—Debía de estar soñando —balbuceó.
Tika suspiró con aire sombrío y volvió a intentar despertar a Tas. Caramon se tiró sobre el banco, pero no cerró los ojos.
—Supongo que todo depende de mí —dijo con un suspiro.
—Jasla está llamándome —dijo Berem.
—Sí —contestó Caramon—. Ya lo sé. Pero ahora no puedes ir con ella. Tenemos que esperar. —Apoyó la mano en el brazo de Berem, en un gesto tranquilizador y protector.
Raistlin pensó en todas las veces que le había molestado esa mano reconfortante. Dio media vuelta, desanduvo sus pasos por el pasillo y, alejándose, se adentró en la oscuridad. No estaba seguro de adonde iría a parar, pero tenía cierta idea. Cuando llegó al lugar donde el pasadizo se dividía en dos, eligió el corredor que bajaba, el que estaba más oscuro. El aire estaba frío y apestaba. Las paredes rezumaban humedad y una capa de limo cubría el suelo.
Unas antorchas trataban de iluminar el camino, pero su luz era muy débil, como si a ellas también les costase sobrevivir en aquella oscuridad opresiva. Raistlin pronunció la palabra que encendía su bastón y el brillo del globo de cristal se iluminó tan vacilante que apenas le servía para ver. Avanzó sigilosamente, pisando con sumo cuidado, atento a cualquier sonido. Al llegar a una escalera, se detuvo para escuchar. Desde abajo subían las voces guturales y sibilantes de los guardias draconianos.
Oculto entre las sombras, Raistlin se quitó el medallón dorado que llevaba al cuello y lo metió en su bolsillo. Cogió las bolsitas que llevaba colgadas de un cordel y se las ató en el cinturón de la túnica negra. Después, apagó la luz de su bastón y bajó la escalera sin hacer ruido.
Al girar un recodo, encontró la sala de los guardias. Allí había varios draconianos baaz sentados a la mesa con un oficial bozak, jugando a los huesos bajo la luz de una única antorcha.
Dos baaz más hacían guardia delante de un arco de piedra lleno de telarañas. Detrás del arco se abría una oscuridad más vasta y profunda que las sombras de la muerte.
Raistlin se quedó donde estaba, escuchando la conversación de los draconianos. Lo que oyó confirmaba su teoría. Anunció su presencia con un «ejem» bien alto y bajó los últimos escalones haciendo mucho ruido, con sus pisadas resonando sobre la piedra.
Los draconianos se pusieron de pie de un salto, con las espadas desenvainadas. Raistlin apareció ante ellos, y los guardias, cuando vieron la túnica de hechicero, se relajaron. De todos modos, no soltaron sus espadas.
—¿Qué quieres, Túnica Negra? —preguntó el bozak.
—Me han ordenado que renueve las trampas mágicas que protegen la Piedra Fundamental —contestó Raistlin.
Estaba corriendo un riesgo enorme con sólo nombrar la Piedra Angular. Si su hipótesis era falsa y aquellos draconianos estaban vigilando cualquier otra cosa, tendría que luchar por su vida de un momento a otro.
El oficial estudió a Raistlin con recelo.
—Tú no eres el hechicero que suele venir —respondió—. ¿Dónde está él esta noche?
Raistlin se dio cuenta de que había remarcado mucho el «él» y descubrió que se trataba de una prueba. Resopló.
—Debes de tener muy mala vista, oficial, si confundes a la señora Iolanthe con un hombre.
Los draconianos baaz soltaron varias risotadas e hicieron comentarios groseros a costa de su oficial. Éste les hizo callar con un gruñido y volvió a envainar la espada.
—Pues ponte a ello.
Raistlin cruzó la sala hacia el arco con telarañas. Levantó el bastón y dejó que su luz mágica jugara con las telas de seda. Pronunció varias palabras mágicas. Los hilos destellaron con un débil resplandor que murió casi en el mismo instante. Los draconianos volvieron a su juego.
—Menos mal que he venido —dijo Raistlin—. La magia estaba empezando a fallar.
—¿Dónde está la bruja esta noche? —preguntó el oficial con un tono de voz demasiado despreocupado para serlo.
