Su canto ayudó a sofocar sus miedos, a aliviar su desesperanza. Los soldados volvieron a clamar su nombre, juraron que se sentiría orgullosa de ellos. La joven los despidió, los mandó de vuelta a sus deberes con valor y con fe en el Único. La muchedumbre se dispersó con el nombre de Mina en los labios.
La joven se volvió hacia la sacerdotisa, que había sostenido la lanza todo ese tiempo, y le cogió el arma.
Odila retiró prestamente la mano y la escondió a la espalda. Mina levantó la visera del yelmo.
—Déjame ver —ordenó.
—No, Mina —murmuró Odila, que parpadeó para contener las lágrimas—. No quiero preocuparte...
La joven asió la mano de la solámnica y la expuso a la luz. La palma sangraba y estaba ennegrecida, como si hubiera apoyado la mano en unas brasas.
Mina se llevó la mano de Odila a los labios. La carne se curó, aunque la herida dejó unas cicatrices terribles. Odila besó a Mina y le deseó suerte en silencio.
Sosteniendo la lanza, la joven alzó la vista hacia el dragón muerto.
—Estoy dispuesta —dijo.
La imagen de una mano inmortal surgió del tótem. Mina subió a la palma y la mano la alzó suavemente del suelo y la transportó por el aire. La mano de la diosa la elevó por encima de los árboles, por encima de los cráneos de los dragones apilados unos sobres otros y se detuvo junto al dragón muerto. Mina descendió de la mano y montó a lomos del reptil. El cadáver no tenía silla de montar ni riendas que pudieran verse.
Otro dragón apareció en el horizonte oriental volando velozmente hacia Sanction. La gente gritó con terror creyendo que era Malys. Mina se acomodó a horcajadas en el dragón muerto, observó y esperó.
A medida que el otro dragón se aproximaba y se le pudo distinguir, los gritos de terror dieron paso a entusiastas aclamaciones. El nombre de Galdar corrió de boca en boca. Su cabeza astada, perfilada contra el sol naciente, era inconfundible.
El minotauro portaba en la mano una enorme pica de las que se suelen clavar en el suelo como protección contra las cargas de caballería. El gran peso de la pica no era nada para él; la sostenía con tanta facilidad como Mina sostenía la ligera Dragonlance. Con la otra mano sujetaba las riendas de su montura, el Dragón Azul Filo Agudo.
Galdar enarboló la pica y la agitó en un gesto de desafío, y a continuación alzó la voz y emitió un poderoso bramido, el grito de guerra de un minotauro. Era un grito antiguo que invocaba al dios Sargas pidiendo que luchara al lado del guerrero, que tomara su cuerpo si caía en la contienda, y que lo castigara si flaqueaba. Galdar no tenía idea de dónde salieron aquellas palabras mientras las gritaba. Supuso que debía de haberlas oído de pequeño. Se sorprendió al oírlas salir de sus labios, pero eran apropiadas y le complacieron.
Mina levantó la visera para recibirlo. Su piel, en marcado contraste con el yelmo negro, parecía marfileña. Sus ojos relucían por la excitación, y Galdar se vio a sí mismo en el espejo de ámbar. Por primera vez no era un insecto atrapado en su dorada resina. Era él mismo, su amigo, su leal compañero. Se habría echado a llorar. Quizá lo hizo. Si fue así, su ansia guerrera evaporó las lágrimas antes de que le avergonzaran.
—¡No irás sola a la batalla hoy, Mina! —bramó.
—Verte llena de gozo mi corazón, Galdar —gritó la joven—. Éste es un milagro del Único. Es el primero de los que veremos el día de hoy, pero no el único.
El Dragón Azul dejó los dientes a la vista, y el chispazo de un rayo titiló entre las prietas fauces.
Quizá Mina tenía razón. Realmente todo aquello le pareció milagroso a Galdar, tan maravilloso como un milagro de los cuentos de héroes de antaño.
Mina se bajó la visera del yelmo. Al roce de su mano, el dragón muerto levantó la cabeza, extendió las alas y se elevó en el aire transportándola por encima de las nubes. El Azul giró la cabeza para mirar a Galdar y esperar sus órdenes. El minotauro le indicó que debían seguirlos.
