Raistlin se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Abrió la bolsa en la que llevaba las canicas y rebuscó. El Orbe de los Dragones rodó entre las demás, sin diferenciarse en nada excepto por los ojos. Una de las cosas que había aprendido del Orbe de los Dragones era que tenía un instinto de supervivencia tan acusado o incluso más desarrollado que el suyo.
Cogió el Orbe de los Dragones, lo sostuvo en la palma de la mano y lo miró con atención, sopesándolo y reflexionando. Había corrido un gran riesgo al llevar el orbe a Neraka, al corazón del Imperio de la Reina Oscura. El orbe estaba hecho con la esencia de dragones malignos y podía crecerse entre los de su propia especie, tan cerca de su reina maligna. Podía volverse contra él y encontrar un amo más importante y poderoso.
Sin embargo, parecía que el orbe había decidido protegerlo. Y no se debía al amor que sentía por él, de eso estaba seguro. Raistlin sacudió la cabeza, perplejo. Al orbe sólo le interesaba protegerse a sí mismo. Aquel pensamiento no era muy tranquilizador. El orbe sentía el peligro. Creía que estaba en peligro y eso significaba que él también lo estaba.
Pero ¿de dónde provenía ese peligro?, ¿de quién? Aquella ciudad, de todos los lugares posibles, debería ser un remanso de paz para aquellos que recorrían los caminos de la oscuridad.
—Por Nuitari, es verdad que juegas con canicas —exclamó Iolanthe. Arrugó la nariz y tosió—, ¿Qué es ese olor pestilente?
Raistlin estaba tan inmerso en sus pensamientos que no la había oído levantarse. Rápidamente, recogió las canicas junto con el Orbe de los Dragones y las dejó caer en la bolsa.
—Me he preparado una taza de té —respondió como toda explicación—. He estado enfermo y me viene bien.
Iolanthe abrió una ventana para que entrara aire, aunque el olor de la calle era casi tan desagradable como el del interior. El aire estaba gris por el humo de los fuegos de las fraguas y apestaba a la basura que se acumulaba en los callejones y al agua nauseabunda que corría por las alcantarillas, a la altura de los tobillos.
—Esa enfermedad... —dijo Iolanthe, mientras agitaba la mano para expulsar el olor—, ¿fue consecuencia de la Prueba?
—Una secuela —contestó Raistlin, sorprendido de que hubiera llegado a esa conclusión tan rápido.
—¿Y la misma explicación sirve para tu piel dorada y tus pupilas en forma de reloj de arena?
Raistlin asintió.
—Los sacrificios que hacemos por la magia... —comentó Iolanthe con un suspiro. Cerró la ventana—. Yo tampoco salí indemne. Nadie sale indemne. Llevo mis cicatrices por dentro.
Iolanthe se apartó el negro cabello y volvió a suspirar. Vestía un camisón de seda que en las tierras orientales de Khur se conocía como caftán. La seda era pesada y de vivos colores, con un estampado de aves rojas y azules entre flores de color morado y naranja, hojas verdes y los tallos sinuosos de las vides.
Aquella mujer desconcertaba a Raistlin. Su forma tan franca de hablar, su encanto, su inteligencia, el humor y la vivacidad que demostraba y su belleza —especialmente su belleza— hacían que se sintiese incómodo.
Porque, a pesar de la maldición que velaba sus ojos, podía ver que Iolanthe era hermosa. Su cabello era tan negro que parecía azul, los ojos violetas y el tono aceitunado de su piel la distinguían de todas las mujeres que había conocido en su vida. Mujeres como Laurana, la doncella semielfo, que era rubia, transparente y etérea; o Tika, con sus rizos de un intenso rojo y su sonrisa generosa, su voluptuosidad, su risa, su aspecto sano y su ternura.
Por el contrario, Iolanthe era el misterio, el peligro y la intriga. Hacía que Raistlin se pusiera nervioso. Incluso su ropa, con su sinfín de colores, lograba que se sintiera incómodo. Lo desaprobaba. Aquellos que tomaban la túnica negra y recorrían los caminos de las sombras no debían llevar consigo la belleza y el color.
