Margaret Weis - El Orbe de los Dragones

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Después de El Mazo de Kharas llega la esperadísima segunda parte de Las Crónicas Perdidas de la Dragonlance.
La temida Dama Azul, Kitiara, pone en marcha un complot que conducirá a los caballeros solámnicos hasta el límite del glaciar en busca del Orbe de los Dragones, y su rival Laurana inicia un viaje hacia su destino cuando Sturm, Flint, Tasslehoff y ella se unen a los caballeros en su peligrosa misión.
Pero es Kitiara la que afronta un reto crucial. Jura pasar la noche en el lugar más temido de Krynn: el alcázar de Dardaard. Nadie que se haya aventurado en ese sitio pavoroso ha vuelto para contarlo, pero Kit tiene que enfrentarse a Soth o afrontar la muerte a manos de su reina.

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Skie supo al instante que pasaba algo malo.

—¿Qué le pareció al emperador tu plan de atacar la Torre del Sumo Sacerdote? —preguntó el dragón.

Kitiara soltó un suspiro.

—Cree que es demasiado temerario, demasiado arriesgado, así que no lo aprobó. Supongo que tiene razón, pero a mi modo de ver corremos un riesgo mucho mayor si nos quedamos enrocados en nuestras guaridas, cómodos y despreocupados.

—Ese hombre es un necio —comentó Skie.

—No, si Ariakas fuera estúpido no me importaría tanto —contestó la mujer con gesto serio—. Es un comandante brillante. Prueba de ello es que sus ejércitos controlan la mayor parte de Ansalon. Pero esas mismas victorias serán su perdición. Al comienzo de la guerra, cuando no tenía nada que perder, habría aceptado mi propuesta y habríamos atacado la Torre del Sumo Sacerdote. De entonces a ahora le ha cogido demasiado apego a la victoria. Tiene miedo de la derrota, así que sólo apuesta a lo seguro. Arriesga poco y aún se pregunta por qué han disminuido las ganancias.

Skie sacudió la cabeza. Las tripas le sonaron. Había comido demasiado deprisa y el ciervo no le estaba sentando bien.

—¿Visitaste los habitáculos de los dragones? —preguntó Kitiara—. ¿Qué novedades se comentan?

—Como has dicho, la guerra del emperador marcha bien —contestó Skie a regañadientes—. El Señor del Dragón del Ala Negra, Lucien de Takar, ha afianzado su dominio en las tierras orientales al aplastar revueltas y rebeliones de poca importancia, aunque su mayor logro parece ser haber obligado a esas babosas vagas que son los dragones negros a salir de sus ciénagas y luchar. Lucien acordó con el Señor del Dragón del Muro de Hielo, Feal-Thas, unir sus fuerzas para conquistar la península de Goodlund. Feal-Thas está haciendo correr la voz de que el responsable de la victoria fue él, pero todos saben que el elfo de orejas puntiagudas se limitó a seguir las órdenes de Lucien.

—Por supuesto, ya que ningún humano cree que un elfo tenga cerebro, así que descartan a Feal-Thas —comentó Kitiara—. Probablemente corran peligro por ello. Ya lo comprobaremos personalmente. Tenemos que hacer una visita a ese Señor del Dragón, así que me convendría saber más cosas sobre él.

—¿Qué? ¿Viajar al Muro de Hielo? —Skie resopló y unas chispas de relámpago sisearon entre sus dientes—. Si vas allí, lo harás sin mí. Sólo hay nieve y hielo. ¡No entiendo por qué iba a viajar nadie a un lugar tan horrible!

No hablaba en serio, naturalmente. A Skie no se le pasaría por la cabeza confiar la seguridad de Kitiara a otro dragón. Aun así, lo del viaje le preocupaba.

Kitiara sacó a rastras los pesados arreos de los matojos donde los había guardado a buen recaudo. Skie detestaba los arreos, como cualquier otro dragón que tuviera amor propio. Para Skie, la palabra «arreos» era tanto como decir «caballo», y si consentía en llevar puesto ese aparejo, era sólo para garantizar la seguridad de su amazona. Algunos jinetes subían a sus monturas con la idea equivocada de que podían usar los arreos para guiar y controlar al dragón. Todos los dragones sacaban en seguida de su error a los jinetes.

