Los silvanestis los miraron con ojos hostiles. Un mestizo cuarterón y una Elfa Salvaje. Extranjeros, extraños. ¿Quiénes eran ellos para decir a los silvanestis, e incluso a los qualinestis, lo que debían hacer? El prefecto Palthainon se encontraba al lado de Alhana, susurrándole al oído, sin duda exhortándola a no hacer caso al «rey marioneta». Gilthas encontró entre ellos a un aliado: Samar.
—El rey de nuestros parientes habla buen tino, majestad —dijo Samar—. Creo que deberíamos tener en cuenta sus palabras. Si marchamos a Sanction, dejamos detrás un enemigo que podría atacarnos y matarnos cuando le diéramos la espalda.
—Los caballeros negros están atrapados en Silvanost como abejas en un frasco —replicó Alhana—. Zumban de un lado a otro, sin poder escapar. Mina no tiene intención de enviar refuerzos a sus tropas en Silvanesti. En caso contrario, ya lo habría hecho a estas alturas. Dejaremos un pequeño contingente para mantener la impresión de que una fuerza más numerosa los tiene rodeados. Cuando regresemos triunfantes, mi hijo y yo nos encargaremos de esos caballeros negros —añadió con orgullo.
—Alhana —empezó Samar.
La mujer le lanzó una mirada; sus ojos de color violeta tenían el tono de un vino oscuro y una expresión gélida.
Samar no dijo nada más. Inclinó la cabeza y ocupó su puesto detrás de su reina. No miró a Gilthas, y tampoco lo hizo Alhana. La decisión se había tomado y el asunto estaba cerrado.
Silvanestis y qualinestis se reunieron anhelantes alrededor de la reina, esperando sus órdenes. Por fin las dos naciones se habían unido, hermanadas en su determinación de marchar contra Sanction. Tras dirigir una fugaz ojeada de preocupación a su marido, La Leona le apretó la mano en un gesto de consuelo y después también ella se aproximó presurosa a conferenciar con Alhana.
¿Por qué no lo veían? ¿Qué los cegaba hasta ese punto?
«Takhisis. Esto es obra suya —se dijo Gilthas—. Ahora, libre de gobernar el mundo sin oposición, ha tomado el dulce elixir del amor, lo ha mezclado con veneno, y se lo ha dado a tomar a la madre y al hijo. El amor de Silvanoshei por Mina se ha tornado obsesión. El amor de Alhana por su hijo confunde su razonamiento. ¿Cómo podemos combatir eso? ¿Cómo podemos luchar contra una diosa cuando hasta el amor, nuestra mejor arma contra ella, está contaminado?»
Puede que los elfos fueran soñadores y apáticos, que pasaran todo el día observando cómo se abrían los pétalos de una rosa o se tiraran noches enteras contemplando, embelesados, las estrellas, pero cuando se les empujaba a la acción, dejaban estupefactos a sus observadores humanos por su habilidad para tomar decisiones rápidas y llevarlas a cabo, por su resolución y determinación para superar cualquier obstáculo.
Si Alhana y Samar durmieron algo durante los días siguientes, Gilthas no tenía la menor idea de cuándo habían podido hacerlo. El torrente de personas yendo y viniendo de su refugio en el árbol no cesó ni de día ni de noche. Alhana tuvo la deferencia de invitarlo a dar su opinión, pero Gilthas sabía muy bien que su opinión no era tenida en cuenta. Además, conocía tan poco el territorio por el que tendrían que pasar que en cualquier caso tampoco habría podido ayudar gran cosa.
Le sorprendió el hecho de lo bien dispuestos que se mostraron tanto silvanestis como qualinestis en buscar el liderazgo en Alhana, antaño una exiliada, una elfa oscura. Su sorpresa terminó cuando la escuchó explicar su plan a grandes rasgos. Conocía las tierras montañosas por las que debían marchar, ya que allí se habían ocultado ella y sus fuerzas durante muchos años. Conocía cada camino, cada trocha, cada cueva. Conocía la guerra, con sus privaciones y sus horrores.
