Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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Ariakas estaba furioso. Se puso de pie y empezó a descender de su tribuna. Kitiara no se movió. Sus soldados echaron mano de sus armas.

Raistlin observó, divertido, cómo Tanis daba un paso hacia Kitiara, con actitud protectora, mientras ella permanecía sentada en su trono, mirando a Ariakas con expresión claramente burlona. Los otros dos Señores de los Dragones se habían levantado y observaban la escena interesados. Seguramente ambos albergaban la esperanza de que Ariakas y Kitiara se matasen entre sí.

Raistlin se acercó al borde del puente y bajó la vista hacia Ariakas, que estaba justo debajo de él. Ese era el momento perfecto para atacar. Nadie le prestaba atención. Todos los ojos estaban clavados en los Señores de los Dragones. Raistlin preparó su magia.

Y entonces se quedó ciego. La oscuridad borró su visión, cubrió su mente, su corazón y sus pulmones. Se quedó inmóvil, pues estaba al borde del puente. Un mal paso y caería al vacío. Siempre le quedaba la posibilidad de utilizar la magia del bastón y flotar como una pluma, pero eso significaría que todos los presentes en el salón lo verían, incluido Ariakas, a no ser que estuvieran tan ciegos como él en ese momento. Como si le leyera el pensamiento, una mano invisible le arrebató el bastón y lo golpeó en la espalda. Se le desbocó el corazón, aterrorizado, y se tambaleó hacia delante. Cayó pesadamente y, aunque le dolían las muñecas y se había magullado las rodillas, temblaba aliviado, pues al menos no se había precipitado al vacío.

Alargó una mano vacilante y delante de él sólo palpó la nada. El final había estado muy cerca. Ojalá pudiera gatear hasta un lugar seguro, pero la caída lo había desorientado y tenía miedo de avanzar en el sentido equivocado. La mano lo golpeaba, lo aplastaba, lo apretaba contra la piedra. Entonces, sin previo aviso, cuando el corazón ya estaba a punto de explotarle, la mano lo liberó y el velo de oscuridad se apartó de sus ojos. Raistlin retrocedió arrastrándose hasta que chocó contra algo sólido: el trono de la Reina Oscura.

Raistlin se volvió a mirarla no porque ése fuera su deseo, sino porque ella lo obligó. Y ése fue el error de la diosa.

Era una sombra, y Raistlin no tenía miedo de las sombras.

Miró hacia abajo y vio a su hermana y a todos los demás postrados, presas del pánico. Kitiara se encogía en su trono. Tanis el semielfo había caído de hinojos. Ariakas se arrodillaba ante su reina. Ellos no eran nada y ella lo era todo. Takhisis los aplastaba con el pie. Cuando estuvo segura de su sumisión, una vez convencida de que eran conscientes de que le pertenecían sólo a ella, levantó el pie y les permitió levantarse.

Su mirada se paseó sobre Raistlin, y el hechicero supo que ya se había olvidado de él. Él era algo insignificante, un grano de arena, una partícula de polvo, una gota de agua, una mancha de ceniza. Toda su atención se centraba en aquellos que ostentaban el poder, en aquellos importantes para ella: sus Señores de los Dragones y la lucha que mantenían, tras la cual el más poderoso de ellos ascendería al trono y propinaría el golpe mortal a las fuerzas de la luz. Raistlin se mezcló con las sombras. Se convirtió en una de ellas. Observaba y esperaba su oportunidad.

Takhisis empezó a orar. Kitiara parecía satisfecha, mientras que la expresión de Ariakas era torva. Raistlin no podía oír lo que decía la reina. La diosa sólo hablaba a aquellos que eran importantes. Presenció todo lo que ocurría como si contemplara una representación desde la última fila.

Kitiara abandonó su trono e hizo una señal a Tanis. La Señora del Dragón bajó la escalera hacia la planta del salón. Los soldados se apartaban para dejarle pasar. Tanis seguía sus pasos como un perro que ha aprendido a base de palos.

En el centro del salón se elevó una plataforma, elegante como una serpiente dispuesta a atacar. Kitiara ascendió por los escalones, que, por lo visto, eran difíciles de subir, pues Tanis no dejaba de resbalar. Eso divertía enormemente a los espectadores. Como si realmente se tratara de una representación, Tanis parecía el suplente llamado a última hora. No había ensayado y no se sabía su papel.

