Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Volaron muy alto, más de lo que Galdar había volado nunca a lomos de un dragón. Afortunadamente no era uno de esos que sufrían de vértigo. No le gustaba volar montado en un dragón —no había nacido el minotauro al que le gustara—, pero no le daba miedo. Los dos reptiles se remontaron por encima de los Señores de la Muerte. Galdar miró abajo, fascinado, y divisó las abrasadoras entrañas de las montañas que borbotaban y burbujeaban en las profundas cavidades rocosas. Los dragones volaron entrando y saliendo de las nubes de vapor expulsadas por los cráteres, atentos a la aparición de Malys, confiando en verla antes y así contar con la ventaja de la sorpresa.

Y llegó la sorpresa, pero para ellos. Galdar, Mina y los dragones vigilaban el horizonte cuando la joven lanzó un grito repentino y señaló hacia abajo. Malys había utilizado las nubes para eludir la vigilancia. Casi se encontraba debajo de ellos y volaba velozmente hacia Sanction.

Galdar había visto Dragones Rojos antes y su tamaño y poderío le habían sobrecogido. Los Dragones Rojos de Krynn eran enanos comparados con Malystryx. Su inmensa cabeza podría tragárselos al Azul y a él de un mordisco. Las garras eran lo bastante grandes para arrancar montañas, y tan afiladas como los picos de una cumbre. Su cola podría aplastar esos picos, hacerlos desaparecer, convertirlos en montones de polvo. Galdar miró maravillado a la hembra de dragón, con la boca seca y apretando la pica con tanta fuerza que los dedos le dolían.

El minotauro tuvo la repentina visión del fuego exhalado del vientre de Malys, el fuego dragontino que derretía roca, consumía carne y hueso al instante, que hacía hervir los mares. Estaba a punto de ordenar a Filo Agudo que saliera tras ella, pero el dragón era un veterano combatiente y sabía lo que hacía, probablemente mejor que él. Rápida y silenciosamente, Filo Agudo plegó las alas contra los costados y bajó en picado sobre su enemiga.

El dragón muerto igualó la velocidad del Azul y después la superó. Mina se bajó la visera del yelmo, y Galdar no pudo verle la cara, pero la conocía tan bien que no le hacía falta. Podía imaginar su rostro: pálido, exaltado. La joven y su montura se encontraban ya muy por delante de él. Galdar maldijo y taconeó al Azul como si fuera un caballo, urgiéndolo a alcanzarlos. Filo Agudo no sintió los taconazos del minotauro ni necesitaba que lo apremiara. No pensaba quedarse atrás.

Voló tan deprisa que el hiriente viento hizo llorar los ojos de Galdar, obligándole a cerrar los párpados. Por más que lo intentó, no pudo mantenerlos abiertos salvo durante un fugaz instante de vez en cuando. Malys era un manchón rojo a través de sus lágrimas que ni siquiera podían deslizarse ya que el viento las secaba.

Filo Agudo no redujo la velocidad. A despecho del viento en los ojos, aquel demencial vuelo resultaba estimulante, igual que lo era la primera carga en una batalla. Galdar aferró la pica y la enderezó. Se le ocurrió que la intención de Filo Agudo era chocar contra Malys, embestirla como embiste un barco contra otro, y aunque ello significaría su muerte, al minotauro no le importaba, le daba igual lo que le ocurriera. Una extraña calma se apoderó de él. No sentía miedo. Quería vérselas con la muerte, acabar con esa bestia. Era lo único que importaba.

Se preguntó si Mina, que asía la Dragonlance, había tenido la misma idea. Se imaginó a ambos muriendo juntos envueltos en sangre y fuego, y lo embargó una arrebatada exaltación.

El blanco de Malys era Sanction. Tenía la ciudad a la vista, distinguía a los habitantes como insectos que empezaban a experimentar el terror de su poder. No temía un ataque desde el aire, ya que nunca imaginó que nadie —ni siquiera esa Mina— estuviera tan loco como para combatir contra ella a lomos de un dragón. Por azar alzó la vista, simplemente para disfrutar del brillante cielo azul, y se llevó la sorpresa de su vida al ver a dos jinetes de dragón lanzándose sobre ella.

