Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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El Dragón Azul Filo Agudo, todavía obligado a deambular por Sanction disfrazado como humano, observaba los preparativos con el profundo interés de un soldado veterano y se los explicó a Espejo con detalle, añadiendo sus comentarios de aprobación o disentimiento, según merecieran una cosa u otra. A Espejo le interesaba más el tótem, por ejemplo su aspecto y en qué lugar de la ciudad se hallaba ubicado. Se suponía que Filo Agudo había estado reconociendo el terreno, pero lo que había hecho era perder el tiempo con los soldados.

—Sé lo que piensas —dijo de repente el Azul, que se interrumpió en mitad de la descripción del perfecto funcionamiento de las catapultas—. Piensas que nada de esto influirá en el resultado. Que nada surtirá efecto contra esa gran zorra Roja. Bueno, tienes razón. Y —añadió—, te equivocas.

—¿En qué me equivoco? —preguntó Espejo—. Las ciudades ya han utilizado catapultas para defenderse de Malys. Han utilizado arqueros y flechas, héroes y necios, y ninguna ha sobrevivido.

—Pero nunca tuvieron un dios de su parte —puntualizó Filo Agudo.

Espejo se puso tenso. Siendo un Dragón Plateado, fiel a Paladine, había temido desde hacía tiempo que el Azul volviera a sus antiguas lealtades, a la diosa Takhisis. Tenía que andarse con cuidado.

—Así pues, ¿estás diciendo que deberíamos abandonar nuestro plan de ayudar a Palin a destruir el tótem?

—No necesariamente —respondió con evasivas Filo Agudo—. Quizá reconsiderarlo, eso es todo. ¿Adónde vas?

—Al templo —repuso Espejo. Sacudiéndose de encima la mano del Azul que lo guiaba, el Dragón Plateado ciego, bajo su disfraz de humano, echó a andar solo, tanteando el camino con el bastón—. Ver por mí mismo el tótem, ya que tú no serás mis ojos.

—¡Eso es una locura! —protestó Filo Agudo, que lo siguió con su fingida cojera. Espejo oía el golpeteo de la muleta en los adoquines—. Dijiste que Mina te vio en tu forma de mendigo, en la calzada, y que te reconoció de inmediato como el guardián de la Ciudadela de la Luz. Te conoce de vista, tanto en tu apariencia humana como en tu verdadera forma.

Espejo empezó a arreglarse los vendajes que llevaba sobre los ojos heridos, tirando hacia abajo a fin de taparse la cara.

—Es un riesgo que he de correr. Sobre todo si tú vacilas en tu decisión.

Filo Agudo no dijo nada. Espejo dejó de escuchar el golpeteo de la muleta y dio por sentado que caminaba solo. Sólo tenía una vaga idea del lugar donde se hallaba el templo, sabía que se alzaba en una colina desde la que se dominaba la ciudad, eso era todo.

«De modo que —calculó—, si camino colina arriba, por fuerza tendré que dar con él.»

Se llevó un susto al sentir la voz susurrante de Filo Agudo en su oído.

—Alto, espera. Te has metido en un callejón sin salida. Te guiaré, si insistes en ir allí.

—¿Me ayudarás a destruir el tótem? —demandó Espejo.

—Eso aún tengo que pensarlo —repuso el Azul—. Si vamos a ir, será mejor que lo hagamos ahora, pues seguramente el templo estará vacío.

Los dos se pusieron en camino por las laberínticas calles. Espejo dio gracias de que Filo Agudo lo guiara, ya que con su ceguera jamás habría encontrado el camino por sí solo.

«¿Qué haremos Palin y yo si Filo Agudo decide cambiar su lealtad?», se preguntó el Plateado. Un dragón ciego y un hechicero muerto decididos a derrotar a una diosa. Bueno, a lo mejor conseguían al menos que a Takhisis le diera dolor de estómago de la risa.

El ruido que hacía la multitud indicó a Espejo que se acercaban al templo. Y allí estaba Mina, hablándoles de las maravillas y la magnificencia del Único. Era persuasiva, tuvo que admitir el Plateado. Siempre le había gustado la voz de la muchacha. Incluso de niña, su tono había sido melodioso, quedo y dulce al oído.

