Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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—¡Bah! Son todos unos cobardes —dijo Galdar.

El minotauro oyó un ruido a su espalda y miró hacia atrás. Se había olvidado de los mendigos. Los observó fijamente, pero si alguno de ellos había hablado no parecía inclinado a hacerlo ahora. El pordiosero cojo miraba el suelo. En cuanto al ciego, su rostro estaba tan cubierto de vendajes que casi ni se le veía la boca, mucho menos si la había utilizado. Los únicos que se encontraban allí aparte de los dos pordioseros eran los magos, y Galdar no necesitaba mirarlos. Nunca se movían a menos que alguien los instara a hacerlo.

—Te haré una propuesta, Galdar —dijo Mina—. Si encuentras un dragón que quiera llevarte a la batalla, podrás volar a mi lado.

—Sabes que eso es imposible, Mina —gruñó el minotauro.

—Nada es imposible para el Único, Galdar —le contestó la joven como reprendiéndolo cariñosamente. Se arrodilló de nuevo ante el altar, enlazadas las manos. Alzó los ojos hacia Galdar y añadió—. Únete a mi plegaria.

—Ya he rezado, Mina —respondió amargamente—. Tengo ocupaciones que atender. Intenta descansar, ¿quieres?

—Lo haré. Mañana será un día memorable.

Galdar la miró sobresaltado.

—¿Vendrá Malys mañana, Mina?

—Vendrá mañana.

Galdar suspiró y salió a la noche. Puede que la noche trajera consuelo a otros, pero no a él. La noche sólo traía la mañana.

Espejo sintió rebullir a Filo Agudo a su lado, en el banco. El Plateado mantenía agachada la cabeza, procurando que Mina no lo viera, aunque sospechaba que podría haberse puesto a dar brincos y a bailar con campanillas y tambores y la joven no habría reparado en él. Estaba con su dios Único. De momento, ni le importaba ni le preocupaba lo que ocurría en el plano mortal. Aun así, Espejo mantuvo gacha la cabeza.

Se sintió inquieto y al mismo tiempo aliviado. Quizás ésa era la respuesta.

—Te gustaría ser el dragón que Galdar busca, ¿no es cierto? —preguntó en un quedo susurro.

—Sí, me gustaría —contestó Filo Agudo.

—Sabes el riesgo que corres. Las armas de Malys son formidables. Sólo el miedo que inspira volvería loca a toda una nación de kenders, o eso afirman los sensatos. Se dice que su aliento abrasador es más intenso que el fuego de los Señores de la Muerte.

—Todo eso lo sé —repuso el Azul—, y más. El minotauro no encontrará otro dragón. Cobardes de la peor calaña, eso es lo que son todos. No tienen disciplina, no están adiestrados. No como en los viejos tiempos.

Espejo sonrió, y agradeció que el vendaje ocultara su sonrisa.

—Entonces, ve —le animó—. Ve tras el minotauro y dile que lucharás a su lado.

Filo Agudo permaneció callado. Espejo notaba su estupefacción.

—No puedo abandonarte —contestó el Azul al cabo de unos instantes—. ¿Qué harías sin mí?

—Me las arreglaré. Tu impulso es valiente, noble y generoso. Tales cualidades son nuestras mejores armas contra ella. —Espejo no se refería a Malys con ese «ella», pero no vio razón para aclararlo.

—¿Estás seguro? —inquirió Filo Agudo, obviamente tentado—. No tendrás a nadie que te guarde, que te proteja.

—No soy un dragoncillo recién salido del huevo —replicó Espejo—. Que no vea no obstaculiza mi magia. Has cumplido con tu parte de sobra. Me alegro de haberte conocido, Filo Agudo, y te honro por tu decisión. Será mejor que vayas tras el minotauro. Los dos tendréis que hacer planes y no dispondréis de mucho tiempo.

El Azul se puso de pie. Espejo lo oyó moviéndose a su lado. La mano de Filo Agudo se posó en su hombro, quizá por última vez.

—Siempre he odiado a los de tu clase, Plateado, y lo siento, porque he descubierto que tenemos más en común de lo que pensaba.

—Somos dragones —dijo simplemente Espejo—. Dragones de Krynn.

—Sí. Ojalá lo hubiésemos recordado antes.

