Raistlin se unió al grupo de Espirituales en una antecámara fuera de la sala del consejo. Se mantuvo apartado, intentando no llamar la atención. No hablaba con nadie y se quedó entre las sombras, con la cabeza agachada y la capucha cubriéndole el rostro. Su cojera era muy pronunciada. Se apoyaba pesadamente en el bastón. Unos cuantos Espirituales lo miraron, y uno parecía dispuesto a acercarse a él.
—Es un seguidor de Morgion —le advirtió otro, y el clérigo cambió de idea.
A partir de ese momento, todos dejaron a Raistlin en la soledad más absoluta.
El Señor de la Noche hizo su aparición, acompañado por un asistente. El Señor de la Noche vestía una túnica negra de terciopelo y sobre ella una sotana bordada con los cinco colores de las cinco cabezas del dragón, Takhisis. Los Espirituales, que también lucían su ropa de gala, se agolparon alrededor. El Señor de la Noche estaba de un humor excelente. Saludó a todos los Espirituales uno a uno y, al final, sus ojos vacíos e inexpresivos se detuvieron en Raistlin.
—Me han dicho que eres devoto de Morgion —dijo el Señor de la Noche—. En muy pocas ocasiones contamos con uno de sus seguidores entre nosotros, sobre todo uno de rango tan alto. Sed bienvenido, Espiritual...
El Señor de la Noche se quedó callado. Entrecerró los ojos. Observó a Raistlin.
—¿Nos hemos visto antes, Espiritual? —preguntó el Señor de la Noche; aunque su voz era agradable, la mirada de sus ojos no lo era—. Hay algo en ti que me resulta familiar. Quítate la capucha. Deja que te vea la cara.
—Mi cara no es muy agradable de ver, Señor de la Noche —contestó Raistlin con voz áspera, lo más diferente de la suya que pudo fingir.
—No soy fácil de impresionar. Esta misma mañana le corté la nariz a un hombre y después le arranqué los ojos —repuso el Señor de la Noche con una sonrisa—. Era un espía y eso es lo que yo hago con los espías.
Raistlin se puso en tensión, maldiciendo su mala suerte. No debería haber acudido. Tendría que haber previsto que corría el riesgo de que el Señor de la Noche lo reconociera. Ni siquiera se molestarían en llevarlo a las mazmorras. El Señor de la Noche lo mataría allí mismo, donde estaba.
«¡Quítate la capucha! Muéstrale tu rostro», dijo Fistandantilus.
—¡Cállate! —ordenó Raistlin por lo bajo. En voz alta, dijo—: Mi señor, he hecho una promesa a Morgion...
—¡Quiero verte la cara! —El Señor de la Noche cogió su medallón de la fe y empezó a rezar—. Takhisis, escucha mi oración...
«¡Te matará aquí mismo! ¡Quítate la capucha! Como tú mismo dijiste, estamos juntos en esto. Por el momento...»
Lentamente, con movimientos vacilantes, Raistlin se llevó las manos a la capucha y empezó a retirarla.
Una mujer del grupo de Espirituales se cubrió la boca con la mano y reprimió una arcada. Los demás apartaron los ojos y se alejaron de él. El Señor de la Noche miró hacia otro lado, no porque sintiera repugnancia, sino porque ya había perdido todo el interés. No había desenmascarado a un espía, sino a un seguidor enfermo de un dios repugnante.
—Cúbrete —ordenó el Señor de la Noche, haciendo un gesto desdeñoso con la mano—. Mis disculpas a Morgion si le he ofendido en algo.
Raistlin se echó la capucha sobre la cabeza.
«Una vez más, te he salvado, jovencito.»
Raistlin se apretó una sien. Querría atravesarse el cráneo y arrancarse esa voz de la cabeza.
Fistandantilus se echó a reír. «Me debes una. Y siempre te enorgulleces de pagar tus deudas.»
Una mano apretó el corazón de Raistlin. Sintió un dolor intenso en el pecho. Le costaba respirar y le sobrevino un ataque de tos que lo dobló. Se llevó la mano a la boca y los dedos se le cubrieron de sangre. Raistlin maldijo para sí, invadido por la impotencia. Maldijo y tosió hasta que se sintió mareado y se dejó caer contra una pared.
