Margaret Weis - El Orbe de los Dragones

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Después de El Mazo de Kharas llega la esperadísima segunda parte de Las Crónicas Perdidas de la Dragonlance.
La temida Dama Azul, Kitiara, pone en marcha un complot que conducirá a los caballeros solámnicos hasta el límite del glaciar en busca del Orbe de los Dragones, y su rival Laurana inicia un viaje hacia su destino cuando Sturm, Flint, Tasslehoff y ella se unen a los caballeros en su peligrosa misión.
Pero es Kitiara la que afronta un reto crucial. Jura pasar la noche en el lugar más temido de Krynn: el alcázar de Dardaard. Nadie que se haya aventurado en ese sitio pavoroso ha vuelto para contarlo, pero Kit tiene que enfrentarse a Soth o afrontar la muerte a manos de su reina.

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Sturm envainó la espada y se arrodilló para componer los cadáveres de sus compañeros. Cerró los ojos a Aran y le cubrió el rostro desfigurado con su propia capa. Limpió de sangre la cara de Brian con puñados de nieve.

Laurana había temido que Gilthanas saliera disparado detrás de Derek, incluso que se enzarzara con él por la posesión del Orbe de los Dragones. Su hermano no se movió. Contemplaba fijamente los cuerpos de los dos caballeros caídos mientras recordaba que hacía sólo unas horas, la noche anterior, estaban llenos de vida y reían, charlaban, sonreían y cantaban. Inclinó la cabeza, los ojos rebosantes de lágrimas. Laurana estaba a su lado y la rodeó con el brazo; los dos se arrodillaron en la nieve para presentar sus respetos a los muertos. Flint se enjugó los ojos y carraspeó para aclararse la garganta. Tasslehoff se manchó la cara de sangre al sonarse la nariz en el pañuelo de Caramon. Los muertos descansaban con cierta apariencia de paz, los brazos cruzados sobre el pecho y la espada entre las manos inertes. Sturm alzó los ojos al cielo para decir una oración en voz queda.

—«Devuelve a este hombre al seno de Huma, más allá del cielo imparcial; concédele el descanso del guerrero y guarda el último destello...»

—Ya habrá tiempo para eso después —lo interrumpió Derek. El caballero venía del cubil del dragón y sostenía en la mano una bolsa de gamuza cerrada con un cordón.

—Tengo el Orbe de los Dragones y hemos de salir de aquí antes de que nos descubran.

Bajó la vista hacia Aran y Brian, tendidos sobre el hielo enrojecido con su sangre, y un fugaz espasmo le contrajo los músculos del rostro. Se le nublaron los ojos y le temblaron los labios. Apretó la boca con fuerza. Los ojos se le aclararon.

—Volveremos a recoger los cadáveres después de que nos hayamos cerciorado de que el orbe está a salvo —dijo en tono frío, impasible.

—Ve tú, milord —dijo Sturm en voz baja—. Yo me quedaré con los caídos.

—¿Para qué? ¡No se van a marchar a ninguna parte! —le increpó con aspereza.

Flint se puso ceñudo y emitió un gruñido sordo. Laurana miraba a Derek de hito en hito, estupefacta. Sturm siguió en el mismo sitio, sin moverse. Derek les lanzó a todos una mirada iracunda.

—Creéis que soy insensible, pero los tengo muy presentes. ¡Escuchad esto! —Señaló hacia el túnel.

Todos oyeron los sonidos inconfundibles de la batalla (entrechocar de metal, gritos, juramentos, chillidos), sonidos que se iban haciendo cada vez más fuertes.

—Estos caballeros dieron su vida para conseguir el Orbe de los Dragones. ¿Vas a permitir que su sacrificio haya sido en vano, Brightblade? ¿O acaso piensas que deberíamos quedarnos todos aquí para morir junto a ellos? ¿No es mejor llevar a buen fin nuestra misión y vivir para ensalzar su valentía?

Nadie abrió la boca.

Derek giró sobre sus talones y echó a andar de vuelta por donde habían llegado.

No miró atrás para ver si lo seguían.

—Derek tiene razón —dijo finalmente Sturm—. No debemos permitir que su sacrificio haya sido en vano. Paladine velará por ellos. No les pasará nada malo hasta que podamos regresar para llevarlos de vuelta a casa.

