Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Con cuidado, suavemente, volvió a cubrirlo con la mortaja, en la que ahora pensaba como una manta, para proteger los tiernos tallos de la fuerte luz del sol. Estaba a punto de seguir caminando cuando captó una ráfaga de un olor extraño.

Se puso de pie, alarmado. Husmeó el aire intentando con afán identificar el peculiar hedor. Jamás había olido nada igual: acre, animal. Escuchó sonidos distantes que reconoció como los crujidos de ramas de árbol al romperse, de vegetación chascando al aplastarla. Los sonidos se hicieron más fuertes y más claros, y por encima se escuchó algo más ominoso: el grito de advertencia del halcón, el chillido del tímido conejo, el balido empavorecido del venado al huir.

El horrible hedor animal se volvió intenso, insoportable, vomitivo. Olor a comedores de carne. Rolan desenvainó la espada y se llevó los dedos a los labios para emitir el penetrante silbido que alertaría a su compañero Kirath del peligro.

Tres enormes minotauros emergieron de la fronda. Sus cuernos rompían hojas, sus hachas dejaban heridas en los troncos de los árboles al descargarse con impaciencia para abrir paso entre la maleza que les obstruía el camino. Los minotauros se pararon al ver a Rolan, se lo quedaron mirando, sus oscuros ojos bestiales vacíos de expresión.

El elfo alzó la espada y se dispuso a atacar.

Un hedor bovino lo envolvió. Unos fuertes brazos lo agarraron y Rolan sintió el pinchazo del cuchillo justo debajo de la oreja; un rápido e intenso dolor cuando la hoja se hundió en su garganta de lado a lado...

El minotauro que había matado al elfo dejó caer el cuerpo en el suelo y limpió la sangre de su daga. Sus compañeros asintieron: otro trabajo bien hecho. Después continuaron a través del bosque, abriendo el paso a los que venían detrás.

Para los cientos que venían detrás. Para los miles.

Las fuerzas de los minotauros cruzaron la frontera pisoteándolo todo. Los barcos minotauros, con sus velas pintadas y sus galeras tripuladas por esclavos, surcaron las aguas del río Thon-Thalas viajando hacia el sur, a la capital, Silvanost, llevando al general Dogah los refuerzos que se le habían prometido.

Muchos Kirath murieron aquel día, al igual que Rolan. Algunos tuvieron ocasión de luchar contra sus atacantes, pero no la mayoría. A casi todos los cogieron por sorpresa.

El cadáver de Rolan, de los Kirath, yació en el bosque que había amado. Su sangre se filtró por el gris manto de muerte y empapó los verdes brotes tiernos.

32

La plegaria de Odila, el regalo de Mina

Por la noche, los ojos en las calaveras de los dragones muertos hacían que el tótem resplandeciera. El fantasmagórico dragón con cinco cabezas flotaba sobre él, y quienes lo veían se quedaban maravillados. De noche, en la oscuridad que gobernaba, Takhisis era la poderosa y suprema soberana; pero con la luz del sol, su imagen se desvaneció y los ojos de los dragones muertos titilaron y se apagaron, al igual que las llamas de las velas en el altar, de las que sólo quedaban volutas de humo, mechas ennegrecidas y cera derretida.

El tótem, que parecía tan magnífico e invulnerable en la oscuridad, no era más que un montón de calaveras a la luz del día, una estampa repulsiva, ya que aún había trozos de escamas o de carne putrefacta pegados a los huesos. De día, el tótem era un descarnado recordatorio del inmenso poder de Malys, la señora suprema que lo había construido, para todo el que lo veía.

La pregunta en los labios de todo el mundo no era si Malys atacaría, sino cuándo. El miedo a su llegada se extendió por la ciudad, y temiendo que se produjesen deserciones masivas, Galdar ordenó cerrar la Puerta Oeste. Aunque en público los caballeros de Mina mantenían una actitud despreocupada, estaban asustados.

Cuando la muchacha recorría las calles, desterraba el miedo de los corazones de todos los que la veían. Cuando hablaba del poder del Único cada noche, la gente escuchaba y aclamaba, convencida de que el Único los salvaría del dragón. Sin embargo, cuando Mina se marchaba, cuando el sonido de su voz dejaba de oírse, la sombra de unas rojas alas proyectaba helor sobre la ciudad y la gente miraba el cielo con terror.

