—Sea lo que sea, no lo quiero. No me gusta la gente como tú. Márchate y no me molestes más o haré que te metan en la cárcel. —Galdar adelantó la mano con intención de apartar al hombre de un empujón.
Las sombras de la noche empezaron a ondear y a titilar. Las ramas de los árboles chascaron y una lluvia de hojas y pequeñas ramas cayó sobre Galdar. La mano del minotauro tocó una superficie dura y sólida como una armadura, pero esa armadura no era de frío acero. Era cálida y estaba viva.
Con un respingo, Galdar reculó y alzó la estupefacta mirada. Sus ojos se encontraron con los ojos de un Dragón Azul.
Galdar balbució algo, no sabía muy bien qué.
El Dragón Azul inhaló hondo y exhaló con satisfacción y un gran alivio. Agitó las alas, se estiró y volvió a suspirar.
—Cómo detesto estar apretujado en esa forma humana.
—¿Dónde...? ¿Qué...? —siguió balbuciendo Galdar.
—Eso no tiene importancia —dijo el dragón—. Me llamo Filo Agudo, y por casualidad escuché la conversación que mantuviste con tu comandante en el templo. Ella dijo que si encontrabas un dragón que pudiera llevarte a la batalla contra Malys podrías luchar a su lado. Si lo que dijiste era en serio, guerrero, si tienes el coraje de tus convicciones, entonces seré tu montura.
—Hablé en serio —gruñó Galdar, que todavía intentaba recobrarse de la impresión—. Pero ¿por qué harías algo así? Todos los tuyos han huido, y ellos son los sensatos.
—Soy... —El dragón hizo una pausa y se corrigió con seria dignidad—. Era el dragón del gobernador Medan. ¿Lo conocías?
—En efecto —contestó Galdar—. Lo conocí cuando visitó a lord Targonne en Jelek. Me impresionó. Era un hombre capaz, un hombre de honor y valeroso. Un arrojado caballero a la vieja usanza.
—Entonces tienes que saber por qué hago esto —dijo Filo Agudo mientras erguía la cabeza con orgullo—. Lucho en su nombre, por su memoria. Dejemos eso claro desde el principio.
—Acepto tu oferta, Filo Agudo —contestó Galdar con el corazón rebosante de gozo—. Yo lucho por la gloria de mi comandante, y tú luchas en memoria del tuyo. ¡Haremos que esta batalla sea una de la que se cante durante siglos!
—Nunca me importaron mucho los cantos —repuso el Azul en tono adusto—. Y tampoco al gobernador. Mientras que matemos a esa monstruosidad roja, será suficiente para mí. ¿Cuándo crees que nos atacará?
—Mina dice que mañana —contestó Galdar.
—Entonces estaré listo mañana —dijo Filo Agudo.
Un temblor sacudió Sanction en las horas tempranas que precedan al alba. El suelo oscilante tiró a los durmientes de las camas, estrelló las vajillas contra el piso, y provocó que todos los perros de la ciudad se pusieran a ladrar. El terremoto acabó por romper los nervios ya tensos de la gente.
Casi antes de que el suelo hubiera dejado de temblar, el gentío empezó a reunirse fuera del templo. Aunque no se había comunicado oficialmente ni dado órdenes especiales, el rumor se había extendido y para entonces todos los soldados y caballeros de Sanction sabían que aquél era el día en que Malys atacaría. Los que no estaban de servicio (e incluso algunos que sí lo estaban) abandonaron sus alojamientos y sus puestos y acudieron al templo. Llegaban ansiosos de ver a Mina y escuchar su voz, oír su afirmación de que todo iría bien, que la victoria sería suya.
Cuando el sol asomaba tras las montañas, Mina salió del templo. Habitualmente su aparición iba seguida de un estruendoso vítor de la multitud, pero no ese día. Todos la miraban fijamente, en silencio y sobrecogidos.
