Iolanthe se dio cuenta entonces de que nunca había tenido ningún problema para subir y bajar las escaleras. No había considerado que esa información fuera relevante.
»La distorsión hace que sea muy fácil desorientarse al recorrer el templo, que es precisamente el efecto que se busca —prosiguió Raistlin—. Quien lo visita ocasionalmente se pierde de inmediato, lo que hace que se sienta asustado y vulnerable, y así su mente queda abierta al poder y la influencia de la Reina Oscura. ¿Nunca te habías preguntado cómo encuentran el camino los clérigos oscuros?
Como si estuviera esperando ese preciso momento, su guía apareció en el otro extremo de la sala, con expresión molesta. Sin dejar de observarles, echó a andar hacia ellos con decisión.
—La verdad es que no —contestó Iolanthe—. Evito este sitio siempre que puedo. ¿Qué tiene que ver el número de escalones con todo esto?
—El hecho de que las escaleras no estén sujetas a las distorsiones las convierte en una buena herramienta para controlar dónde se está —explicó Raistlin—. Me fijé en que el clérigo oscuro que me escoltó a las mazmorras iba contando los escalones. Lo vi contando con los dedos. Supongo, aunque no estoy seguro, que cada escalera tiene un número diferente de escalones y que es así como se orientan.
—Ya empiezo a entenderlo —se alegró Iolanthe—. Si quiero llegar a la Corte del Señor de la Noche, tengo que buscar la escalera con cuarenta y cinco escalones.
Raistlin asintió e Iolanthe lo miró admirada. Tenía a Kitiara por una mujer notable y ahora pensaba lo mismo de su hermano. Debía de ser una familia de cerebritos.
El hechicero oscuro regresó por ellos, con la severa advertencia de que no se quedaran atrás. Volvió sobre sus pasos por el pasillo y los guió aprisa hasta la salida más cercana. Era obvio que estaba deseoso de librarse de su compañía.
Iolanthe suspiró aliviada cuando cruzaron el umbral de la puerta principal. Siempre se alegraba de salir del templo. Pasó el brazo por el de Raistlin, en un gesto amistoso.
Se quedó sorprendida al notar que el joven se estremecía y tensaba los músculos. Se apartó de ella.
—Ruego que me perdones —dijo Iolanthe con frialdad, dejando caer la mano.
—No, por favor —repuso Raistlin, confundido—. Yo soy quien debería pedirte perdón. Es sólo que... No me gusta que me toquen.
—¿Ni siquiera si se trata de una mujer hermosa? —preguntó ella con una sonrisa picara.
—Eso no es algo a lo que esté acostumbrado —respondió con ironía.
—Pues ha llegado el momento —repuso Iolanthe, enlazando su brazo con el de él. Y añadió con humor más sombrío—: Las calles no son seguras. Será mejor que nos mantengamos muy juntos.
Las calles estaban prácticamente desiertas. Pasaron junto a un hombre tirado sobre una alcantarilla. Tenía una borrachera de muerte, o realmente estaba muerto. Iolanthe no se acercó lo suficiente para averiguarlo. Guió a Raistlin al otro lado de la calle.
—¿Tienes dónde quedarte en Neraka?
Raistlin negó con la cabeza.
—Acabo de llegar a la ciudad. Lo primero que hice fue ir al templo. Tenía la esperanza de encontrar una habitación en la torre. ¿Crees que habrá alguna libre? Una celda pequeña, como la que darían a un aprendiz, me sería suficiente. No tengo más pertenencias que las que llevo conmigo. Mejor dicho, que las que llevaba conmigo.
—Siento que perdieras tu bastón —comentó Iolanthe—. Me temo que no volverás a verlo. El Señor de la Noche sabe magia y no tardó en reconocer su valor...
—No había alternativa —repuso Raistlin, encogiéndose de hombros.
—No pareces muy preocupado por su pérdida —dijo Iolanthe, mirándolo con curiosidad.
—Puedo comprar otro bastón en cualquier tienda de magia —se consoló Raistlin con una sonrisa compungida—. Pero no puedo comprar otra vida.
