Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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Horrorizado, Raistlin vio que su propio rostro reía delante de él. Los ojos eran sus ojos, las pupilas tenían forma de reloj de arena. La mano que sujetaba el Orbe de los Dragones era su mano. La luz del bastón, que cada vez brillaba con menos intensidad, bañaba su piel dorada. Los huesos delicados, las líneas azules de sus venas; todo era suyo.

Estaba perdiéndose a sí mismo, desapareciendo en la nada.

La furia estalló en el interior de Raistlin. Estaba demasiado débil para utilizar su magia. Los hechizos se retorcían como serpientes en su cabeza y huían sin que él pudiera atraparlos. Pero contaba con otra arma, el arma que todo mago podía utilizar cuando todas las demás le han fallado.

Raistlin dio un golpe de muñeca y la daga de plata que llevaba sujeta al antebrazo se deslizó en su palma. Cerró el puño tembloroso alrededor del mango y, con las últimas fuerzas que le quedaban, rodeó a Fistandantilus con el brazo y lo atrajo hacia sí. Le clavó la daga. Raistlin sintió que la hoja se hundía en la carne y arañaba el hueso con un sonido estremecedor. Había tocado una costilla. Sacó la daga. La sangre, cálida y viscosa, le pringaba los dedos.

Fistandantilus se estremeció y lanzó un gruñido de sorpresa, pues en un primer momento no comprendió qué pasaba. Cuando el dolor lo golpeó con toda su fuerza, se dio cuenta de lo que sucedía. Su rostro, que era el rostro de Raistlin, se deformó en una mueca agónica. Los ojos del reloj de arena se oscurecieron, velados por el dolor y la ira. Raistlin no le había dado un golpe mortal a su enemigo, pero había ganado un tiempo precioso. Apenas le quedaban fuerzas. Tenía una oportunidad más y ésa sería la última. Sin saberlo, Fistandantilus lo ayudó, pues torció el cuerpo para arrebatarle la daga.

Raistlin volvió a clavar la hoja. Fistandantilus lanzó un grito, pero era la voz de Raistlin la que gritaba. Raistlin vio su propio rostro deformado por la cercanía de la muerte. Se estremeció y cerró los ojos antes de hundir más la daga. Giró la hoja en las profundidades de la carne.

Fistandantilus se desplomó entre espasmos. Raistlin soltó la daga, sentía la mano demasiado débil y temblorosa para seguir sosteniéndola. El arma se quedó hundida en la túnica negra hasta la empuñadura.

Raistlin tomó aire con esfuerzo y se vio morir a sí mismo. De repente se dio cuenta de que apenas le quedaba tiempo para actuar. Cogió el colgante de piedra que todavía descansaba sobre su pecho y lo apretó sobre el corazón del hechicero moribundo.

Raistlin sintió algo extraño, la sensación de que ya había hecho eso antes. Era una sensación poderosa e inquietante. Desechó ese sentimiento y siguió apretando la piedra contra el corazón. Notó que sus propias fuerzas volvían a él, que su propio ser regresaba a su cuerpo y, junto a él, los conocimientos, la sabiduría y el poder del archimago.

Fistandantilus abrió la boca en un último intento por conjurar un hechizo. Tosió y fue sangre lo que acudió a sus labios, no palabra mágicas. Se estremeció. Su cuerpo se puso rígido. Unas gotas de sangre burbujearon en su boca. Las pupilas de reloj de arena quedaron clavadas en la cabeza de Raistlin y ya no se movió. La mano perdió su fuerza, y el Orbe de los Dragones rodó por el suelo. Los ojos, oscurecidos por el odio y la ira, no se separaban de Raistlin. Este bajó la vista y contempló su propio cadáver. De repente se apoderó de él la terrible duda de si sería él quien había muerto y era Fistandantilus quien lo contemplaba.

Asustado, arrancó el colgante del cadáver y la transmisión de conocimiento se interrumpió bruscamente. No sabía qué había absorbido, y en su mente bailaban hechizos desconocidos y arcanos conocimientos. Le recordó al caos que reinaba en la biblioteca de la desgraciada Torre de la Alta Hechicería de Neraka.

