Colocó el segundo libro en la mesa. Este libro no tenía nada que ver con la magia. Se titulaba Historia de Ansalon desde la Era de los Sueños hasta la Era del Poder con anotaciones del autor, un erudito Esteta de la respetada Biblioteca de Palanthas. El libro más aburrido que uno pueda imaginarse, de los que acumulan polvo en una estantería porque nadie los elige por gusto. Justo lo que buscaba quien lo hizo, ya que en realidad no era un libro, sino una caja. Iolanthe tocó la letra «E» de «Esteta» y la portada, que era la tapa de la caja, se alzó con un suave chasquido.
Un tarro de cristal que cerraba un tapón sellado con cera y ribeteado con filigrana dorada descansaba en el hueco recortado en las «páginas». Junto al tarro, en otro hueco más pequeño, había un pincel hecho con pelos de la melena de un león.
Iolanthe sacó el tarro con cuidado, lo puso sobre la mesa, rompió el sello de cera y extrajo el tapón de corcho. La sustancia contenida en el tarro era densa y viscosa, como azogue, y rielaba con la luz. Aquélla era la posesión más valiosa de la hechicera, un regalo que le hizo Ladonna, portavoz de la Orden de los Túnicas Negras, al acabar con éxito la Prueba. La sustancia tembló cuando Iolanthe transportó el tarro y el pincel a una parte del cuarto que ocultaba una cortina gruesa.
La hechicera apartó la cortina y la dejó caer tras ella. En esa zona no había absolutamente nada, ni muebles ni cuadros colgados en la pared de yeso encalado. Iolanthe dejó el tarro en el suelo, mojó el pincel en la sustancia plateada y, empezando a nivel del suelo, trazó una línea recta pared arriba hasta igualar su altura. Pintó otra línea en perpendicular a la primera y después añadió una tercera hasta el suelo. Hecho esto, volvió a poner el tapón con cuidado en la boca del tarro. Vertió cera derretida sobre el corcho y lo dejó a un lado para que se endureciera. Comprobó que el pequeño puñal de plata seguía metido en la manga de la túnica y después volvió al hueco oculto tras la cortina.
La hechicera se quedó frente a las tres líneas pintadas en la pared y pronunció las palabras mágicas requeridas. La sustancia plateada resplandeció en la pared con tanta intensidad que la deslumbró. Durante un instante lo único que vio fue una brillante luz blanca. Evocó una imagen de la habitación en la posada El Escudo Roto y se obligó a mirar fijamente la intensa luz.
La pared en la que estaban pintadas las líneas plateadas desapareció. El pasillo de la posada se extendía ante la hechicera. Iolanthe no entró en él de inmediato, sino que miró a su alrededor con atención; no quería que la interrumpieran. Hasta que no estuvo segura de que no había nadie cerca no entró, entonces caminó a través de la pared y de las líneas plateadas como cualquier persona habría hecho a través de una puerta y, recorriendo las sendas de la magia, se halló en la habitación dieciséis.
Iolanthe echó un vistazo a su espalda. Un tenue brillo plateado, como el viscoso rastro dejado por un caracol, brillaba en la pared y le marcaba el camino de vuelta. En la chimenea ardían las brasas, y a su luz la hechicera distinguió la cama y a la mujer que dormía en ella.
El cuarto apestaba a cerveza.
Iolanthe sacó el puñal de la manga. Cruzó silenciosamente el suelo hasta llegar junto a la cama. Kitiara yacía boca arriba, despatarrada, con un brazo doblado por encima de la cabeza. Todavía llevaba puestas las botas y las ropas, probablemente se había sentido muy cansada o muy ebria para desnudarse. Respiraba de forma regular, profundamente dormida. La espada, enfundada en la vaina, estaba colgada en uno de los postes de la cama.
Puñal en mano, Iolanthe se inclinó sobre la mujer dormida. No creía que Kit estuviera fingiendo, pero siempre existía esa posibilidad, de modo que acercó la punta del arma a la muñeca de la guerrera y la hundió en la piel hasta hacer brotar una gota de sangre.