Mina no tenía miedo. Galdar se maravillaba de su valor, aun cuando le preocupaba, ya que el coraje de la joven provenía de su fe en Takhisis, y el minotauro sabía que la diosa no merecía una fe tan grande. Su única esperanza radicaba en el hecho de que Takhisis necesitaba a Mina y, en consecuencia, se resistiría a sacrificarla. Con todo, si en cierto momento Galdar estaba convencido de que la muchacha se encontraba a salvo, al siguiente tenía la seguridad de que Takhisis podría aprovechar esta circunstancia para librarse de una rival que resultaba más molesta que útil.

El temor de Galdar se acrecentaba por el hecho de que Mina se negaba a explicarle su estrategia para derrotar a Malys. Intentó hablar con la joven sobre ello, y le recordó Qualinost, donde el dragón había perecido, pero también se destruyó la ciudad. Mina le puso la mano en el brazo, en un gesto tranquilizador.

—Lo ocurrido en Qualinost no se repetirá en Sanction, Galdar. El Único odiaba a los elfos y su nación, quería verlos destruidos. Al Único le complace Sanction, es el lugar donde se propone entrar en el mundo para habitarlo tanto en el plano físico como en el espiritual. Sanction y sus habitantes estarán a salvo, el Único se ocupará de que sea así.

—Bien, ¿pero cuál es tu estrategia, Mina? —insistió el minotauro—. ¿Qué plan hay?

—Ten fe en el Único, Galdar —repuso Mina, y el minotauro tuvo que contentarse con esa contestación porque la muchacha no quiso añadir nada más.

Odila también estaba preocupada por el futuro; preocupada, confusa y angustiada. Desde que los espíritus habían construido el tótem y ella reconoció al Único como la diosa Takhisis, Odila se había sentido casi como los dos magos zombis. Comía, bebía, caminaba y llevaba a cabo sus tareas, pero su espíritu parecía encontrarse ausente de su cuerpo, como si se encontrara aparte, contemplándolo con indiferencia, mientras que mentalmente tanteaba en la oscuridad de su alma azotada por la tormenta buscando la luz del entendimiento.

Era incapaz de rezar al Único. Ya no. No desde que descubrió quién era. Sin embargo, echaba en falta las oraciones, el dulce consuelo de poner su vida en manos de Otro, de un Ser Sabio que guiara sus pasos y la condujera del dolor a una gozosa paz. El Único había conducido sus pasos, pero no hacia la paz, sino hacia la confusión, el temor y la consternación.

En más de una ocasión Odila había aferrado el medallón que colgaba de su cuello, dispuesta a arrancárselo de un tirón, mas, todas las veces que sus dedos se cerraron sobre el colgante, había sentido el calor del metal. Había recordado el poder del Único que había fluido por sus venas, el poder que frenó a aquellos que querían matar el rey elfo. Entonces su mano se apartaba del medallón y colgaba fláccida a su costado. Una mañana, mientras contemplaba cómo los rayos rojizos del sol otorgaban un brillo lúgubre a las nubes siempre suspendidas sobre los Señores de la Muerte, Odila decidió poner a prueba su fe.

Se arrodilló ante el altar, cercano al tótem de los cráneos de dragones. La estancia olía a muerte y putrefacción, a cera caliente y derretida. El calor de las velas contrastaba con la fría corriente que soplaba por el agujero del techo y silbaba de manera inquietante entre los dientes de las calaveras. El sudor se heló en el cuerpo de Odila, que ansiaba abandonar aquel lugar terrible, pero el medallón permanecía caliente contra su fría piel.

—Reina Takhisis, ayudadme —entonó, y no pudo contener un escalofrío al pronunciar el nombre—. Toda mi vida me han enseñado que sois una diosa cruel a la que no le importa ningún ser vivo, que nos veis a todos como esclavos que han de obedecer vuestras órdenes. Me han enseñado que sois ambiciosa e interesada, que os mofáis y denigráis los principios que tanto significan para mí: honor, compasión, misericordia, amor. Por lo que sois no debería creer en vos ni serviros, y, sin embargo...

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