Mina vestía una reluciente armadura, negra como los mares petrificados. El yelmo iba adornado con cuernos, el visor negro bordeado en dorado. Sobre el peto se veía grabada la imagen de un dragón con cinco cabezas. Cuando los primeros rayos del sol incidieron en la armadura, el dragón empezó a brillar fantasmagóricamente, cambiando de color de manera que algunos lo vieron rojo mientras que otros pensaron que era azul, y otros juraron que era verde.
Algunos de los presentes susurraron con voces excitadas que aquélla era la armadura que antaño llevaron los Señores de los Dragones que habían combatido por Takhisis durante la legendaria Guerra de la Lanza.
En su mago enguantada Mina sostenía un arma que pareció arder como una llama al reflejar los rayos del sol naciente. La joven alzó e arma bien alto, en un gesto de triunfo.
Entonces la multitud prorrumpió en un clamor, un vítor fuerte y largo acompañando a su nombre: ¡Mina! ¡Mina! El grito resonó en las montañas y retumbó en las llanuras, estremeciendo el suelo como si fuera otro temblor de tierra.
Mina se puso de hinojos sobre una rodilla con la lanza en la mamo. El clamor cesó a medida que la gente se unía a su plegaria, algunos invocando al Único, y muchos más invocando a Mina.
La joven se puso de pie y se dio la vuelta para mirar el tótem. Entregó la lanza a la sacerdotisa del Único que estaba a su lado. La mujer vestía una túnica blanca, y entre murmullos se corrió la voz que era una antigua Dama de Solamnia que había elevado una plegaria al Único y en respuesta se le había entregado la Dragonlance, que a si vez ella había entregado a Mina. La solámnica sostuvo firmemente la lanza, pero su rostro se contrajo por el dolor, y a menudo se mordía lo: labios como para no gritar.
Mina puso las manos en dos de los enormes cráneos de dragón que formaban la base del tótem. Pronunció unas palabras que nadie pudo entender y después retrocedió un paso y alzó los brazos hacia el cielo.
Un ser se elevó del tótem. El ser tenía la forma y las trazas de un dragón inmenso, y quienes se hallaban cerca recularon aterrados.
La escamosa piel de color marrón del dragón se extendía tensa sobre su cráneo, cuello y cuerpo. El esqueleto se veía con claridad a través de la piel semejante al pergamino: las vértebras del cuello y de la columna, las largas costillas de la enorme caja torácica, los gruesos y pesados huesos de las gigantescas piernas, los más delicados de las alas cola y pies. Los nervios y tendones que mantenían unidos los hueso también eran visibles. Faltaban el corazón y los vasos sanguíneos, ya que la magia era la sangre de ese dragón y la venganza y el odio formaban el palpitante corazón. El reptil era un dragón momificado, un cadáver.
Las membranas de las alas aparecían resecas y duras como el cuero y su envergadura era inmensa. La sombra de las alas se extendió sobre Sanction, deteniendo los rayos del sol, convirtiendo el despuntar de día en una repentina noche.
Tan horrible y repulsiva era la visión del pútrido cadáver suspendido sobre sus cabezas que las aclamaciones a Mina cesaron, estranguladas en las gargantas de quienes las lanzaban. El hedor a muerte emanaba de la criatura, y con el hedor llegó un desaliento que era peor que el miedo al dragón, ya que el miedo puede actuar como un acicate para el valor, mientras que el desaliento deja el corazón sin rastro de esperanza. La mayoría no pudieron soportar mirarlo y bajaron la cabeza, contemplando sus propias muertes, todas dolorosas y terribles.
Al oír sus gritos, Mina los compadeció y les dio de su propia fortaleza.
Empezó a entonar el mismo canto que habían oído tantas veces, pero que ahora tenía un nuevo significado.
La creciente negrura nuestras almas toma,
y entre sus fríos pliegues nos arropa
con la más profunda nada de la Señora
de cuyas manos nuestro destino pende.
Soñad, guerreros, con la celeste negrura.
Sentid de la noche consorte la dulzura,
la redención que en su amor procura
a los que en su seno abrigados duermen.
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