Kitiara ni se movió.
«Sería una gran asesina —reflexionó la hechicera— . Déjate de tonterías y ponte a trabajar.»
Desvió el arma hacia el cabello de Kitiara. Tomó con suavidad uno de los sedosos rizos negros que rozaban la almohada y, estirándolo, pegó el filo al cuero cabelludo y lo cortó de raíz. Cortó otro rizo y un tercero, e iba a repetirlo con un cuarto cuando Kitiara soltó un profundo suspiro, frunció el entrecejo y se giró en la cama.
Iolanthe se quedó paralizada, sin atreverse a mover un solo músculo. No corría peligro. Tenía preparadas las palabras en los labios y el requerido pellizco de arena en los dedos, lista para lanzarlos sobre la durmiente. No quería tener que recurrir a la magia, sin embargo, porque cuando Kitiara se despertara a la mañana siguiente podría ver arena en la cama y deducir que le habían echado un hechizo durante la noche. No tenía que sospechar nada. En cuanto al pinchazo en la muñeca, los guerreros siempre se estaban cortando con la armadura o con las armas. No le daría importancia a una marca tan pequeña.
Kit se abrazó a la almohada y murmuró una palabra que sonó como tañis , suspiró, sonrió y volvió a quedarse profundamente dormida. A la hechicera no se le ocurría por qué soñaba Kit con campanas y tañidos, pero a saber si había alguna razón. Guardó los rizos de pelo en una bolsita de terciopelo, se ató la bolsa al cinturón y se alejó de la cama de Kitiara.
Brillando débilmente en la pared, el plateado rastro de caracol le indicaba el camino de salida. Iolanthe atravesó el umbral plateado y entró en el rincón oculto por la cortina de su vivienda. El trabajo nocturno había sido un éxito.
La montura de Kitiara, un dragón azul llamado Skie, la esperaba fuera de la ciudad, en un emplazamiento secreto. Cerca de cada cuartel general de los Señores de los Dragones en Neraka había establos para dragones, pero lo mismo que Kitiara prefería quedarse en una posada que pasar la noche en los alojamientos abarrotados del recinto militar, Skie estaba tan acostumbrado a la comodidad y la intimidad que no soportaba las condiciones en los atestados establos de los dragones. Sin embargo, hizo una visita a sus congéneres, y estaba preparado para contar a Kitiara los últimos chismorreos y novedades que se comentaban entre sus iguales cuando la mujer llegó.
El dragón azul había pasado una velada agradable. Había salido a cazar por la mañana y había atrapado un ciervo gordo. Después de comer había encontrado un trozo de suelo bañado por los rayos del sol otoñal y, tumbándose con la cabeza recostada en las cálidas piedras, había extendido las alas azules para disfrutar del agradable calorcillo. Cuando llegó Kitiara, sacudió la cabeza coronada por la crin azul y agitó la larga cola escamosa para desperezarse.
El saludo entre la Señora del Dragón y el reptil fue afectuoso. Skie era el único ser en el que Kitiara confiaba de verdad, y el dragón era leal a su amazona, algo poco corriente entre los dragones que, por lo general, despreciaban todas las formas de vida inferiores. Skie admiraba el valor de Kitiara y su destreza imperturbable en la batalla y, en consecuencia, estaba más que dispuesto a pasar por alto sus defectos achacándolos al hecho de que, lamentablemente, había nacido humana.
—¡Qué dragona habría sido! —comentaba a menudo Skie con pesar.
Kitiara palmeó el cuello escamoso del dragón azul y le preguntó si había comido. Skie señaló los restos de un ciervo muerto que había cerca. Muy pocos jinetes humanos se interesaban por el bienestar de sus dragones, pero a Kitiara nunca se le pasaba por alto. La mujer asintió con la cabeza y después, en lugar de montar como él esperaba, se quedó de pie a su lado, con la mano posada en su cuello y la mirada prendida en las botas.
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