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Margaret Weis: El Orbe de los Dragones

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Margaret Weis El Orbe de los Dragones

El Orbe de los Dragones: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de El Mazo de Kharas llega la esperadísima segunda parte de Las Crónicas Perdidas de la Dragonlance. La temida Dama Azul, Kitiara, pone en marcha un complot que conducirá a los caballeros solámnicos hasta el límite del glaciar en busca del Orbe de los Dragones, y su rival Laurana inicia un viaje hacia su destino cuando Sturm, Flint, Tasslehoff y ella se unen a los caballeros en su peligrosa misión. Pero es Kitiara la que afronta un reto crucial. Jura pasar la noche en el lugar más temido de Krynn: el alcázar de Dardaard. Nadie que se haya aventurado en ese sitio pavoroso ha vuelto para contarlo, pero Kit tiene que enfrentarse a Soth o afrontar la muerte a manos de su reina.

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El pelo lacio, estropajoso y de un blanco amarillento enmarcaba la cara de la vieja arpía como una madeja enredada. La carne le colgaba nacida de los huesos. Tenía los ojos turbios y desenfocados. Bajo las ropas desgastadas, los pechos le tocaban las rodillas al estar sentada en el suelo, con las piernas cruzadas delante de la lumbre. Parecía encontrarse en una especie de trance porque murmuraba, babeaba y balanceaba la cabeza. El pilluelo alargó una mano exigiendo un donativo de una moneda de acero si Kitiara quería hacer una pregunta al oráculo de la Reina de la Oscuridad.

Kit albergaba sus dudas, pero también estaba desesperada. Le dio la moneda de acero y el pilluelo la examinó para cerciorarse de que no era falsa.

—Es buena, Marm —masculló, y se quedó a ver el espectáculo.

La vieja arpía se despabiló lo suficiente para echar un puñado de polvo al fuego. El polvo chasqueó y siseó; las llamas cambiaron de color y ardieron verdes, azules, rojas y blancas. Hilillos de humo negro se enroscaron alrededor de la vieja arpía, que empezó a gemir mientras se mecía atrás y adelante.

El humo era ponzoñoso e hizo lagrimear a Kit. Le costaba trabajo respirar e intentó de nuevo salir de allí, pero el pilluelo la asió de la mano y le ordenó que esperara; el oráculo estaba a punto de hablar.

La vieja arpía se sentó erguida y abrió los ojos que, de repente, estaban límpidos y lúcidos. Los murmullos eran claros y fuertes, profundos, fríos y vacíos como la muerte.

—«Juraré lealtad y pondré mi ejército al servicio del Señor del Dragón que tenga el valor de pasar la noche conmigo en el alcázar de Dargaard, solo.»

La vieja arpía se desplomó sobre sí misma, mascullando y plañendo como un bebé. Kitiara estaba enfadada. ¿Para eso había gastado una moneda de acero?

—Ya sabía lo de la promesa de ese Caballero de la Muerte —dijo—. Por eso voy allí. Lo que necesito en que Su Oscura Majestad vele por mí. No le serviré de nada si Soth me mata antes de que tenga siquiera ocasión de abrir la boca. Si su majestad me prometiera...

La vieja arpía alzó la cabeza, miró directamente a Kitiara y dijo en un tono irascible y quejoso:

—¿Es que no sabes reconocer una prueba, estúpida muchacha?

La vieja arpía volvió a entrar en aquella especie de trance y Kitiara se marchó tan deprisa como pudo.

Una prueba, había dicho el oráculo. Lord Soth la pondría a prueba. Podría tomarse como algo reconfortante porque significaba que el Caballero de la Muerte se abstendría de matarla en el mismo instante en que pusiera el pie en la entrada. Por otro lado, también podría significar que la mantendría con vida por su valor como diversión. A lo mejor sólo mataba a la gente cuando se aburría de verla sufrir. Kit siguió su viaje al norte.

Supo que había cruzado la frontera de Foscaterra cuando empezó a encontrar pueblos abandonados; además, la calzada por la que viajaba ya casi no se la podía considerar tal. Solamnia había tenido siempre fama de contar con una excelente red de vías públicas. Los ejércitos avanzaban más deprisa por calzadas que se encontraban en buenas condiciones. Los mercaderes viajaban más lejos y llegaban a más ciudades. Tener buenas calzadas significaba gozar de una economía fuerte. Incluso después del Cataclismo, cuando abundaban los tumultos y la agitación, los que tenían a su cargo las ciudades hicieron del mantenimiento de las vías públicas una prioridad; en todas partes excepto en Foscaterra.