Kitiara hizo un gesto grandilocuente y entró lord Soth. Su presencia abrumadora se impuso sobre todos los demás actores de la obra. El Caballero de la Muerte llevaba en sus brazos un cuerpo envuelto en una tela blanca. Depositó el bulto a los pies de Kitiara y desapareció, con un efecto muy teatral. Kitiara se agachó y desenvolvió la tela. La luz se reflejó en los cabellos dorados. Raistlin se acercó más al borde del puente para poder ver mejor a Laurana, que se revolvía bajo la tira de tela que la aprisionaba. El impulso de Tanis fue acercarse a ella para ayudarla. Kitiara lo detuvo con una sola mirada. Cuando la obedeció, ésta lo recompensó con su sonrisa maliciosa.

Raistlin observaba la escena sumamente interesado. Por fin se reunían los tres personajes que lo habían empezado todo. Los tres elementos que simbolizaban la lucha. La oscuridad, la luz y el alma que se debatía entre ambas.

Laurana se erguía esbelta y orgullosa con su armadura plateada. Toda la hermosura que Raistlin recordaba se concentraba en su figura. Bajó la vista hacia ella y apretó los labios. En ese momento conoció el sentimiento de pérdida, pero también sabía que no había sido su pérdida.

Tanis miró a Laurana y Raistlin supo que el alma dubitativa por fin había tomado su decisión. O quizá el alma de Tanis lo había decidido mucho tiempo atrás pero su corazón no se había dado cuenta hasta entonces. El brillo del amor los envolvió a los dos y dejó fuera a Kitiara, sola en medio de la oscuridad.

Kitiara lo comprendió, y fue una certeza amarga. Raistlin vio torcerse y endurecerse aquella sonrisa maliciosa.

—Así que sí eres capaz de amar, hermana —dijo Raistlin. Y entonces supo que él también tendría una oportunidad.

Kitiara ordenó a Tanis que dejara su espada a los pies del emperador y jurara lealtad a Ariakas. Tanis obedeció. ¿Qué otra cosa podía hacer si la mujer a la que amaba era prisionera de la mujer que una vez había creído amar?

Era extraño que Laurana, la prisionera, fuera la única realmente libre de los tres. Amaba a Tanis con todo su ser. Su amor la había llevado hasta aquel lugar perteneciente a la oscuridad, y su luz brillaba aún con más fuerza. Su amor le pertenecía, y que Tanis la correspondiera o no ya no importaba. El amor la fortalecía, la ennoblecía. Su amor por un ser abría su corazón al amor por todos.

Por el contrario, Kitiara estaba atrapada en el laberinto de sus propias pasiones, siempre ansiando la recompensa que estaba fuera de su alcance. Para ella, el amor por un ser significaba dominarlo, y esos deseos de dominación se extendían a todos. Tanis ascendió la escalera que llevaba al trono de Ariakas. Raistlin se percató de que los ojos del semielfo se clavaban en la corona. Sus labios se movían, repitiendo sin darse cuenta: «¡Quien lleva la corona, ostenta el poder!» Su rostro se endureció, su puño se cerró alrededor de la empuñadura de la espada.

Raistlin comprendió el plan de Tanis como si hubiera dedicado años enteros a prepararlo con él. En cierto sentido, quizá había sido así. Ambos habían estado siempre unidos de una forma que ninguno de sus amigos había logrado entender nunca. La oscuridad hablando a lo oscuro, tal vez.

¿Qué pasaba con Takhisis? ¿Sabía la reina que el semielfo ascendía hacia su destino, dispuesto a sacrificar su vida por los demás? ¿Sabía que en el corazón de su oscuridad, en lo más profundo de las mazmorras, un kender, una camarera y un guerrero estaban dispuestos a hacer lo mismo? ¿Se daba cuenta Takhisis de que el hechicero de la túnica negra, que pregonaba que su lealtad sólo estaba con su propia ambición, estaba dispuesto a sacrificar su vida a cambio de la libertad de elegir su propio camino?

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