Raistlin levantó una mano. Las palabras del hechizo que había memorizado la noche anterior ardían en su mente como las palabras que había escrito con sangre en la piel de cordero.
Tanis subía la escalera, aferrado a la empuñadura de su espada. Raistlin reconoció el arma. Alhana Starbreeze se la había dado a Tanis en Silvanesti. Esa espada era Wyrmsbane, compañera de la espada que Tanis había recibido del difunto rey elfo Kith-Kanan, en Pax Tharkas. Raistlin recordaba que era una espada mágica, aunque no se acordaba del tipo de magia que poseía. Daba igual. La magia de la espada no tendría el poder suficiente para atravesar el campo mágico que emitía la Corona del Poder. Cuando la espada chocara contra él, la explosión mataría al semielfo. Ariakas seguiría sano y salvo detrás de su escudo. Su único problema sería la mancha de sangre que ensuciaría su armadura.
Tanis llegó al final de la escalera y empezó a desenvainar lentamente la espada. Estaba nervioso y le temblaba la mano.
Ariakas se levantó. Quedó plantado sobre sus piernas como troncos y cruzó los brazos musculosos sobre el pecho. No miraba a Tanis. Su mirada se dirigía al otro extremo del salón, a Kitiara, que también tenía los brazos cruzados y le devolvía la mirada, desafiante. De la corona salía una luz de múltiples colores que envolvía a Ariakas con su resplandor titilante. Parecía que un escudo con los colores del arco iris protegiera al emperador.
Tanis deslizó la espada por su funda y, al oír ese sonido, Ariakas volvió a concentrarse en el semielfo. Lo miró con aire arrogante y le sopló a la cara, con la intención de intimidarlo. Tanis no se dio cuenta. Estaba mirando fijamente la corona. En sus ojos se adivinaba la consternación. En ese preciso momento se había dado cuenta de que su plan de matar a Ariakas estaba condenado al fracaso.
El hechizo de Raistlin le quemaba en los labios, la magia le hervía en la sangre. No tenía tiempo para las dudas eternas de Tanis.
—¡Golpea, Tanis! —lo apremió Raistlin—. ¡No temas la magia! ¡Yo te ayudaré!
Tanis se sobresaltó y miró hacia donde provenía ese sonido, que debía de haber escuchado más con el corazón que con los oídos, pues Raistlin había hablado en voz baja.
Ariakas empezaba a impacientarse. Él era un hombre de acción y las ceremonias lo aburrían. Desde su punto de vista, el consejo era una pérdida de tiempo que podía aprovechar mucho mejor dirigiendo la guerra. Lanzó un gruñido e hizo un gesto perentorio para indicar a Tanis que le jurara lealtad y acabara de una vez.
Sin embargo, Tanis vacilaba.
—¡Golpea, Tanis! ¡Rápido! —lo urgió Raistlin.
Tanis miró directamente hacia Raistlin, pero el hechicero no sabía si lo veía o no, si actuaría o no. Tanis se disponía a dejar la espada en el suelo. Acto seguido con una expresión resuelta y dura en el rostro, cambió de postura y lanzó un golpe a Ariakas.
Raistlin y Caramon habían combatido juntos muchas veces, combinando la hechicería con las armas. Al mismo tiempo que Tanis levantaba el brazo, Raistlin conjuró su hechizo.
—¡Bentuk-nir doy a sihir, colang semua pesona dalam! ¡Perubahan ke sihirnir! — exclamó Raistlin mientras trazaba una runa en el aire. Lanzó el hechizo contra Ariakas.
La magia fluyó por Raistlin y estalló en la yema de sus dedos. Abrasadora, cruzó el aire. El hechizo golpeó el escudo del arco iris y lo deshizo. La espada de Tanis no encontró obstáculo alguno. Wyrmsbane atravesó el peto negro hecho de escamas de dragón de Ariakas, se hundió en la carne y arañó el hueso. La hoja atravesó el pecho del emperador.