Ningún comandante silvanesti poseía unos conocimientos tan amplios de los territorios que tenían que atravesar, de las fuerzas que quizá tendrían que combatir, y, al poco tiempo, hasta el más contumaz de ellos defirió en la mayor experiencia de Alhana y le juraron lealtad. Incluso La Leona, que dirigiría a los Elfos Salvajes, estaba impresionada.
El plan de Alhana para la marcha era brillante. Los elfos viajarían hacia el norte, entrando en Blode, la tierra de sus enemigos los ogros. Esto podría parecer un verdadero disparate, pero, muchos años antes, Porthios había descubierto que el macizo de las montañas Khalkist se dividía en dos, ocultando entre los altos picos una serie de valles y desfiladeros enclavados en el centro. Avanzando por los valles, los elfos aprovecharían las montañas para guardarse los flancos. La ruta sería larga y ardua, pero el ejército elfo viajaría ligero de carga y rápidamente. Confiaban en haber atravesado Blode sin percances antes de que los ogros se dieran cuentan de que estaban allí.
A diferencia de los ejércitos humanos, que debían transportar las forjas de los herreros y llevar carretas cargadas hasta los topes con suministros, los elfos no utilizaban coraza ni cotas de malla ni cargaban con escudos o espadas pesadas, sino que dependían de arcos y flechas y hacían buen uso de la destreza por la que eran conocidos los arqueros elfos. En consecuencia, el ejército elfo podía cubrir distancias mayores en menos tiempo que uno humano. Tendrían que viajar deprisa, pues al cabo de unas pocas semanas las nieves del invierno empezarían a caer en las montañas y cerrarían los pasos.
Por mucho que admirara el plan de batalla de Alhana, cada fibra de su ser le gritaba a Gilthas que era un error. Como Samar había dicho, no deberían marchar dejando atrás al enemigo con el control de la ciudad. Gilthas empezó a sentirse tan descorazonado y tan frustrado que supo que tendría que dejar de asistir a las reuniones. Con todo, hacía falta que alguien representara a los qualinestis. Así pues, buscó el concurso del hombre que había sido su amigo durante muchos años, un hombre que, junto con su mujer, le ayudó a superar la terrible depresión que lo había abatido.
—Planchet —dijo Gilthas una mañana, temprano—. Te exonero de tu puesto a mi servicio.
—¡Majestad! —Planchet lo miró fijamente, estupefacto y desolado—. ¿He hecho o dicho algo para incurrir en vuestro desagrado? Si es así, lo siento muchísimo...
—No, amigo mío —lo tranquilizó Gilthas mientras le dedicaba una sonrisa que le brotó del corazón, no un simple gesto diplomático. Pasó el brazo sobre los hombros del elfo que llevaba a su lado tanto tiempo—. Y no hagas objeciones al uso de esa palabra. Digo «amigo» y lo digo en serio. Digo asesor y mentor, y eso también lo digo en serio. Digo padre y consejero, y asimismo lo digo de corazón. Has sido todo eso para mí, Planchet. No exagero cuando afirmo que hoy no me encontraría aquí de no ser por tu fortaleza y tu sabia guía.
—Majestad —protestó Planchet con voz enronquecida—. No merezco tales elogios. Sólo he sido el jardinero. Vuestro es el árbol que ha crecido fuerte y alto...
—... gracias a tu esmerado cuidado.
—¿Y por esa razón he de abandonar a vuestra majestad? —preguntó quedamente Planchet.
—Sí, porque ha llegado el momento de que cuides y protejas a otros. Los qualinestis necesitan un líder militar. Nuestro pueblo clama por marchar a Sanction. Debes ser su general. La Leona dirige a los kalanestis, y tú conducirás a los qualinestis. ¿Harás esto por mí?
Planchet vaciló, inquieto.
—Planchet, el prefecto Palthainon está ya intentando abrirse paso hacia esa posición. Si te nombro a ti, rezongará y se quejará, pero no podrá impedírmelo. No sabe nada de asuntos militares, y tú eres un veterano con años de experiencia. Les caes bien a los silvanestis, y confían en ti. Por favor, por el bien de nuestro pueblo, haz esto por mí.
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