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Margaret Weis: El Orbe de los Dragones

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Margaret Weis El Orbe de los Dragones

El Orbe de los Dragones: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de El Mazo de Kharas llega la esperadísima segunda parte de Las Crónicas Perdidas de la Dragonlance. La temida Dama Azul, Kitiara, pone en marcha un complot que conducirá a los caballeros solámnicos hasta el límite del glaciar en busca del Orbe de los Dragones, y su rival Laurana inicia un viaje hacia su destino cuando Sturm, Flint, Tasslehoff y ella se unen a los caballeros en su peligrosa misión. Pero es Kitiara la que afronta un reto crucial. Jura pasar la noche en el lugar más temido de Krynn: el alcázar de Dardaard. Nadie que se haya aventurado en ese sitio pavoroso ha vuelto para contarlo, pero Kit tiene que enfrentarse a Soth o afrontar la muerte a manos de su reina.

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Una oleada intensamente cálida, como si hubiese bebido aguardiente enano, la inundó y alivió su terror. El palpitar alocado del corazón se moderó, los calambres del estómago y los retortijones de las tripas cesaron. Volvió a respirar a un ritmo acompasado. Empezó a meterse en la muñeca el maravilloso brazalete.

Un cántico sonó dentro del alcázar. La voz de mujer modulaba una única nota, hermosa y terrible, punzante, gemebunda, aguda. La nota impactó en Kitiara como una saeta. Soltó una exclamación ahogada y se encogió. Su mano sufrió una sacudida y dejó caer el brazalete, que resonó en los adoquines.

El terror resurgió, aplastante, demoledor. Desesperada, con un ataque de pánico, cayó a gatas al suelo. En la oscuridad no encontraba el brazalete, lo que era enloquecedor porque veía claramente con el resplandor del feroz incendio. Tanteó con las manos desprotegidas. Los adoquines estaban cubiertos de una capa de ceniza y hollín negro, grasiento. El agua corría en pequeños regueros entre las grietas de las piedras. Kit apartó la mano mojada y vio con espanto que no era agua. Tenía la palma embadurnada de sangre.

La luz del incendio se hizo más intensa y la guerrera vio el brazalete justo fuera de su alcance. Kitiara se lanzó hacia la joya en un intento desesperado de recuperarla. Estaba a punto de asirla cuando dos botas negras y relucientes se plantaron a ambos lados del brazalete. Una capa larga, con el borde deshilachado, caía alrededor de las botas. Una mano enguantada bajó y recogió el brazalete.

Kit alzó los ojos despavoridos.

Ante ella se erguía un caballero. Unos ojos de fuego resplandecían tras las ranuras del yelmo cilíndrico. El resplandor del alcázar en llamas se reflejaba en la armadura de acero. La rosa que adornaba el peto aparecía resquebrajada, ennegrecida y manchada de sangre.

Lord Soth sostuvo el brazalete en la mano enguantada. Los dos puntos ígneos tras las rendijas del yelmo parecieron titilar divertidos. Alzó el brazalete para que la guerrera lo viera y luego, mientras Kit miraba, cerró lentamente la mano sobre la joya. Sonó un chasquido, el ruido del metal al partirse. Soth abrió la mano. Polvo de plata y ónice se escurrió entre sus dedos y centelleó fugazmente a la luz de las llamas antes de disolverse sobre los adoquines húmedos de sangre.

—Eso sería hacer trampas —dijo lord Soth.

Giró sobre sus talones. La capa flotó a su alrededor como ondas en la urdimbre de la oscuridad. Abrió los brazos.

—Eres mi invitada esta noche —añadió.

Las puertas del alcázar de Dargaard se abrieron.

39

El combate de Kitiara. El juramento de lord Soth

Kitiara se incorporó sobre las rodillas en la sangre y miró fijamente las puertas abiertas. Ante ella se hallaba un vestíbulo grandioso, oscuro, vacío y radiante con la luz de las velas de una inmensa lámpara de hierro forjado que había pendido del techo y ahora estaba caída en el suelo, rota y retorcida. Si Kit no se ponía de pie y entraba en aquel vestíbulo, sería un cadáver más tirado en el patio. Skie sobrevolaría el alcázar de Dargaard a la mañana siguiente y vería en los adoquines sus huesos y su carne putrefacta dentro de la armadura azul y el yelmo astado de un Señor del Dragón. Skie la lloraría —sería el único que lo haría— pero acabaría encontrando otro jinete. Ariakas se reiría cuando se enterara y la consideraría una estúpida que se merecía la suerte corrida. Takhisis la despreciaría. Lord Soth recogería el yelmo astado y lo añadiría a sus trofeos. Y ahí se acabaría todo. Kitiara Uth Matar quedaría en el anonimato para siempre. Desaparecería en la oscuridad y en el olvido.