Sturm hizo el saludo marcial de los caballeros a cada uno de los caídos y después fue en pos de Derek.

Gilthanas recogió todas las flechas que encontró y siguió a Sturm. Flint carraspeó ruidosamente, se frotó la nariz y, asiendo a Tasslehoff, dio un empujón al kender y le dijo que se pusiera en marcha y dejara de lloriquear como si fuera un bebé muy crecido.

Laurana se quedó un poco más en la cámara, con los muertos. Amigos. Enemigos. Luego recogió el Quebrantador, manchado con la sangre del hechicero, y se encaminó hacia su destino.

Interludio

La caída del castillo del Muro de Hielo

Canción de los Bárbaros del Hielo
A mi relato, pueblo del hielo, presta atención,
del día en que el castillo del Muro de Hielo cayó,
y a las lecciones que enseña, abre los oídos.

Desde tiempo inmemorial, la torre allí se alzaba
con muros de hielo sobre muros de piedra;
y lo llamaba su hogar el hechicero Feal-Thas.

Ese mago, un elfo oscuro, tenía hechizados
a un millar de thanois como dotación de las murallas...
Feroces hombres-morsa. Y eso no era todo:

Porque esos demonios esclavizaban osos del hielo,
que eran vejados y torturados hasta enloquecer,
clamando carne y sangre para saciar su rabia.

Draconianos, también, a centenares
en las murallas de la torre abundaban,
para hacer lo que quiera que Feal-Thas ordenara.

¡Y por si fuera poco, un gran dragón blanco
cumplía la voluntad del mago! Con su poder
afianzaba el derecho a reinar del elfo oscuro.

Pues Feal-Thas gobernar había decidido
con mano de hierro y cruel designio,
donde el pueblo, largo tiempo, había perdurado.

El pueblo del hielo parecía afrontar su fin.
Contra tal amenaza, no teníamos protección.
La esperanza al viento se esparció.

¡Escucha, pueblo del hielo, mi relato!

Habbakuk, nuestro antiguo dios, le habló
entonces a Raggart el Viejo en un sueño,
y la victoria en su nombre le prometió.

A unirse a la causa de los Bárbaros de Hielo
también vinieron forasteros y fueron —caballeros,
enanos y elfos~ como parientes acogidos.

El jefe Harald, Quebrantador en mano,
emplazó a los guerreros leales a plantar cara
y limpiar los hielos de la mácula de Feal-Thas.

¡El día que cayó el castillo del Muro de Hielo!

Los botes deslizantes partieron al romper el alba.
Y aunque en nuestros corazones había alentado el miedo
un soplo de esperanza en el aire flotaba.

¡Entonces el milagro sobrevino!
¡El dragón, tal como Habbakuk había jurado
se marchó cuando nos poníamos en camino!

¡Abridlos oídos a las lecciones aquí reveladas!

Animados por el augurio, alegres los corazones,
nuestros hombres navegaron; los perros corrieron
al costado de los botes deslizantes.

Pero la torre, que aún se erguía alta y poderosa,
ensombreció los ánimos con su sombra. Desde ella,
nos hacían befa los thanois... Esa raza monstruosa.

De pronto, dos hombres, Raggart el Viejo y Elistan,
el clérigo de Paladine —un dios extranjero—,
desembarcaron del bote con esta encomienda:

«Las obras de los dioses de la Luz contemplad ahora:
A fin de que los hombres hagan lo que es correcto,
ved que disponen un camino para los que creen y perseveran.»

¡Escuchad, Bárbaros de Hielo, mi relato!

Entonces, los dos ancianos se encaminaron solos
hacia el hogar del perverso hechicero
a través de una lluvia de flechas y pedruscos.

Incólumes, al pie de la torre se detuvieron,
y, atraparon rayos de sol en el aire,
y hacia las murallas los dirigieron.

A su contacto, nubes de vapor se alzan.
Se abren grandes fisuras, y los muros
a los thanois en su caída arrastran.

¡Y ahora, desde la cubierta de todos los botes,
a dar muerte a Feal-Thas y a sus secuaces,
nuestros guerreros hacia las ruinas corren!

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