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Margaret Weis: El Orbe de los Dragones

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Margaret Weis El Orbe de los Dragones

El Orbe de los Dragones: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de El Mazo de Kharas llega la esperadísima segunda parte de Las Crónicas Perdidas de la Dragonlance. La temida Dama Azul, Kitiara, pone en marcha un complot que conducirá a los caballeros solámnicos hasta el límite del glaciar en busca del Orbe de los Dragones, y su rival Laurana inicia un viaje hacia su destino cuando Sturm, Flint, Tasslehoff y ella se unen a los caballeros en su peligrosa misión. Pero es Kitiara la que afronta un reto crucial. Jura pasar la noche en el lugar más temido de Krynn: el alcázar de Dardaard. Nadie que se haya aventurado en ese sitio pavoroso ha vuelto para contarlo, pero Kit tiene que enfrentarse a Soth o afrontar la muerte a manos de su reina.

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Sacando la daga que guardaba en una bota, apuñaló a uno de los guerreros en el diafragma, por debajo del peto, y retrocedió un paso. Hundió la espada en la visera del yelmo de otro y siguió retrocediendo.

Tenía que impedir que los guerreros la rodearan por los flancos y le cerraran el paso por detrás, interponiéndose entre las puertas abiertas y ella. Arremetió con la espada entre las piernas de un guerrero y golpeó hacia arriba, abriéndole un tajo en la entrepierna. El espectro se desplomó hacia delante y Kitiara se acercó un paso más a las puertas.

Un golpe la despojó de uno de los brazales. La sangre brotó de una herida profunda en el antebrazo izquierdo; la sangre le manaba también del muslo. Recibió un impacto en la cabeza y tuvo la impresión de que las llamas titilaban y daban vueltas. Pero se resistió al intenso dolor y parpadeó hasta que consiguió enfocar la vista para continuar luchando. Y siguió retrocediendo.

Jadeaba. Los brazos le dolían. La espada le pesaba una barbaridad. La mano con la que sostenía la daga estaba resbaladiza de su propia sangre. Cuando arremetió con la daga a un enemigo, el arma se le escapó de la mano. Hizo un intento desesperado de recogerla, pero los pies enemigos la pisaron y tuvo que renunciar a ella.

Una espada la alcanzó en el costado. La armadura la salvó de morir, pero el golpe la hirió en las costillas y a partir de ahí cada movimiento, cada inhalación, se convirtió en un martirio. Siguió caminando hacia atrás, siguió blandiendo la espada, siguió esquivando y haciendo quiebros. Delante de ella, los guerreros se apiñaban y luchaban sin reflexión y sin destreza, de forma que se golpeaban entre sí tanto o más que a ella. Aunque eso daba igual. Morían, caían y se incorporaban para luchar otra vez.

La luz de las velas salía a raudales a su espalda. Había llegado a las puertas. Las hojas de madera, reforzadas con bandas metálicas, estaban abiertas. Encima de Kit brillaban los alevosos dientes de un rastrillo.

Kit respiró hondo y dio un grito estrangulado de rabia y desafío antes de lanzar un último y frenético ataque. Repartiendo tajos y arremetidas con la espada, hizo retroceder a los guerreros, que tropezaron y cayeron unos sobre otros, y después se dio media vuelta y corrió con las pocas fuerzas que le quedaban a través de las puertas.

Una cuerda gruesa, unida al mecanismo, sujetaba el rastrillo arriba. Confiando en que el tiempo y el fuego hubieran debilitado la resistente soga, Kit arremetió con la espada e intentó cortarla. Logró segar unos cabos, pero la cuerda no se partió. Kit rechinó los dientes. El sudor le corría por la cara y la cegaba. Respiró profundamente. Un dolor intenso la asaltó. Los guerreros venían tras ella. Kit sentía irradiar el calor de las llamas devoradoras de carne. Asestó otro tajo. La cuerda se partió y el rastrillo descendió en medio de un gran estruendo; algunos guerreros quedaron aplastados bajo las afiladas puntas.

Los guerreros desaparecieron. Se esfumaron. Para ellos la lucha había terminado y volvieron a su amarga oscuridad, a su vigilancia sin fin, a montar la eterna guardia.

El clamor del combate cesó y, de momento, reinó el silencio; un bendito silencio.

Kitiara gimió. El dolor era como tener clavado un cuchillo al rojo vivo. Se dobló por la cintura, con el brazo ciñéndose el costado. Lágrimas de dolor le ardieron en los ojos. Sollozó y después apretó los dientes para contener el llanto. Mordiéndose los labios hasta que le salió sangre, esperó a que el dolor remitiera un poco.