Su sobresalto fue tal que, durante un momento, no dio crédito a sus ojos. Esa vacilación casi le resultó fatal, ya que sus enemigos se le echaron encima de manera tan repentina que la dejaron sin respiración. Un movimiento instintivo hacia un lado la apartó de su camino. Los dragones, lanzados al ataque, volaban demasiado deprisa para poder frenar. Pasaron y la dejaron atrás y empezaron a remontar altura, ambos volando en círculo para lanzar otro ataque.

Malys no les perdió de vista, pero no los persiguió de inmediato para aniquilarlos. Cautelosa, se quedó a la expectativa hasta ver qué hacían a continuación. No había necesidad de agotarse. Sólo tenía que esperar hasta que el miedo al dragón, que sabía cómo utilizar mejor que cualquier otro reptil que jamás hubiera existido en Krynn, se apoderase de esos insignificantes dragones inferiores haciéndolos palidecer y desmoronarse, dar media vuelta y huir. Entonces, cuando le dieran la espalda, los aniquilaría.

La gran Roja esperó, observó con regocijo que el Dragón Azul vacilaba en su vuelo mientras que el minotauro que lo cabalgaba se encogía acobardado. Convencida de que esos dos no eran una amenaza, Malys volcó su atención en el otro dragón y su jinete. Se irritó al advertir que el segundo reptil no había vacilado en el giro lateral y se dirigía directamente contra ella. De repente comprendió por qué el miedo que inspiraba no funcionaba con éste. Había visto suficientes cadáveres de dragones como para reconocer a uno más.

De modo que el tal dios Único podía devolver la vida a los muertos. Malys estaba más irritada que impresionada, ya que ahora tendría que replantearse su estrategia de combate. A aquella grotesca monstruosidad chirriante, comida por los gusanos, no podía derrotarla con el miedo y no sucumbiría al dolor. Ya estaba muerta, así que ¿cómo iba a matarla? Esto iba a darle más trabajo de lo que había previsto.

—Primero utilizas las almas de los muertos para robarme —rugió la Roja—, y ahora recurres a esa reliquia momificada y descompuesta para que luche contra mí. ¿Qué esperabais, tú y ese pequeño y desesperado dios, que hiciera? ¿Qué chillara? ¿Qué me desmayara? No le tengo miedo ni a los vivos ni a los muertos. Me he alimentado de ambos. ¡Y pronto me alimentaré contigo!

Malys observó atentamente a sus enemigos tratando de adivinar qué iban a hacer al tiempo que planeaba su ataque. Descartó al Dragón Azul, que se encontraba en un estado penoso. Podía oler el tufo de su miedo y el de su jinete, igual de intenso y paralizador. El jinete del dragón muerto era otra historia. Malys flotó delante de Mina dejando que la humana viera bien el poderío de su enemiga. Que viera que era imposible que venciera. Que ningún dios la salvaría.

Malys sabía la impresión que debía causar en la humana. La colosal Roja era el ser vivo más grande de todo Krynn, empequeñecía a los dragones nativos. Un chasquido de sus inmensas fauces podía partir la columna vertebral del dragón momificado. Cada una de sus zarpas era tan grande como esa humana que osaba desafiarla. Por si ello fuera poco, Malys disponía de un poder mágico que había hecho que se levantaran montañas.

Abrió las fauces, dejando que el fuego fundido se acumulara alrededor de los afilados dientes y goteara de la boca. Flexionó las garras que tenían manchas pardas de sangre reseca, garras que habían destrozado las escamas de un Dragón Dorado y después le habían arrancado el corazón mientras todavía latía. Agitó la enorme cola, que podía partir el cráneo de un Dragón Rojo o romperle el cuello, lanzándolo dando tumbos mientras se precipitaba al vacío, en tanto que su desventurado jinete no podía hacer otra cosa que gritar al ver acercarse velozmente la muerte a medida que el suelo parecía salirle al encuentro.

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