La ciudad de Sanction menguó de tamaño. Las personas eran puntos minúsculos que al poco desaparecieron de la vista. El Azul siguió ascendiendo en el frío y claro aire, y el propio mundo empequeñeció bajo él. Todo estaba silencioso; profundamente silencioso y tranquilo. Galdar sólo oía el crujido de las alas del dragón, y después incluso ese sonido cesó cuando el reptil aprovechó las corrientes térmicas para remontarse sin esfuerzo entre las nubes.
Todos los sonidos del mundo se apagaron, de manera que el minotauro tuvo la impresión de que Mina y él eran los únicos que quedaban en él.
Abajo, en el suelo, la gente estuvo observando hasta que perdieron de vista a Mina. Muchos siguieron mirando al cielo fijamente hasta que el cuello les dolió y los ojos les escocieron. Los oficiales empezaron a dar órdenes y la muchedumbre comenzó a dispersarse. Los que estaban de servicio regresaron a sus puestos y a sus posiciones en las murallas. Un gran número de personas siguió agolpado alrededor del templo comentando con excitación lo que habían visto, hablando de la fácil derrota de Malys y de cómo a partir de ese día Mina y los caballeros del Único serían los dirigentes de Ansalon.
Espejo permaneció cerca del tótem, esperando que el espíritu de Palin se reuniese con él. El Plateado no tuvo que esperar mucho.
—¿Dónde está el Dragón Azul? —preguntó al punto Palin, alarmado por esa ausencia.
Las palabras del mago llegaron al Plateado claramente, tanto que Espejo casi había creído que las había pronunciado un ser vivo, salvo que tenían un algo extraño, como el tacto de una telaraña que roza la piel.
—Sólo tienes que mirar al cielo y verás dónde está Filo Agudo —respondió Espejo—. Libra su propia batalla a su manera, y ha dejado que nosotros libremos la nuestra... sea la que sea.
—¿Qué quieres decir? ¿Lo estás pensando mejor?
—Es la naturaleza de los dragones. No nos precipitamos de cabeza a las cosas como los humanos. Sí, me lo he estado planteando, y no una sola vez, sino muchas.
—Esto no es cosa para tomarse a la ligera —argüyó Palin.
—Muy cierto. ¿Has considerado las consecuencias de la acción que propones? ¿Sabes lo que ocurrirá al destruir el tótem? ¿Y sobre todo si se destruye mientas Malys ataca?
—Sé que ésta es la única ocasión que tendremos de destruirlo —respondió el mago—. Takhisis tiene volcada toda su atención en Malys, como todos los demás en Sanction. Si dejamos pasar esta oportunidad, no dispondremos de otra.
—¿Y si al destruir el tótem damos la victoria a Malys?
—Malys es mortal, no vivirá eternamente. Takhisis, sí. Admito —siguió Palin— que ignoro las consecuencias de la destrucción del tótem, pero sí sé algo: cada día, cada hora, cada segundo, estoy rodeado de los espíritus de los muertos de Krynn. Son innumerables. Su tormento es indecible, porque los impulsa un ansia que nunca puede saciarse. Les hace promesas que no tiene intención de cumplir, y ellos lo saben, pero aun así se doblegan a su voluntad con la penosa esperanza de que algún día los libere. Ese día jamás llegará, Espejo. Tú lo sabes y yo lo sé. Si existe la posibilidad de que la destrucción del tótem le impida entrar en el mundo, entonces es un riesgo que debemos correr.
—¿Aun cuando ello signifique que todos acabemos quemados vivos por Malys? —preguntó Espejo.
—Aun así.
—Déjame solo un rato —pidió el Plateado—. Necesito pensar sobre todo esto.
—No lo pienses mucho —advirtió Palin—, porque mientras los dragones reflexionan, el mundo se mueve bajo ellos.
Espejo se quedó solo, debatiéndose con su dilema. Las últimas palabras de Palin llevaban la intención de recordarle los viejos tiempos, cuando los dragones de la luz se abandonaron a la complacencia y al sueño en sus cubiles, haciendo caso omiso de las guerras que asolaban el mundo. Hablaban con aire petulante y entendido del Mal, recurriendo a la cita «El Mal se destruye a sí mismo, el Bien se redime». Así hablaban; y así se durmieron, y así la Reina Oscura robó sus huevos y destruyó a sus hijos.
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