Escuchándolo, Espejo volvió a revivir aquellos días en la Ciudadela, vio a Mina y a Goldmoon juntas, la mujer en el ocaso de la vida y la niña iluminada por la aurora. Ahora, no distinguía a Mina de la oscuridad, y no era la oscuridad de su ceguera.

Filo Agudo lo condujo entre el gentío. Avanzaron despacio, sin llamar la atención, y entraron en el derruido templo que ahora se alzaba como un monumento al tótem de cráneos de dragón.

—¿Estamos solos? —preguntó Espejo.

—Los cuerpos de los dos hechiceros están sentados en un rincón.

—Háblame de ellos —pidió el Plateado con el corazón en un puño—. ¿Qué aspecto tienen?

—Como cadáveres apuntalados para mantenerlos en pie en su propio funeral —respondió secamente Filo Agudo—. Es todo lo que pienso decir. Da gracias de que no puedes verlos.

—¿Y sus espíritus?

—No veo señal de ellos. Mejor así. No me gustan los hechiceros, ni vivos ni muertos. No necesitamos que se entrometan. Estás delante del tótem, puedes alargar la mano y tocar las calaveras, si lo deseas.

Espejo no tenía la menor intención de tocar nada. No hacía falta que el Azul le dijera que se encontraba ante el tótem. Su magia era poderosa, potente; la magia de un dios. Espejo se sentía atraído y repelido por igual.

—¿Cómo es el tótem? —inquirió quedamente.

—Los cráneos de nuestros hermanos, apilados unos sobre otros y formando una grotesca pirámide —contestó Filo Agudo—. Las calaveras más grandes sostienen las más pequeñas. Los ojos de los muertos brillan en las cuencas. En algún lugar de ese montón está el cráneo de mi pareja. Puedo percibir el fuego de su vida arder en la oscuridad.

—Y yo siento el poder de la diosa radicado en el tótem —comentó Espejo—. Palin tenía razón. Éste es el umbral. Éste es el Portal por el que Takhisis entrará finalmente en el mundo.

—Pues yo digo que así sea —manifestó el Azul—. Ahora que veo esto, digo que venga Takhisis si su concurso es necesario para matar a Malystryx.

Espejo olía las velas encendidas, aunque no las viera. Sentía su calor. Percibía, al igual que Filo Agudo, el ardor de su propia ira y su ansia de venganza. Espejo tenía sus propias razones para odiar a Malys. La Roja había destruido Kendermore, había matado al esposo adorado de Goldmoon, Riverwind, y a su hija. Había asesinado a cientos de personas y desplazado de sus hogares a muchas miles, aterrorizándolas mientras huían sólo para divertirse. De pie ante el tótem que Malys había construido con los cráneos de los que había devorado, Espejo empezó a preguntarse si Filo Agudo no tendría razón.

El Azul se acercó a su oído y le susurró:

—Takhisis tiene sus faltas, lo admito sin reparo. Pero es una diosa, y es nuestra, de nuestro mundo, es todo lo que nos queda. Eso tienes que reconocerlo.

Espejo no reconocía nada.

—No puedes verlos —siguió el Azul, sin dar tregua—, pero hay cráneos de Dragones Plateados en ese tótem. Muchos. ¿No quieres vengar sus muertes?

—No necesito verlos. Oigo sus voces. Oigo sus gritos de muerte, todos y cada uno de ellos. Oigo los gritos de sus compañeras que los amaban, y los gritos de los hijos que nunca engendrarán. Mi odio por Malys es tan intenso como el tuyo. Y dices que para librar al mundo de ese terrible azote, he de tragarme la amarga medicina del triunfo de Takhisis.

—Es nuestra diosa —repitió Filo Agudo, encogiéndose de hombros—. De nuestro mundo.

Terrible elección. Espejo se sentó en el duro banco e intentó decidir qué hacer. Absorto en sus pensamientos, olvidó dónde se encontraba, olvidó que estaba en el campamento de sus enemigos. El codo del Azul se clavó en su costado.

—Tenemos compañía —advirtió en voz queda.

—¿Quién? ¿Mina?

—No, el minotauro que nunca se encuentra lejos de ella. Te dije que era una mala idea. No, no te muevas. Ahora ya es tarde. Estamos en la penumbra, quizá no se fije en nosotros. Además —añadió fríamente el Azul—, podemos enterarnos de algo.

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