La mano se apartó, y Espejo sintió la falta del cálido apretón. Oyó sus pisadas alejándose con rapidez; sonrió y sacudió la cabeza. Tanteó a su alrededor y encontró la muleta que Filo Agudo había desechado.

—Otro milagro del Único —musitó irónicamente. Cogió la muleta y la escondió debajo del banco.

Mientras lo hacía, sonó la voz de Mina.

—Sé conmigo, mi diosa, y condúcenos a mí y a todos los que luchan conmigo a una gloriosa victoria contra este perverso enemigo —oró con fervor.

«¿Cómo puedo rechazar el eco de esa plegaria? —se preguntó Espejo para sus adentros—. Somos dragones de Krynn, y aunque luchamos contra ella, Takhisis era nuestra diosa. ¿Cómo puedo hacer lo que Palin me pide? Sobre todo ahora, que estoy solo.»

Galdar hizo la ronda, comprobando las defensas de la ciudad y el estado de ánimo de los defensores. Lo encontró todo como esperaba. Las defensas eran todo lo buenas que podía esperarse, y los defensores estaban nerviosos y bajos de moral. Galdar les dijo lo que pudo para levantar su ánimo, pero él no era Mina. No lo consiguió, principalmente porque también él tenía el ánimo por los suelos.

Valerosas palabras las que había dicho a Mina sobre luchar a su lado contra Malys. Valerosas palabras, cuando sabía perfectamente bien que cuando Malys llegara él se encontraría entre los que presenciarían el combate, impotentes, desde el suelo. Echó la cabeza hacia atrás y recorrió el cielo con la mirada. El aire nocturno estaba despejado salvo la nube perpetua que salía de los Señores de la Muerte.

—¡Cómo me gustaría sorprenderla! —les dijo a las estrellas—. ¡Cómo ansío encontrarme ahí con ella!

Pero pedía lo imposible. Pedía un milagro de una diosa que no le gustaba, en la que no confiaba, a la que no podía rezar.

Tan absorto estaba el minotauro que tardó un tiempo —más de lo que debería— en darse cuenta de que lo estaban siguiendo. Aquello era algo tan insólito que se sintió momentáneamente desconcertado. ¿Quién lo seguía y por qué? Habría sospechado de Gerard, pero el Caballero de Solamnia había partido de Sanction hacía tiempo y probablemente en esos momentos apremiaba a los caballeros para que se alzaran contra ellos. Todos los demás que seguían en Sanction, incluida la solámnica, eran totalmente leales a Mina. De repente se le ocurrió si Mina habría hecho que lo siguieran, si ya no confiaba en él. La mera idea le revolvió el estómago. Decidió descubrir la verdad.

Mascullando algo sobre que necesitaba aire fresco, Galdar se encaminó hacia los jardines del templo, que estarían oscuros, silenciosos y solitarios a esas horas de la noche.

Quienquiera que fuera el que lo seguía, o no era muy bueno en eso o quería que Galdar reparara en su presencia. Las pisadas no eran sigilosas, como lo serían las de un ladrón o un asesino. Y había en ellas algo de marcial: enérgicas, acompasadas, firmes.

Al llegar a una zona arbolada, Galdar se apartó ágilmente a un lado y se ocultó detrás del tronco de un árbol grande. Las pisadas se detuvieron. Galdar estaba seguro de que la persona lo había perdido de vista y se quedó estupefacto hasta lo indecible al ver que un hombre se dirigía directamente hacia él.

El hombre alzó la mano, saludando.

Galdar empezó a responder al saludo de forma instintiva. Se detuvo, ceñudo, y puso la mano sobre la empuñadura de la espada.

—¿Qué quieres? ¿Por qué me sigues como un ladrón? —Al observar con más atención al individuo, Galdar lo reconoció y se indignó—. ¡Sucio mendigo! Apártate de mí, escoria. No tengo dinero...

El minotauro no acabó la frase. Estrechó los ojos. Su mano se ciñó con fuerza sobre la empuñadura y desenvainó a medias la espada.

—¿No cojeabas antes? ¿Dónde está tu muleta?

—La dejé porque ya no la necesitaba —contestó el mendigo—. No quiero nada de vos, señor —añadió con tono respetuoso—. Tengo algo que daros.

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