—¡Fe! —resopló Derek—. Querrás decir charlatanería supersticiosa. Falsos «clérigos» que realizan unos cuantos trucos efectistas a los que llaman «milagros», y los crédulos gimen y plañen y se postran con el feo rostro en el suelo en señal de pleitesía.
—¿Así que no crees que la diosa Takhisis haya vuelto al mundo y haya desencadenado esta guerra?
—Creo que han sido los hombres quienes la han desencadenado —contestó Derek.
—Entonces piensas que nunca hubo dioses —dijo Brian—. Ni en los viejos tiempos. Dioses de la Luz, como Paladine y Kiri-Jolith.
—No —fue la escueta respuesta.
—¿Y el Cataclismo?
—Un fenómeno natural, como un terremoto o un huracán —contestó Derek—. Los dioses no tuvieran nada que ver con eso.
—Huma creía en los dioses...
—¿Y quién cree en Huma hoy día? —inquirió Derek al tiempo que se encogía de hombros—. Mi hijo pequeño, por supuesto, pero sólo tiene seis años.
—Antes tampoco creíamos en los dragones —comentó Brian con gesto adusto.
Derek gruñó, pero no respondió nada.
—La Medida habla de la fe —continuó Brian—. El papel del Sumo Sacerdote es tan importante como el del Guerrero Mayor. En tiempos, los Caballeros de la Rosa, como tú mismo, podían lanzar hechizos divinos, o eso nos cuenta la historia. La Medida menciona que los caballeros del pasado se valían de sus plegarias para sanar a los heridos en combate.
Brian sentía curiosidad por ver cómo respondía su amigo a ese argumento. Derek estaba consagrado a la Medida, se sabía de memoria muchos fragmentos, regía su vida basándose en ella. ¿Cómo podría conciliar la exhortación de la Medida de que un caballero debía ser fiel a los dioses con su declarada falta de fe?
—He leído cuidadosamente la Medida con respecto a esto —dijo Derek—, y también he leído los escritos del eminente erudito sir Adrián Montgomery, quien hace hincapié en el hecho de que la Medida dice simplemente que un caballero debe tener fe. La Medida no dice que un caballero deba tener fe en los dioses ni tampoco menciona a ningún dios de forma específica, cosa que sin duda habrían hecho quienes la promulgaron si hubieran creído que los dioses eran un aspecto importante en la vida de un caballero. Sir Adrián afirma que cuando se habla de fe en la Medida, se refiere a tener fe en uno mismo, no en algún ser inmortal, omnipotente y omnisciente.
—¿Y si no se nombró a los dioses en la Medida porque a quienes la escribieron no se les ocurrió que fuera necesario hacerlo? —arguyó Brian.
—¿Te estás tomando esto a la ligera?
—Por supuesto que no —se apresuró a negar Brian—. Lo que quiero decir es: ¿Y si la existencia de los dioses y creer en ellos era algo tan sabido e incuestionable que a los escritores ni se les pasó por la cabeza que llegaría el día en el que los caballeros ni siquiera los recordarían? No era necesario mencionarlos específicamente porque todo el mundo los conocía.
—Es muy improbable —repuso Derek a la par que negaba con la cabeza.
—¿Y la curación? —persistió Brian, que no estaba tan seguro como su amigo—. ¿Explica sir Montgomery...?
Lo interrumpió un grito que sonó a sus espaldas.
—¡Milord!
Los dos hombres se volvieron en las sillas para ver al jinete que galopaba calzada abajo mientras gritaba y agitaba un gorro que llevaba en la mano.
—Mi escudero —indicó Derek, que taconeó al caballo para salir a su encuentro.
—Milord, me encargaron que te buscara para entregarte esto —dijo el joven.
El escudero buscó debajo del cinturón de cuero y sacó una carta doblada que le entregó a su amo. Derek tomó el papel, leyó la misiva con rapidez y alzó la vista.
—¿Quién te dio esto?
El escudero se ruborizó, azorado.