Los Espirituales lo miraban asustados. Todos tenían la palabra «contagio» en los labios y estaban dispuestos a pegarse para poder apartarse de él lo antes posible. En ese momento, el sonido de una campanilla resonó en todo el templo. El nerviosismo hizo que los Espirituales se olvidaran de Raistlin.
—La campana nos está llamando, mi señor —anunció el asistente, y abrió la puerta de doble hoja que comunicaba la cámara con el salón del consejo.
Los Espirituales se arremolinaron alrededor de la puerta, ansiosos por presenciar la procesión del Señor de la Muerte y la llegada del emperador.
—¿Tenéis que quedaros ahí, embobados como paletos? —dijo el Señor de la Noche.
Los Espirituales, con expresión avergonzada, volvieron a la antecámara.
—Las tropas del emperador están reuniéndose alrededor de su trono —informó el asistente desde su posición junto a la puerta—. Están preparándose para recibir al emperador.
—Nosotros entramos después de Ariakas —anunció el Señor de la Noche—. En fila.
El asistente corría de un lado a otro, colocando a los Espirituales en dos hileras. El Señor de la Noche ocupó su puesto al final. Nadie prestaba atención a Raistlin, que seguía apoyado en su bastón, intentando recuperar el aliento y despejar su mente. El suelo temblaba bajo el estruendo de centenares de pies, marchando al mismo tiempo al ritmo de un tambor y de las órdenes que gritaban los oficiales.
—Primero saldrá el cortejo de peregrinos —explicó el Señor de la Noche a sus Espirituales—. Cuando os hayáis reunido todos en la plataforma, entraré yo y me situaré en el lugar de honor junto a Su Oscura Majestad.
Los soldados empezaron a vitorear en el salón.
—Vete a ver qué está pasando —ordenó el Señor de la Noche a su asistente.
—El emperador ha entrado en la sala —informó el ayudante.
—¿Lleva la Corona del Poder? —preguntó el Señor de la Noche, nervioso.
—Lleva la armadura propia de un Señor del Dragón —dijo su asistente—, una capa de color morado y la Corona del Poder.
El rostro del Señor de la Noche se contrajo en una mueca airada.
—La corona es un objeto sagrado. Cuando la reina Takhisis haya conquistado el mundo, ya veremos quién lleva la corona. —La furia hacía que su voz se elevase chillona sobre las ensordecedoras ovaciones.
Los Espirituales permanecían en fila, expectantes, nerviosos, aguardando la señal y la llegada de su reina. Raistlin se puso en último lugar. Empezó a toser. El clérigo que estaba delante de él se volvió para mirarlo con odio.
Las tropas de Ariakas lo vitoreaban una y otra vez. No parecía que Ariakas tuviera mucha prisa por hacerles callar, pues los vítores eran cada vez más altos y escandalosos. Los soldados golpeaban el suelo con las lanzas, entrechocaban las espadas y los escudos, y bramaban su nombre. Los Espirituales empezaban a cansarse de esperar. Murmuraban entre sí y pasaban el peso del cuerpo de un pie a otro, impacientes. El Señor de la Noche fruncía el ceño y quiso saber qué estaba pasando.
—Ariakas está haciendo reverencias al trono de la Reina Oscura —informó el asistente desde su puesto junto a la puerta. Tenía que gritar para que lo oyeran.
—¿Ya ha llegado Su Oscura Majestad? —preguntó el Señor de la Noche.
—No, mi señor. Su trono sigue vacío.
—Perfecto. Estaremos allí para darle la bienvenida.
Los Espirituales se movían nerviosamente. El Señor de la Noche daba golpecitos con el pie sobre el suelo. Por fin, los vítores empezaron a apagarse. El silencio empezó a extenderse entre las tropas. Se oyó el sonido de otra campanilla.
—Esa es nuestra señal —dijo el Señor de la Noche—. Preparaos.
Los Espirituales se colocaron bien las capuchas y se alisaron las túnicas. Se oyó una trompeta y volvieron a extenderse los vítores por toda la sala, tan ensordecedores o más aún que los dedicados al emperador. El Señor de la Noche se sentía satisfecho. Hizo un gesto y la hilera de Espirituales empezó a avanzar hacia la puerta. Saldrían al estrecho puente de piedra que llevaba desde la antecámara al trono de la Reina Oscura. Los dos primeros Espirituales ya estaban en la puerta cuando, de pronto, el asistente lanzó un grito para que se detuvieran.
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