Ariakas rugió, más por la sorpresa que por el dolor. La agonía de la muerte y la conciencia de que iba a morir acompañaron su último aliento. Raistlin no se quedó a ver el final. No le importaba quién conseguía la Corona del Poder. Por el momento, la Reina Oscura estaba concentrada en la batalla. Tenía que escapar en ese mismo momento.
Pero el potente hechizo que acababa de conjurar lo había dejado muy débil. Ahogó un ataque de tos con la manga de la túnica, agarró el bastón y cruzó el puente, corriendo hacia la antecámara. Casi había llegado a la puerta cuando un grupo de guardias draconianos se interpuso en su camino.
—¡Id a por el asesino! —gritó Raistlin, haciendo gestos—. Un hechicero. Intenté detenerle pero...
Los draconianos no perdieron un instante y empujaron a Raistlin a un lado, estrellándolo contra la pared.
No tardarían en darse cuenta de que los habían engañado y volverían. Raistlin, en pleno ataque de tos, revolvió en la bolsa hasta que sacó el Orbe de los Dragones. Apenas le quedaban fuerzas para recitar las palabras.
Lo siguiente que sabía era que estaba delante de la celda de Caramon. La puerta estaba abierta y la celda vacía. Una mancha chamuscada en el suelo era todo lo que quedaba de un draconiano bozak. Un montón de cenizas grasientas anunciaba el final de un draconiano baaz. Caramon y Berem, Tika y Tas habían desaparecido. Raistlin oyó unas voces guturales gritando que los prisioneros habían escapado.
Pero ¿adonde habían ido?
Raistlin maldijo para sí y miró en derredor, en busca de alguna pista. Al final del pasadizo, una puerta de hierro había sido sacada de sus goznes.
Jasla seguía llamando a su hermano, Berem respondía.
Raistlin se apoyó en su bastón y tomó aire trabajosamente. Al momento sintió que respiraba mejor y que iba recobrando las fuerzas. Estaba a punto de ponerse a seguir a Berem cuando una mano salió de entre las sombras. Unos dedos gélidos se aferraron a su muñeca. Unas uñas largas le arañaron la piel y se le clavaron en la carne.
—No tan rápido, joven mago —dijo Fistandantilus—. Tú y yo tenemos un asunto pendiente.
La voz era real y resonaba junto a él, no en su cabeza. Raistlin sintió el aliento cálido del viejo en su mejilla. Era la respiración de un cuerpo vivo, no la de un cadáver viviente.
La mano lo sujetaba con firmeza. Los dedos huesudos coronados por las largas uñas amarillentas se aferraban a su presa. No necesitaba verlo. Conocía su rostro tan bien como el suyo propio, o incluso mejor. En cierto sentido, aquél era su propio rostro.
—Sólo uno de los dos puede ser el señor —dijo Fistandantilus.
La piedra de fondo verdoso y vetas rojas brilló bañada por el Bastón de Mago.
35
La última batalla. El heliotropo
Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC
Raistlin estaba completamente desprevenido. Un segundo antes estaba celebrando su victoria sobre Ariakas. Apenas le había dado tiempo a tomar aire y había caído en las garras de su enemigo más implacable, un hechicero al que Raistlin había engañado, atacado e intentado destruir.
Raistlin se quedó embobado mirando el colgante que la mano cadavérica sujetaba. Cuando Fistandantilus estaba vivo había asesinado a numerosos magos jóvenes. Les absorbía la vida con el heliotropo y así obtenía su propia fuerza vital. Atenazado por la desesperación, Raistlin conjuró el único hechizo que se le ocurrió en ese momento. Era muy sencillo, de los primeros que había aprendido.
—¡Kair tangus miopiar!
En su mano estallaron las llamas. En el mismo momento en que recitaba las palabras, Raistlin se dio cuenta de que el hechizo no tendría ningún efecto contra Fistandantilus. El fuego mágico sólo quemaba a los seres vivos. Se sentía desesperado, se maldecía a sí mismo pero, para su asombro, Fistandantilus gritó y apartó rápidamente la mano.
—¡Eres de carne y hueso! —exclamó Raistlin, y sintió que recuperaba la esperanza. Se enfrentaba a un enemigo vivo. Tal vez fuera muy poderoso, pero podía morir.
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