Dragón y jinete trabajaban mejor si lo hacían en equipo. Tenían que confiar plenamente el uno en el otro, ya que su vida dependía del compañero. Llegar a tener esa confianza no era fácil para la mayoría de dragones y jinetes, en especial los dragones cromáticos, que no eran dados a confiar en nadie, ni siquiera entre ellos mismos. Los dragones azules habían resultado ser las mejores monturas hasta el momento, ya que los de su clase tendían a ser más gregarios y sociables que sus otros congéneres y trabajaban mejor con los humanos. Pese a ello, siempre llegaba un momento en la relación de cualquier dragón con su jinete en el que el primero tenía que demostrar al segundo quién mandaba realmente. Con frecuencia, esto lo hacía el dragón dando media vuelta en pleno vuelo y dejando caer al jinete en un lago.

Skie aún recordaba riendo para sus adentros la vez que se lo había hecho a Kit. La mujer iba vestida con armadura completa y se había hundido como una piedra. Skie había tenido que zambullirse en el agua tras ella y sacarla medio ahogada. El azul había creído que Kitiara estaría furiosa, pero cuando la guerrera dejó de escupir agua rompió a reír. Admitió que él tenía razón y que ella se había equivocado. Después de aquello jamás volvió a intentar imponer su voluntad en contra de los deseos del azul.

Lo primero que Kitiara había aprendido de Skie era que el combate aéreo no tenía nada que ver con las batallas que se libraban en el suelo. En el aire, un humano tenía que aprender a pensar y a luchar como un dragón. Esa reflexión hizo recordar a Skie el resto de las noticias que tenía.

—Corre el rumor de que los dragones de colores metálicos entrarán en liza muy pronto —dijo el azul—. Si tal cosa ocurre, las victorias de Ariakas podrían acabar. Esos metálicos son nuestros iguales, equipados con armas de aliento mortífero y magia poderosa.

—¡Bah! No me lo creo —dijo Kit al tiempo que negaba con la cabeza—. Los metálicos han hecho el juramento de no entrar en guerra. No se atreverán, al menos mientras tengamos como rehenes sus preciados huevos.

—Los dos sabemos lo que está pasando con esos huevos y algún día los metálicos lo descubrirán. Algunos empiezan ya a albergar sospechas. Se rumorea que uno conocido por el nombre de Lucero de la Tarde va por ahí haciendo preguntas sobre los draconianos. Cuando los dorados y los plateados descubran la verdad, entrarán en guerra... ¡buscando venganza!

»Lo que me recuerda una cosa. Supongo que te has enterado de que Verminaard ha muerto —añadió Skie de improviso.

—Sí, me he enterado —contestó Kitiara.

Skie la ayudó a ponerse los arreos que se ajustaban al cuello, al torso y las patas delanteras. Por lo menos Kitiara no insistía en usar una de las incómodas y molestas sillas de dragón. Montaba a pelo, colocada delante de las alas.

—¿Te hablaron de cómo murió realmente? —preguntó Skie, que estaba charlatán—. ¡Nada de combatiendo a los enanos en el reino subterráneo, como nos quisieron hacer creer, sino de forma ignominiosa, a manos de esclavos!

—El comandante draconiano dijo que lo mataron unos asesinos... —dijo Kit, que añadió con una risita burlona:— Cuando murió, un aurak se disfrazó como Verminaard. Muy inteligente por su parte.

—A los dragones que sirvieron a las órdenes de ese pequeño bastardo escamoso no los engañó —comentó el azul en tono despectivo.

—No te gustan los draconianos —observó la mujer mientras subía a lomos de Skie.

—No nos gustan a ningún dragón —repuso, iracundo—. Son una perversión, una abominación. No puedo creer que su Oscura Majestad permitiera semejante atrocidad.

—Entonces es que no la conoces —dijo la mujer, que echó una ojeada en derredor y después añadió en voz baja—: Sugiero que cambiemos de tema. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.

Skie mostró su conformidad con un gruñido.

—¿Adónde nos dirigimos? ¿De vuelta al campamento?

—¿Por qué? —preguntó Kitiara en tono seco—. No tenemos nada que hacer allí excepto beber, eructar y rascarnos. No nos van a permitir luchar. —Volvió a suspirar y después continuó—. Además, lord Ariakas me ha encomendado otra misión. Primero iremos a Palanthas...

—¿Palanthas? —repitió Skie, estupefacto—. Eso es territorio enemigo. ¿Qué asuntos requieren tu presencia en Palanthas?

—Voy de compras —contestó Kitiara, riendo.

Skie estiró el cuello para mirarla de hito en hito.

—¿De compras? ¿Qué vas a comprar?

—El alma de un hombre —repuso la guerrera.

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