Muchas de las calzadas habían quedado destruidas durante el Cataclismo al quedar sumergidas cuando los ríos se desbordaron o al desaparecer con los terremotos. Sin el mantenimiento adecuado, las calzadas que resistieron empezaron a deteriorarse, y en algunas partes desaparecieron por completo cuando la naturaleza reclamó la tierra para sí. Las vías por las que Kit viajaba ahora estaban tapizadas de malas hierbas, espolvoreadas de nieve y sin viajeros. Pasaron días sin que Kit se cruzara con un alma viviente.

Hasta allí había avanzado a buen paso, pero ahora el progreso se había hecho más lento. Tenía que desviarse kilómetros de su ruta para encontrar un vado por el que cruzar un río a causa de que la corriente había arrastrado el puente. Tenía que abrirse paso entre la hierba alta que llegaba a los flancos del caballo y que era dura como el alambre. En cierto tramo, la calzada se hundía en un barranco, y en otra zona la condujo directamente al pie de un acantilado. A veces sólo recorría unos cuantos kilómetros en un día, aunque tanto ella como su caballo acababan extenuados. También tenía que dedicar tiempo a la caza; las únicas posadas y granjas por las que pasó llevaban mucho tiempo abandonadas.

Kit no había vuelto a disparar un arco desde su adolescencia, y en el mejor de los casos había sido una arquera más bien desmañada. Sin embargo, el hambre aguzaba la destreza, y se las arregló para derribar un ciervo de vez en cuando. Claro que entonces tenía que trocearlo y aliñarlo, en lo que empleaba un tiempo precioso.

A ese paso, sería tan vieja como el oráculo cuando llegara al alcázar de Dargaard... Si es que lo conseguía.

No sólo tenía que vérselas con calzadas en malas condiciones, bosques infranqueables y el hambre, sino que también debía estar alerta constantemente por los forajidos que habían hecho de aquella zona de Ansalon su casa. Se había deshecho de las ropas de clérigo acomodado previendo que la convertirían en una presa más codiciada y las cambió por las que llevaba en su huida de Neraka: el farseto y un coselete de cuero que había encontrado a lo largo del camino. De nuevo tenía la apariencia de una mercenaria que pasaba una mala racha, pero ni siquiera eso la salvaría. En Foscaterra había gente que mataría por un par de botas.

Durante el día cabalgaba con la mano puesta continuamente en la empuñadura de la espada. En una ocasión, una flecha la alcanzó en la espalda, pero el coselete la desvió. Estaba dispuesta a luchar, pero el cobarde que había disparado no tuvo agallas para dar la cara y enfrentarse a ella.

De noche dormía con un ojo abierto, o eso intentaba, porque a veces el cansancio hacía que se sumiera en un sueño profundo. Por suerte para Kit, al caballo de Salah Kahn lo habían entrenado para frustrar los intentos de asesinato contra su amo, práctica que era un estilo de vida en Khur. El relincho de alarma del animal sacaba de su sueño a Kit bruscamente cada dos por tres. Incorporándose de un brinco, tenía que luchar a brazo partido contra un matón armado con un cuchillo o, con la espada enarbolada, atisbar una figura imprecisa que se escabullía de vuelta a las sombras.

Hasta ese momento había tenido suerte; los que la habían atacado eran asaltantes solitarios. Pero llegaría el día o la noche en que una cuadrilla errabunda de ladrones caería sobre ella y sería su fin.

—No puedo hacerlo, majestad —dijo Kit un día mientras avanzaba trabajosamente por la nieve, llevando al caballo de las riendas porque el terreno era demasiado abrupto para ir montada en el animal sin correr el riesgo de que se hiciera daño—. Siento tener que romper mi juramento, pero de todos modos no lo habría cumplido porque no habría vivido lo suficiente para ver el alcázar de Dargaard.

Kit dio un tropezón y se detuvo. No le gustaba admitir la derrota, pero estaba demasiado hambrienta, demasiado cansada, demasiado desmoralizada y tenía demasiado frío para seguir adelante. Empezaba a darse media vuelta para volver por donde habían venido, cuando Jinete del Viento lanzó un relincho aterrado y se encabritó al tiempo que pateaba el aire con las manos. Kit llevaba sujeta firmemente la brida y el movimiento brusco e inesperado del animal casi le descoyuntó el brazo.

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