Alguien empezó a cantar. La voz era un mero susurro al principio, pero le puso el pelo de punta y le provocó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Kitiara abrió los ojos y miró a su alrededor, enloquecida.

Tres elfas venían flotando hacia ella, como movidas por corrientes de aire caliente elevándose de llamas invisibles. Tenían la boca abierta, las manos extendidas, y Kitiara comprendió, desalentada, que había escapado de un peligro para caer en otro. Ya había experimentado los efectos debilitadores de una única nota de aquel canto letal.

El cántico se haría más fuerte, más poderoso. Las horrendas notas romperían a su alrededor como una ola impetuosa de angustia demoledora, sus lamentos y su dolor tan desgarrador y patético le pararían literalmente el corazón.

Las elfas se acercaron más con el largo cabello flotando a su alrededor como zarcillos, los ropajes blancos quemados y ennegrecidos, los cuerpos temblorosos por la quejumbrosa canción.

Cabello rubio, pupilas azules, tez sonrosada, ojos rasgados, orejas puntiagudas... Elfas... Doncellas elfas...

Laurana...

—¡Zorra elfa! —gritó Kitiara, enloquecida—. ¡Aunque sea lo último que haga, te mataré!

Sin hacer caso al dolor, profiriendo maldiciones, blandió la espada contra la doncella elfa con grandes, furiosos, letales arcos atrás y adelante, tajando y acuchillando.

Laurana desapareció. Kit sólo hendía el aire.

Bajó la espada y se encontró inmóvil, jadeando y sudorosa, dolorida y ensangrentada, en medio del vestíbulo. Alzando la vista borrosa por la sangre, vio a sus pies una enorme lámpara de hierro forjado. Aunque se había caído hacía siglos las velas seguían encendidas. Un charco de sangre todavía reciente —siempre horriblemente reciente, fresca como un recuerdo— se extendía debajo del metal retorcido.

Más allá de la lámpara había un trono. El Caballero de la Muerte, lord Soth, estaba sentado en él y la observaba. La había estado observando todo el tiempo. Los ojos tras las rendijas del yelmo ardían fijamente, sin altibajos, un reflejo de las llamas apagadas hacía trescientos años. No se movió. Esperó a ver qué hacía a continuación.

El brazo izquierdo de Kitiara estaba empapado de sangre que aún manaba de la herida. Tenía los dedos de esa mano insensibilizados. La mujer respiraba en jadeos dolorosos, desgarradores. El más mínimo movimiento le provocaba una oleada de dolor lacerante por todo el cuerpo. Se había torcido una rodilla y no se había dado cuenta hasta ahora. La cabeza le palpitaba terriblemente. Tenía la vista borrosa y el estómago revuelto.

Kitiara se irguió cuanto le fue posible considerando que cojeaba de la pierna izquierda y no podía apoyar todo el peso en la derecha. Parpadeó para ahuyentar las lágrimas y sacudió la cabeza para apartar los negros rizos de la cara.

Con los brazos temblorosos por la fatiga, consiguió, sólo gracias a un arranque de pura fuerza de voluntad, enarbolar la espada y ponerse torpemente en posición de combate. Intentó hablar, pero no le salió la voz. Tosió y notó el sabor de la sangre. Volvió a intentarlo.

—Lord Soth —dijo—, te reto a luchar conmigo.

Sus ojos irradiaron por la sorpresa y después titilaron. Soth cambió de postura en el trono, y la capa negra, con el repulgo manchado con la sangre de su esposa y de su hijo, se movió a su alrededor.

—Podría matarte sin necesitar siquiera levantarme de mi trono —replicó.

—Podrías —convino Kitiara, que hablaba en jadeos susurrantes—, pero no lo harás porque sería una cobardía, un acto indigno de un caballero solámnico.

Los ojos la contemplaron intensamente; después, Soth se levantó del trono.

—Tienes razón —admitió—. En consecuencia, acepto tu desafío.

Apartando a un lado la capa, sacó de una vaina ennegrecida una espada enorme, un mandoble, y rodeando la lámpara caída se encaminó hacia ella. Cojeando dolorosamente, Kitiara giró sobre sí misma para no perderlo de vista, con la espada preparada.

Era más alto y más fuerte que ella, amén de estar más muerto que ella; aunque no mucho más, a decir verdad. Él no sentía dolor físico, aunque sólo los dioses sabían el tormento espiritual que soportaba. Nunca se cansaría. Podía luchar durante cien años y a ella le restaban unos instantes más de fuerza. Tenía más alcance que ella. Kit nunca conseguiría acercarse a él, pero aquello era lo que había jurado que haría y, por la Reina Oscura, iba a cumplir su promesa aunque fuera lo último que hiciera.

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