—He oído que está muerta —repuso Raistlin—. Intentó asesinar al emperador.
Con el rabillo del ojo, vio que el oficial y los baaz se miraban entre sí. El oficial murmuró al oír la noticia, algo así como que su muerte era «desperdiciar una hembra de primera calidad».
Raistlin echó a andar hacia el otro lado del arco.
—No des ni un paso más, Túnica Negra —le ordenó el oficial—. Nadie puede pasar de ahí.
—¿Por qué no? —preguntó Raistlin, fingiendo sorpresa—. Tengo que comprobar el resto de las trampas.
—Son órdenes —dijo el oficial.
—¿Qué hay ahí? —quiso saber Raistlin, intrigado.
El oficial se encogió de hombros.
—No lo sé, ni me importa.
Los guardias no se ponían para no guardar nada. Raistlin estaba convencido de que la Piedra Fundamental estaba al otro lado del arco. Intentó ver, aunque fuera de pasada, aquella piedra legendaria, pero no lo consiguió, si es que realmente estaba ahí.
Levantó la vista hacia el arco. Sintió algo extraño. Se le erizó la piel; le recorrió un escalofrío. No sabría explicar por qué, pero tenía la extraña sensación de que ya había visto ese arco antes.
La mampostería era antigua, muy anterior a la sala donde estaban los guardias, que parecía de construcción moderna. Raistlin podía distinguir los bordes borrosos de las tallas sobre los bloques de mármol que formaban el arco y, a pesar de que las tallas estaban dañadas y muy borradas, las reconoció. Cada trozo de mármol estaba tallado con un símbolo de los dioses. Raistlin miró la piedra angular, en el punto central, y en las tenues líneas distinguió el símbolo de Paladine.
Cerró los ojos y ante él apareció el Templo de Istar, bello, elegante, con el mármol blanco reluciente bajo el sol. Abrió los ojos y éstos se sumergieron en la oscuridad maligna del Templo de Takhisis, y supo con una certidumbre absoluta lo que había al otro lado: El pasado y el presente.
—¿Por qué estás tardando tanto? —preguntó el oficial.
—No logro descubrir el tipo de hechizo que la señora Iolanthe ha conjurado —contestó Raistlin, frunciendo el ceño como si estuviera muy confuso—. Dime, ¿qué pasaría si alguien pasara por debajo del arco?
—Se desata un verdadero infierno —respondió el oficial alegremente—. Las trompetas dan la alarma, o eso me han contado. Yo no lo sé. Nunca ha pasado. Nadie ha cruzado el arco.
—Esas trompetas —dijo Raistlin—, ¿se oyen desde todas partes del templo? ¿Incluso en el salón del consejo?
El draconiano gruñó.
—Por lo que me han contado, hasta los muertos podrían oírlas. El estruendo sería el mismo que si se acabara el mundo.
Raistlin conjuró un hechizo sencillo sobre las telarañas y después se dispuso a irse. Pero se detuvo como si se lo hubiera pensado mejor.
—¿Alguno de vosotros sabrá, por casualidad, dónde han llevado a la elfa que llaman Áureo General? Se supone que tengo que interrogarla. Pensaba que estaría en las mazmorras, pero no la encuentro.
El draconiano no sabía nada. Raistlin suspiró y se encogió de hombros. Bueno, por lo menos lo había intentado. Volvió a subir la escalera, pensando por el camino que la trampa que había dispuesto era tan tosca que había que ser un completo imbécil para caer en ella.
33
El Señor de la Noche. Saldando deudas
Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC
Las campanas del templo dieron la hora. Cada vez faltaba menos para el inicio del consejo y Raistlin todavía tenía que volver al piso superior. En cuanto estuvo fuera del alcance de las miradas de los guardias, volvió a esconder las bolsas debajo de la túnica. Se colgó al cuello la cadena de oro con el medallón de fe y así pasó de ser un hechicero a convertirse en un clérigo, y abandonó las mazmorras. Fue contando los escalones para encontrar el camino hasta los niveles más altos del templo, donde ya estaba reuniéndose el séquito del Señor de la Noche.
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