de miedo que lo atenazaba—. ¿Qué tiene que ver ella con esto?
—Va a luchar contra el dragón —barbotó el carcelero mientras se estrujaba las manos.
En la cárcel estalló el caos cuando los guardias huyeron y los prisioneros se pusieron a chillar y a lanzarse contra los barrotes en un frenético esfuerzo por escapar del terror.
Silvanoshei apartó al tembloroso y balbuciente montón de carne que poco antes era un carcelero. La puerta de la celda estaba abierta, y el elfo echó a correr por el pasillo. Los hombres le suplicaban que los liberase, pero no les hizo caso.
Al salir del edificio, inhaló profundamente el aire limpio del hedor a cuerpos sucios y heces de ratones. Alzó la vista al cielo azul y divisó a la Roja, un inmenso e hinchado monstruo suspendido en el aire. Su mirada anhelante pasó sobre Malys sin el menor interés y siguió recorriendo el cielo en busca de Mina. Por fin la localizó; su vista de elfo era mucho más aguda que la de la mayoría. Distinguía la motita que brillaba plateada a la luz del sol.
Silvanoshei se quedó plantado en mitad de la calle, mirando fijamente a lo alto. La gente pasaba corriendo a su lado, chocaba con él, lo empujaba y le propinaba empellones, presa de un pánico salvaje. Él no hizo caso, apartando manos, luchó para mantenerse de pie y para no apartar la vista de aquel pequeño destello de luz.
Cuando Malys apareció, Palin descubrió que estar muerto tenía una ventaja: el miedo al dragón que había desatado el caos entre el populacho a él no le afectaba. Podía contemplar a la gran hembra Roja sin sentir nada.
Su espíritu se deslizó cerca del tótem. Advirtió el fuego ardiente en los ojos de los dragones muertos, oyó sus gritos de venganza alzándose al cielo, a Takhisis. Palin no dudó un solo instante; tenía muy claro lo que debía hacer. Había que detener a Takhisis o, al menos, frenarla un poco, reducir su poder. La diosa había investido al tótem con gran parte de ese poder a fin de utilizarlo como un umbral al mundo, para fundir el reino físico con el espiritual. Si tenía éxito, reinaría como ser supremo. Nadie, mortal o espíritu, sería lo bastante fuerte para presentarle batalla.
—Tenías razón —dijo Espejo, que se encontraba a su lado—. El terror se ha apoderado de la ciudad.
—No tardará en pasarse... —empezó Palin, que enmudeció de golpe.
El espíritu de Dalamar salió de entre los cráneos de los dragones.
—El espectáculo de la batalla se ve mejor desde la grada —dijo—. No tienes pies, ¿sabes, Majere? No estás sujeto al suelo. Tú y yo podemos sentarnos cómodos entre las nubes, contemplar cada ataque y cada quiebro, ver caer la sangre como lluvia. ¿Por qué no te unes a mí?
—No siento el menor interés en el resultado —respondió Palin—. Gane quien gane, nosotros perderemos.
—Habla por ti mismo —replicó Dalamar.
Para desasosiego de Palin, el espíritu de Dalamar empezó a mostrar interés en Espejo.
¿Podría ver al hombre y al Dragón Plateado? ¿Habría barruntado su plan? Si lo descubría, ¿intentaría frustrarlo o estaba más interesado en sus propios planes? Porque de lo que no le cabía duda era que Dalamar los tenía. Nunca se había fiado completamente de él, y en los últimos días su desconfianza en el otro hechicero había aumentado.
—La batalla marcha bien —siguió Dalamar, prendida la mirada en Espejo—. Malys está totalmente ocupada, de eso no hay duda. La gente empieza a tranquilizarse, ya que el miedo al dragón ha disminuido. Y, a propósito, tu amigo, el mendigo ciego, parece ser inmune al miedo al dragón. Me preguntó por qué.
Lo que decía Dalamar era cierto. El miedo al dragón se estaba disipando. Los soldados que se habían tirado al suelo mientras chillaban que todos iban a morir empezaban a sentarse con aire avergonzado.
«Si vamos a hacerlo, debemos actuar ahora —comprendió Palin—. ¿Qué peligro puede representar Dalamar para nosotros? No puede hacer nada para detenernos. Al igual que yo, no tiene magia.»
Un atronador rugido retumbó en las montañas. La gente que estaba en la calle miró hacia lo alto y empezó a gritar y a señalar al cielo.
—Un dragón está herido —dijo Espejo mientras alzaba la cara—. Pero es difícil discernir cuál de ellos.
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