«Un poco de miedo es sano —le había dicho Gregor Uth Matar a su hija en una ocasión— . Demasiado, te incapacita para combatir. Cuando empiezas a sentir el latido del miedo en la garganta es que te estás aferrando a la vida con demasiada ansiedad, hija. Despréndete de lo que podría ser y vive lo que es, porque posiblemente sea lo único que tienes...»

Un soldado salió del vestíbulo. Vestía una armadura adornada con la rosa, uno de los hombres de armas de Soth. Las llamas lo consumían mientras caminaba, ennegrecían la armadura y le levantaban ampollas en la piel. La carne de la cara se derritió y dejó a la vista una calavera sanguinolenta. Sostenía una espada en la abrasada mano. Los ojos sólo veían muerte... y a ella. Iba a matarla si ella no lo mataba antes; sólo que él ya estaba muerto. «Despréndete de lo que podría ser y vive lo que es...»

Kitiara se desprendió de su ambición, de sus esperanzas, sus sueños y sus planes. Se desprendió de amor y odio, y, cuando ya no quedó nada dentro de ella, fue consciente de que ya no era presa del miedo.

Poniéndose de pie, Kit desenvainó la espada y avanzó audazmente al encuentro del guerrero espectral. La armadura de dragón la protegía del calor de las llamas. Lanzó un grito de desafío y tocó el arma del muerto en un golpe de tanteo para juzgar su fuerza y su destreza. La fuerza del cadáver andante era portentosa; su contragolpe casi le partió el brazo. Dio un paso atrás y esperó a que la atacara.

Pero parecía que la muerte, además de la pericia, le hubiera robado al espectro la sesera. El guerrero fantasmal enarboló la espada por encima de la cabeza y arremetió como si estuviera cortando leña. Kitiara lo esquivó en un quiebro, saltó y giró. Descargó una patada en el peto del muerto y lo derribó.

El espectro se debatió torpemente en el suelo, tirado boca arriba. Kit le plantó un pie en el torso y le hundió la espada en la garganta, entre la armadura y el yelmo. Las llamas desaparecieron y el guerrero se quedó inmóvil. Sin embargo, no había acabado con él. Kit no podía matar a quien ya estaba muerto.

Al oír un golpeteo metálico a su espalda se volvió velozmente, aunque no con suficiente rapidez: una espada le dio en el hombro izquierdo. La armadura la salvó de acabar con la clavícula rota, pero el golpe fue lo bastante contundente para abollar la armadura que la Reina Oscura en persona había bendecido. Mientras que el guerrero muerto se rehacía del impulso de su ataque, Kitiara blandió el arma en un tajo lateral contra el cuello de su adversario que lo descabezó. El segundo cadáver aún no se había desplomado del todo cuando otro se le echó encima, y Kit oyó que a su espalda el primer atacante se ponía de pie.

La mujer miró hacia atrás y vio que el primer atacante arremetía con un golpe contra su espalda. El que tenía delante se abalanzó sobre ella. Se tiró al suelo. El guerrero que venía por detrás atravesó al que estaba delante y los dos cayeron. Kitiara salió gateando de debajo de los cadáveres y se encontró con otro guerrero esperándola; éste la atacó con una lanza.

Kit rodó frenéticamente sobre sí misma hacia un lado. El muerto asestó un golpe oblicuo y Kit soltó una exclamación ahogada de dolor cuando la punta de la lanza le abrió un tajo en el muslo. Viendo una oportunidad, le aprisionó las piernas con los dos pies y lo derribó. Partió la punta de la lanza, pero no gastó energía en «matarlo». Daría igual. No podía morir.

Más tropas espectrales se sumaron al ataque, tantas que Kit ni siquiera pudo calcular su número. Saltaban desde las almenas, bajaban por las escaleras dejando tras de sí un rastro de llamas que resplandecían en los aceros de las espadas y ardían en sus ojos vacíos de vida pero rebosantes de odio.

Kit estaba herida y exhausta. El miedo le había pasado factura al dejarla sin fuerzas y no podía dejar de luchar. Se arriesgó a echar otra ojeada hacia atrás. Las puertas del alcázar de Dargaard seguían abiertas de par en par y el gran vestíbulo, alumbrado por la luz de las velas, estaba vacío. No había guerreros espectrales dentro del alcázar; no habían salido más desde que apareció el primero para atacarla. Los soldados muertos se amontonaban delante de ella. Si conseguía entrar en el alcázar, cruzar las puertas con vida...

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