Iolanthe le sonreía y Raistlin se dio cuenta de que se había quedado mirándola. Sintió un ardor en la piel, que se sumó a su irritación. Había dominado un Orbe de los Dragones, había aprisionado a Fistandantilus en su interior y había burlado al Señor de la Noche, pero se sonrojaba como un adolescente lleno de espinillas sólo porque una mujer hermosa le sonreía.
—Veo que el Señor de la Noche te ha devuelto el bastón —dijo Iolanthe—. Qué amable por su parte. Normalmente no se muestra tan considerado.
Raistlin se quedó sorprendido por su comentario, hasta que descubrió el brillo risueño en sus ojos de color violeta. Se dio cuenta de que tendría que haber inventado alguna explicación para la reaparición del bastón, pero se había quedado absorto preguntándose sobre el proceder del Orbe de los Dragones. Intentó pensar en algo creíble que pudiera decir, pero por lo visto había enmudecido. La mujer lo confundía, no le dejaba pensar. Cuanto antes se alejara de ella, mejor.
Iolanthe se arrodilló en el suelo, con el caftán de seda flotando alrededor, y el aire se impregnó de su perfume de gardenias. Observó el bastón, sin tocarlo, estudiando con interés la madera lisa y la garra del dragón que sujetaba la bola de cristal en la parte superior.
—Así que éste es el famoso Bastón de Mago.
Una vez más, pilló a Raistlin desprevenido. Se quedó mirándola, estupefacto.
—Aproveché la oportunidad de hacer mis humildes investigaciones anoche, mientras dormías —explicó ella—. No hay muchos bastones legendarios por el mundo. Encontré la descripción en un antiguo libro. ¿Cómo ha llegado a ti, si puedo preguntarlo?
Raistlin iba a responderle que no era asunto suyo.
—Par-Salian me lo dio cuando aprobé la Prueba —respondió, sorprendiéndose a sí mismo.
—¿Par-Salian? —Iolanthe se recostó lánguidamente en el suelo, apoyándose sobre un codo—. ¿El Portavoz de la Orden de los Túnicas Blancas, y digo «blancas»? ¿Él te regaló algo tan valioso?
—Yo mismo era un Túnica Blanca cuando me presenté a la Prueba —contestó Raistlin—. Debido al amable interés que Lunitari demostró por mí, después vestí la túnica roja. Hace poco que tomé la negra.
—Las tres —murmuró Iolanthe. Sus ojos de color violeta se posaron en él. Sus pupilas negras se dilataron, como si quisieran crecer hasta absorberlo—. Qué cosa más poco común.
Se levantó elegantemente, con el caftán danzando alrededor de sus pies desnudos.
»Se dice que el Señor del Pasado y el Presente habrá vestido las tres túnicas.
Raistlin la miró atentamente.
»Ahora, si me disculpas —continuó ella alegremente—, voy a cambiarme. Me pondré mi túnica negra para nuestra excursión a la Torre de la Alta Hechicería. Llevaría mi caftán, porque a mí me gustan los colores vivos, pero a los vejestorios que viven allí les daría un síncope.
Salió graciosamente de la habitación, dejando una estela de perfume tras de sí. A Raistlin le cosquilleó la nariz y estornudó. Iolanthe volvió ataviada con una túnica negra de seda parecida al caftán por su corte, que le dejaba los antebrazos desnudos. Raistlin oyó el leve tintineo de unas campanas cuando caminaba y vio que la hechicera llevaba una pulsera de campanillas doradas alrededor del tobillo. Era un sonido discordante que hacía que le rechinaran los dientes.
—Normalmente también llevo pulseras de oro a juego —explicó Iolanthe, como si le hubiera leído el pensamiento. Mordisqueó un poco de la tostada que Raistlin había dejado y cogió la taza. Olisqueó los restos del té e hizo una mueca—. Pero ya no me atrevo a llevar mis joyas por Neraka. Los soldados no han recibido su paga, entiéndelo. El emperador contaba con que las piezas de acero entraran sin parar en sus arcas, procedentes del botín que conseguiría en Palanthas. Por desgracia para él, nos ha llegado la noticia de que los Dragones Plateados han acudido a proteger esa hermosa ciudad.
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