—No estoy muy seguro, milord. Caminaba por el mercado esta mañana cuando de repente me metieron ese papel en la mano. Miré a mi alrededor inmediatamente para ver quién había sido, pero la persona había desaparecido entre el gentío.
Derek le entregó la nota a Brian para que la leyera. El mensaje era breve:
«Puedo hacerte Gran Maestre. Reúnete conmigo en El Yelmo del Caballero cuando se ponga el sol. Si recelas, puedes llevar a un amigo. También tendrás que llevar cien monedas de acero. Pregunta por sir Uth Matar y te conducirán a un reservado.»
Brian le devolvió la nota a Derek, que la releyó con el entrecejo fruncido en un gesto pensativo.
—Uth Matar —repitió Brian—. Me suena ese nombre, pero no se me ocurre por qué. —Lanzó una mirada de soslayo a su amigo.
Derek dobló el papel con cuidado y se lo guardó dentro del guante. Emprendieron galope en dirección a Palanthas y el escudero se puso detrás de ellos.
—Derek, es una trampa... —dijo Brian.
—¿Con qué propósito? —preguntó—. ¿Asesinarme? La nota dice que puedo llevar a un amigo para prevenir esa contingencia. ¿Robarme? Aligerarme la bolsa del dinero sería mucho más seguro y más fácil asaltándome en un callejón oscuro. El Yelmo del Caballero es un establecimiento serio...
—¿Por qué arreglar un encuentro en una taberna, Derek? ¿Qué caballero haría tal cosa? Si ese tal sir Uth Matar te quiete hacer una propuesta lícita ¿por qué no va a visitarte a tu residencia?
—Quizá porque quiere evitar que lo vean los espías de Gunthar —dijo Derek.
Brian no podía permitir que semejante acusación se quedara como si tal cosa. Echó un vistazo hacia atrás, al escudero, para asegurarse de que el muchacho no podía oírlos y después habló con discreta intensidad.
—Lord Gunthar es un hombre con honor y nobleza, Derek. ¡Antes se cortaría una mano que espiarte!
Derek no hizo comentarios.
—¿Vas a acompañarme esta noche, Brian, o habré de buscar en otra parte un amigo de verdad que me cubra la espalda? —dijo en cambio.
—Sabes que iré contigo.
Derek le dirigió lo que podía pasar por una sonrisa y que sólo era un fruncimiento de labios apretados en un gesto firme, visible apenas bajo el bigote rubio. Los dos cabalgaron a Palanthas en silencio.
El Yelmo del Caballero era, como había dicho Derek, un establecimiento de confianza, aunque en la actualidad no tanto como lo fue en tiempos. La taberna estaba situada en lo que se conocía como la Ciudad Vieja y a su propietario actual le gustaba alardear de que había sido uno de los edificios originales de la ciudad, aunque tal afirmación era cuestionable. La taberna estaba construida bajo tierra y se extendía por el interior de una ladera. En invierno era caliente y acogedora, mientras que en los meses de verano resultaba fresca y agradablemente oscura.
Los parroquianos entraban por una puerta de madera instalada bajo un techo inclinado. Una escalera bajaba hasta el amplio salón que estaba iluminado con cientos de velas encendidas en candeleras de hierro forjado, así como por la lumbre de un enorme hogar de piedra.
No había mostrador. Las bebidas y la comida se servían desde la cocina, que estaba en un espacio contiguo. Al fondo, excavados más profundamente en la ladera, estaban la bodega donde se guardaba la cerveza y los vinos, varios reservados pequeños para fiestas privadas y otro cuarto grande llamado el «Salón Noble». Esta estancia estaba amueblada con una enorme mesa oblonga y treinta y dos sillas de respaldo alto colocadas a su alrededor, todas de la misma madera, con tallas de pájaros, bestias, rosas y martines pescadores, símbolos todos de la caballería. El propietario de la taberna se jactaba de que Vinas Solamnus, fundador de la Orden de los Caballeros, celebraba fiestas en esa misma habitación y en esa misma mesa. Aunque nadie se lo creía realmente, cualquiera que hiciera uso de la sala siempre dejaba un sitio vacante a la mesa para la sombra del caballero.
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