—Supongo que en eso tienes razón —concedió Iolanthe—. De todos modos, debe de ser una pérdida demoledora.
Raistlin volvió a encogerse de hombros.
«Está aceptándolo demasiado bien —pensó Iolanthe—. Aquí pasa algo más. ¡Este joven está resultando todo un misterio!» Iolanthe cada vez se sentía más fascinada por el mago.
—Esta noche puedes quedarte conmigo, aunque tendrás que dormir en el suelo. Mañana te encontraremos una habitación.
—Soy un antiguo soldado. Puedo dormir en cualquier sitio —dijo Raistlin. Parecía desilusionado—. Por lo que dices, no queda sitio para mí en la torre.
—Y dale con esa torre. ¿De qué torre estás hablando? —preguntó Iolanthe.
—De la Torre de la Alta Hechicería, por supuesto.
Iolanthe lo miró con expresión divertida.
—Ah, esa torre. Te llevaré mañana. Ya es muy tarde, o temprano, depende de cómo se mire.
Raistlin miró a uno y otro lado de la calle. No había nadie alrededor, pero de todos modos bajó la voz.
—Eso que dijo el Señor de la Noche sobre Ladonna y Nuitari, ¿es verdad?
—Tenía la esperanza de que tú lo supieras —contestó Iolanthe.
Raistlin estaba a punto de responderle, pero ella sacudió la cabeza.
—Asuntos tan peligrosos es mejor discutirlos a puerta cerrada.
Raistlin asintió, entendía lo que quería decir.
—Lo hablaremos cuando lleguemos a mi casa —dijo Iolanthe, y añadió en tono burlón—: mientras jugamos a las canicas.
8
Una taza de té. Recuerdos. Una mujer peligrosa
Día sexto, mes de Mishamont, año 352 DC
La Vigilia Oscura ya había quedado muy atrás. Raistlin esperaba que no tuvieran que ir muy lejos, porque apenas le quedaban fuerzas. Se desviaron por una calle fuera de los muros del templo, conocida como la Ringlera de los Hechiceros, y Raistlin sintió un gran alivio cuando Iolanthe anunció que aquélla era la calle donde vivía. No era más que una calleja apartada. Debía su nombre a una hilera de tiendas que vendían productos relacionados con la magia. Raistlin se fijó en que la mayor parte de las tiendas parecían estar vacías. En las ventanas rotas de más de una había carteles donde se leía: se alquila.
El pequeño apartamento de Iolanthe estaba situado sobre una de las pocas tiendas de hechicería que seguía abierta. Subieron por una escalera estrecha y empinada, y Raistlin esperó a que ella quitara el cierre mágico de su puerta. Cuando entraron, Iolanthe dio a su invitado una almohada y una manta, y redistribuyó los muebles de la pequeña habitación que llamaba su «biblioteca», para que pudiera hacerse una cama en el suelo. Le deseó buenas noches y se fue a su dormitorio, advirtiéndole antes de que no era demasiado madrugadora y que no le gustaba que la despertasen antes del mediodía.
Agotado tras su experiencia en las mazmorras, Raistlin se tumbó en el suelo, se echó la manta por encima y se quedó dormido al instante. Soñó con los calabozos, con que estaba desnudo y colgando de unas cadenas, mientras un hombre sostenía una barra de hierro al rojo vivo y se acercaba a él...
Raistlin se despertó sobresaltado. La luz del sol bañaba la habitación. Al principio no recordaba dónde se encontraba y miró alrededor confundido, hasta que poco a poco fue acordándose de lo sucedido la noche anterior.
Suspiró y cerró los ojos. Alargó la mano, como tenía la costumbre de hacer todas las mañanas, y palpó el bastón que estaba junto a él. La suave madera era cálida y le infundía seguridad.
Raistlin sonrió al pensar en el desconcierto que sentiría el Señor de la Noche cuando fuera a deleitarse con el valioso objeto que le había requisado y descubriera que había desaparecido durante la noche. Uno de los poderes mágicos del bastón consistía en que siempre volvía al lado de su dueño. En el momento en que lo entregaba, Raistlin sabía que volvería a él.
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