Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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—Sí, majestad —respondió al punto el elfo mayor—. Por supuesto. Os doy las gracias por la confianza que me demostráis e intentaré ser merecedor de ella. Sé que vuestra majestad no está a favor de este curso de acción, pero yo creo que es el correcto. Una vez hayamos derrotado a Takhisis y la hayamos expulsado del mundo, la sombra de sus negras alas desaparecerá, la luz brillará sobre nosotros y expulsaremos al enemigo de nuestras tierras.

—¿Lo crees realmente, Planchet? —preguntó Gilthas en un tono serio—. Albergo mis dudas. Puede que derrotemos a Takhisis, pero no acabaremos con aquello que la hace fuerte: la oscuridad en el corazón de los hombres. En consecuencia, creo que lo sensato sería que expulsáramos al enemigo que ocupa nuestras naciones, que reafirmáramos nuestro dominio y después saliéramos al mundo.

Planchet guardó silencio, aparentemente azorado.

—Di lo que piensas, amigo mío —lo animó Gilthas, sonriendo—. Ahora eres mi general, y tienes obligación de decírmelo si estoy equivocado.

—Sólo diré una cosa, majestad. Es este tipo de política aislacionista la que causó tanto daño a los elfos en el pasado, ocasionando que incluso aquellos que podrían haber sido nuestros aliados desconfiaran de nosotros y nos malinterpretaran. Si combatimos junto a los humanos en esta batalla, les demostraremos que formamos parte de un mundo más grande. Nos ganaremos su respeto e incluso quizá su amistad.

—En otras palabras —apunto Gilthas con una sonrisa maliciosa—, siempre he sido yo el que languidecía en la cama y escribía poesías.

—No, majestad —protestó Planchet, escandalizado—. En ningún momento quise decir...

—Sé lo que quisiste decir, querido amigo, y confío en que tengas razón. Bien, tu presencia se requerirá en la próxima conferencia militar que se celebrará en breve. Le he comunicado a Alhana Starbreeze mi decisión de nombrarte general, y ella lo aprueba. Sean cuales sean las decisiones que tomes, lo harás en mi nombre.

—Agradezco vuestra confianza, majestad —repitió Planchet—. Pero ¿qué haréis vos? ¿Marcharéis con nosotros u os quedaréis?

—No soy guerrero, como muy bien sabes, querido amigo. La poca destreza que tengo con la espada te la debo a ti. Algunos de los nuestros no pueden viajar, los que tienen niños a los que cuidar, los enfermos y los ancianos. Estoy planteándome quedarme con ellos.

—Sin embargo, majestad, pensad que el prefecto Palthainon marcha con nosotros. Considerad que intentará ganarse la confianza de Alhana. Exigirá tomar parte en cualquier negociación con los humanos, una raza que detesta y desprecia.

—Sí —convino Gilthas, con aire cansado—. Lo sé. Será mejor que te vayas ya, Planchet. La reunión dará comienzo pronto, y Alhana exige que todos sean puntuales.

—Sí, majestad. —Planchet lanzó una última mirada preocupada a su joven rey y se marchó.

En menos tiempo de lo que nadie habría imaginado, los elfos estuvieron preparados para emprender la marcha. Dejaron una fuerza como milicia local que se encargaría de proteger a los que no podían realizar el largo viaje al norte, pero era reducida, ya que su mejor defensa era la propia tierra; los árboles que amaban los elfos los cobijarían, los animales los advertirían y llevarían sus mensajes, las cavernas los ocultarían.

Dejaron atrás otra pequeña fuerza para mantener la ilusión de que un ejército elfo tenía rodeada la ciudad de Silvanost. Esta tropa hizo tan bien su trabajo que el general Dogah, encerrado tras las murallas de una ciudad que había llegado a odiar, no tenía la más remota idea de que su enemigo había partido. Los caballeros negros continuaron prisioneros dentro de su propia victoria y maldijeron a Mina por haberlos abandonado a su suerte.

Los Kirath se quedaron guardando las fronteras. Habían recorrido la gris desolación dejada por el escudo durante mucho tiempo y ahora se regocijaban al ver pequeños brotes irguiéndose desafiantes a través del polvo y la putrefacción gris. Los Kirath interpretaron aquello como una señal esperanzadora para su tierra y su pueblo, que casi se habían marchitado y muerto, primero bajo el escudo, y después bajo la bota aplastante de los caballeros negros.

