Antes del Cataclismo, El Yelmo del Caballero era un lugar de reunión popular entre los caballeros y sus escuderos y el negocio tenía buenas ganancias. Después del Cataclismo, cuando la caballería se sumió en el caos y los caballeros ya no eran bien recibidos en Palanthas, El Yelmo del Caballero pasó por malos momentos. La taberna tuvo que acoger a gente más corriente para poder pagar las facturas. El propietario siguió recibiendo a los caballeros cuando muy pocos establecimientos lo hacían, y los caballeros recompensaban su lealtad frecuentando la taberna siempre que podían. Los propietarios actuales conservaban esa tradición y los Caballeros de Solamnia eran recibidos siempre como clientes distinguidos.
Derek y Brian bajaron la escalera y entraron en la sala común. Esa noche la taberna estaba muy iluminada y rebosante de buenos olores y de risas. Al ver a los dos caballeros, el propietario en persona se acercó presuroso a recibirlos para darles las gracias por el honor que le hacían a su establecimiento y a ofrecerles la mejor mesa de la casa.
—Gracias, señor, pero nos indicaron que preguntáramos por sir Uth Matar —dijo Derek, que escudriñó el salón con una mirada penetrante.
Brian estaba detrás de su amigo, la mano posada en la empuñadura de la espada. Los dos llevaban capas y debajo un grueso coselete de cuero. Era la hora de la cena y la taberna se encontraba abarrotada. En su mayoría, los parroquianos pertenecían a la floreciente clase media: propietarios de almacenes, letrados, maestros y estudiosos de la Universidad de Palanthas, Estetas de la célebre Biblioteca. Muchos de los presentes sonrieron a los caballeros o los saludaron con una leve inclinación de cabeza, tras lo cual siguieron con la comida, la bebida y la charla.
Derek acercó la cabeza a Brian para comentar en un seco susurro:
—Pues a mí me parece una guarida de ladrones.
El otro caballero sonrió, pero no retiró la mano de la espada.
—Sir Uth Matar —repitió el dueño de la taberna—. Sí, es por allí.
Les entregó una vela a cada uno con la explicación de que el corredor estaba oscuro y condujo a los caballeros hacia la parte trasera del establecimiento. Cuando llegaron al cuarto indicado, Derek llamó a la puerta.
Al otro lado se oyeron pisadas de botas que cruzaban el suelo y la puerta se abrió una rendija. Un brillante ojo de color marrón, encuadrado por largas y oscuras pestañas, los miró de forma escrutadora.
—¿Vuestros nombres? —preguntó la persona.
Brian dio un respingo. La voz pertenecía a una mujer.
Si eso desconcertó a Derek, el caballero no dio señales de ello.
—Soy sir Derek Crownguard, señora. Éste es sir Brian Donner.
Los ojos oscuros relumbraron y la boca de la mujer esbozó una sonrisa sesgada.
—Adelante, señores caballeros —los invitó mientras abría la puerta de par en par.
Los dos hombres entraron en el cuarto con cautela. Sobre la mesa ardía una única lámpara, en tanto que un fuego pequeño parpadeaba en la chimenea. Utilizado para cenas privadas, el cuarto estaba amueblado con una mesa y sillas, así como un aparador. Brian echó una ojeada detrás de la puerta antes de cerrarla.
—Estoy sola, como podéis ver —dijo la mujer.
Los dos hombres se volvieron hacia ella. Ninguno sabía qué decir, porque nunca habían visto a una mujer como ella. Para empezar, vestía como un hombre, con pantalón de cuero negro, como negro era también el coleto de cuero que llevaba sobre una camisa roja de manga larga, y botas asimismo negras. Portaba una espada y daba la impresión de estar acostumbrada a llevarla y probablemente a ser diestra en su manejo. Su negro y rizado cabello era corto. Los miraba de frente, con osadía, como un hombre, no con timidez como haría una mujer. Los observaba fijamente, los brazos en jarras. Nada de una reverencia o bajar los ojos, azorada.
—Hemos venido a reunimos con sir Uth Matar, señora —dijo Derek, ceñudo.
—Habría venido esta noche, pero le ha sido imposible —contestó la mujer.
—¿Está retenido? —preguntó Derek.