Se levantó, tembloroso, y de repente se dio cuenta de que no estaba solo. La luz del Bastón de Mago, que volvía a brillar intensamente, proyectaba sobre la pared una sombra; las cinco cabezas de la Reina Oscura.

«¡Bien hecho, Fistandantilus!»

Raistlin contuvo el aliento y alzó la vista con recelo.

«¡Raistlin Majere está muerto! ¡Lo has matado!»

Los ojos umbrosos de las cabezas umbrosas miraban fijamente algo en su mano. Bajó la vista y se dio cuenta de que sostenía el colgante de heliotropo.

—Sí, mi reina —contestó el hechicero—. Raistlin Majere está muerto. Yo lo he matado.

«¡Perfecto! Ahora corre a la Piedra Fundamental. Tú eres su último guardián.»

Las cabezas desaparecieron. La Reina Oscura, concentrada en otros peligros, se había ido.

—Ni siquiera los dioses perciben la diferencia —murmuró Raistlin.

Miró el colgante de heliotropo. Cuando el alma oscura del hechicero se había unido a la suya, Raistlin había vislumbrado actos indescriptibles, un sinfín de asesinatos y otros crímenes demasiado atroces para ser nombrados.

Cerró el puño alrededor del colgante y después lo lanzó a un charco de ácido. Vio que el líquido devoraba el colgante como el colgante había estado a punto de devorarlo a él. Le parecía oír su rabia siseante.

Raistlin levantó el Orbe de los Dragones. Contempló El Remolino de colores y entonó las palabras que le hicieron desaparecer de los túneles. Detrás quedó el cuerpo sin vida de Raistlin Majere.

36

Dos hermanos

Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin se encontraba ante una columna caída con incrustaciones de piedras preciosas. El brillo de su seductor resplandor atraía a los incautos hacia su terrible destino. Murmuró las palabras de un hechizo que hasta entonces no sabía que conocía y dibujó una runa en el aire. En el interior de la piedra apareció la figura de una mujer. Era una joven, de expresión dulce y agradable, pálida por el dolor y suavizada por el anhelo. Los ojos de la mujer escudriñaron la oscuridad.

Vio moverse sus labios y oyó su grito espectral y angustiado.

—Berem ya viene, Jasla —dijo Raistlin.

Tuvo cuidado para no caer en una corriente subterránea, en la que gateaban, se revolvían y agitaban unos cachorros de dragón. Se subió a un alerón de piedra que avanzaba a lo largo de las temibles aguas y llegó hasta un lugar a cierta distancia de la piedra, desde donde podía observarlo todo. Pronunció la palabra «Dulak» y la luz del bastón se apagó.

Raistlin aguardó en la oscuridad a la persona que había sido lo suficientemente idiota —o quizá lo suficientemente valiente— para cruzar su trampa mágica. Raistlin sabía de quién se trataba: su otra mitad. Oyó a dos personas chapoteando por el arroyo teñido de sangre e infestado de dragones. Los reconoció a pesar de la oscuridad.

Uno de ellos era Caramon, un buen hombre, un buen hermano, mejor de lo que él se merecía. El otro era Berem, el Hombre Eterno. La esmeralda relucía y, como si le respondieran, las piedras preciosas de la Piedra Angular empezaron a brillar con una miríada de colores.

Caramon caminaba junto a Berem con actitud protectora. Llevaba la espada en una mano y la hoja estaba manchada de sangre. La negra armadura estaba abollada. Le sangraban varias heridas en los brazos y las piernas. En la cabeza tenía una brecha profunda. Su rostro, normalmente risueño, había perdido el color, estaba demacrado, consumido por el dolor. El dolor lo había marcado. La oscuridad había cambiado. La oscuridad lo había cambiado.

Un hermano perdido.

Raistlin miró hacia el futuro y vio el final. Vio el amor y el perdón de una hermana al hermano redimido. Un hermano encontrado.

Vio la caída del templo. Las piedras se resquebrajaban mientras la Reina Oscura aullaba su rabia y luchaba por mantener su poder sobre el mundo. Vio un dragón verde esperando sus órdenes para llevarlo a la Torre de Palanthas. Las puertas de la torre por fin se abrirían.

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