Gilthas había decidido quedarse. Dos días antes de la marcha, Kiryn fue en su busca.

Al ver la expresión preocupada del otro elfo, Gilthas suspiró para sus adentros.

—He oído que planeáis quedaros en Silvanesti —dijo Kiryn—. Creo que deberíais cambiar de opinión y venir con nosotros.

—¿Por qué?

—Para salvaguardar los intereses de vuestro pueblo.

Gilthas no dijo nada, y le dirigió una mirada interrogativa que hizo que Kiryn enrojeciera.

—Esta información me la dieron confidencialmente —dijo.

—No quiero que rompas ninguna promesa. No me gustan los espías.

—No prometí nada. Creo que Samar quería que os lo contara —explicó Kiryn—. Supongo que sabéis que marcharemos a través de las montañas Khalkist, pero ¿sabéis de qué manera planeamos entrar en Sanction?

—Apenas conozco ese territorio... —empezó Gilthas.

—Nos aliaremos con los enanos oscuros. Nuestro ejército pasará por sus túneles. Se les pagará bien.

—¿Con qué?

Kiryn observó fijamente el suelo del bosque tapizado de hojas.

—Con el dinero que trajisteis de Qualinesti.

—Ese dinero no es mío —aclaró secamente Gilthas—. Es la riqueza del pueblo qualinesti, todo lo que queda.

—El prefecto Palthainon se lo ofreció a Alhana, y ella lo aceptó.

—Si protesto, habrá problemas. Mi participación en esa malhadada aventura no cambiará nada.

—No, pero ahora Palthainon, como oficial de alto rango, está al cargo de esos fondos. Si venís vos, los fondos de vuestro pueblo se depositarán en vuestras manos. Puede que os veáis obligado a utilizarlos. Quizá no haya otro modo. Pero la decisión será vuestra.

—De modo que hemos llegado a esto —murmuró Gilthas cuando Kiryn se hubo marchado—. Pagamos a la oscuridad para salvarnos. ¿Hasta donde hemos de hundirnos en ella antes de convertirnos en oscuridad?

El día que la marcha comenzó, los silvanestis abandonaron sus amados bosques con los ojos secos y fijos en el norte. Avanzaron en silencio, sin cantos, sin toques de cuernos, sin redobles de timbales, ya que los caballeros negros no debían enterarse de su partida ni los ogros debían saber de su llegada. Los elfos caminaron bajo las sombras de los árboles para eludir los vigilantes ojos de los Dragones Azules que volaban en círculos sobre sus cabezas.

Cuando cruzaron la frontera de Silvanesti, Gilthas hizo una pausa para mirar atrás, a las ondeantes hojas que parecían lanzar destellos plateados a la luz del sol en un brillante contraste con la línea gris de putrefacción que era la frontera del bosque, el legado del escudo. Estuvo mirando largo rato con la opresiva sensación de que, una vez que cruzara, nunca regresaría.

Una semana después de que partiera el ejército silvanesti, Rolan, de los Kirath, hacía su patrulla habitual a lo largo de la frontera. Mantuvo la mirada fija en el suelo al reparar, gozoso el corazón, en una pequeña señal de que la naturaleza libraba una batalla contra el mal causado por el escudo.

Aunque la magia mortífera del escudo ya no existía, la destrucción ocasionada por aquella maldad permanecía. Cualquier planta y árbol que el escudo había tocado, moría, de modo que las fronteras de Silvanesti estaban marcadas con una línea gris y sombría de muerte.

En cambio ahora, bajo la gris mortaja de las hojas desecadas y las ramas podridas, Rolan distinguió minúsculos tallos verdes emergiendo triunfantemente del suelo. No supo distinguir qué eran, si briznas de hierba o delicadas flores silvestres o quizá futuros arces de llameantes copas. Tal vez, pensó con una sonrisa, aquéllas eran unas plantas sencillas y humildes, un diente de león, una nébeda o una siempreviva. Rolan lo amaba, fuera lo que fuese. La verde vida en medio de la muerte era un buen augurio de esperanza para él y para su pueblo.

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