—De forma permanente —respondió ella, y la sonrisa sesgada se ensanchó—. Está muerto.
Se quitó los guantes y los echó encima de la mesa, tras lo cual se sentó lánguidamente en una silla e hizo un gesto de invitación.
—Caballeros, por favor, tomad asiento. Mandaré que traigan vino...
—No estamos aquí para correr una juerga, señora —la interrumpió Derek, estirado el gesto—. Se nos ha hecho venir con pretextos falsos, al parecer. Te doy las buenas noches.
Hizo una fría reverencia y giró sobre sus talones. Brian ya estaba en la puerta. Se había opuesto a esto desde el principio y no se fiaba de esa extraña mujer.
—El hombre de lord Gunthar se reunirá conmigo aquí al salir la luna —afirmó la mujer. Cogió uno de los suaves y flexibles guantes y alisó la piel con la mano—. Le interesa oír lo que tengo que ofrecer.
—Derek, marchémonos —pidió Brian.
El otro caballero hizo un gesto y se volvió.
—¿Y qué tienes que ofrecer, señora?
—Toma asiento, sir Derek, y bebe conmigo —le invitó la mujer—. Tenemos tiempo. La luna no saldrá hasta dentro de una hora.
Enganchó una silla con el pie y la empujó hacia él.
Derek apretó los labios. Estaba acostumbrado a que lo trataran con deferencia, no que se dirigieran a él con tanta libertad y de una manera tan relajada. Asiendo fuertemente la empuñadura de la espada, siguió de pie mirando a la mujer con semblante hosco.
—Oiré lo que tengas que decir, pero sólo bebo con amigos. Brian, vigila la puerta. ¿Quién eres, señora?
—Me llamo Kitiara Uth Matar. —La mujer sonrió—. Mi padre fue un Caballero de Solamnia...
—Gregor Uth Matar —exclamó Brian, que en ese momento había reconocido el apellido—. Era caballero... y valeroso, según recuerdo.
—Se lo expulsó de la orden con deshonor —intervino Derek, ceñudo—. No me acuerdo de las circunstancias, pero creo recordar que tenía algo que ver con mujeres.
—Probablemente —replicó Kitiara—. Mi padre era incapaz de dejar en paz a las damas. A pesar de todo eso, amaba la caballería y amaba a Solamnia. No hace mucho que murió luchando contra los ejércitos de los dragones en la batalla de Solanthus. Es por él, en su memoria, por lo que estoy aquí.
—Sigue —dijo Derek.
—Mi ocupación actual me lleva a las casas principales de Palanthas. —Kitiara alzó los pies para ponerlos en la silla que tenía delante y se recostó con relajada despreocupación—. Para ser sincera, caballeros, no es que se me invite exactamente a esas casas ni entro en ellas para buscar información que pudiera ser de ayuda a vuestra causa en la guerra contra los ejércitos de los dragones. No obstante, a veces, mientras busco objetos que tienen valor para mí, tropiezo con información que creo que podría ser útil para otros.
—En otras palabras —dijo fríamente Derek—, eres una ladrona.
Kitiara sonrió y se encogió de hombros, después alargó la mano hacia una bolsa que había en la mesa, sacó de ella un estuche de pergaminos de aspecto discreto y lo sostuvo en la mano.
—Éste es uno de esos casos —anunció—. Creo que podría temer bastante repercusión en el resultado de la guerra. Puede que sea una mala persona —añadió con aire modesto—, pero, como mi padre, soy una buena solámnica.
—Pierdes el tiempo, señora. —Derek se levantó—. No trafico con bienes robados...
Kitiara esbozó una sonrisa sesgada.
—Naturalmente que no, sir Derek, por eso supongamos que, como dicen los kenders, lo he «encontrado». Lo descubrí tirado en la calle, delante de la casa de un Túnica Negra bastante conocido. Las autoridades palanthinas llevan mucho tiempo vigilándolo porque sospechan que está aliado con nuestros enemigos. Iban a obligarlo a abandonar la ciudad, pero él se anticipó. Al llegar a sus oídos rumores de que pensaban expulsarlo, él mismo se marchó. Cuando me enteré de su precipitada huida, decidí entrar en su casa para ver si se había dejado algo de valor.
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