Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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—Muéstrame el contenido de la bolsa que queda.

Un rubor tiñó la piel dorada de Raistlin.

—Prometo a vuestra señoría que no tiene nada que ver con la magia. —Más que asustado, parecía avergonzado.

—Yo juzgaré eso —repuso el Señor de la Noche con un tono malhumorado. Dio un golpe sobre la mesa—. Ponlo aquí.

Raistlin desató el cierre de la bolsa con lentitud, pero no la abrió.

—No tienes elección —susurró Iolanthe—. Sea lo que sea lo que escondes, ¿merece la pena que te despellejen vivo por ello?

Raistlin se encogió de hombros y dejó caer la bolsa en la mesa, delante del Señor de la Noche. Dentro, se adivinaban varios bultos, y aterrizó con un golpe sordo.

El Señor de la Noche la observó con recelo. No estaba dispuesto a tocarla.

—Bruja, abridla —ordenó a Iolanthe.

Lo que a Iolanthe le habría gustado abrir era a aquel hombre odioso, en canal, pero contuvo su furia. Sentía tanta curiosidad como el Señor de la Noche por ver qué guardaba el joven mago con tanto celo.

Estudió la bolsa antes de levantarla y se fijó en que era de una piel muy gastada y que estaba atada con un cordel de cuero. No tenía escrita ninguna runa. No estaba protegida por ningún hechizo. Podría haber utilizado un truco sencillo para cerciorarse de que ningún otro escudo mágico la envolvía, pero no quería que el Señor de la Noche tuviese la impresión de que desconfiaba de un colega. Miró a Raistlin por debajo de sus largas pestañas, con la esperanza de que le hiciera alguna señal para decirle que no había ningún peligro. El hechicero parpadeó por debajo de la capucha y sonrió débilmente.

Iolanthe inspiró profundamente y tiró del cordel. Miró el interior de la bolsa y primero pareció sorprendida, justo antes de que le sobreviniera una carcajada. Dio la vuelta a la bolsa y el contenido se derramó, rodando en todas las direcciones.

—¿Qué es eso? —quiso saber el Señor de la Noche, furioso.

El Ejecutor se agachó para observarlo desde más cerca. A diferencia del Señor de la Noche, el Ejecutor sí era perverso y estúpido.

—Yo diría que son canicas, mi señor —contestó el Ejecutor solemnemente.

Iolanthe tenía que hacer esfuerzos por controlar sus labios, empeñados en curvarse en una sonrisa. En la oscuridad, alguien rió. El Señor de la Noche miró en derredor con expresión airada y la carcajada murió al instante.

—Canicas. —El Señor de la Noche fulminó a Raistlin con la mirada. Raistlin se sonrojó aún más. Parecía que la vergüenza lo hubiese paralizado.

—Sé que es un juego de niños, mi señor, pero soy muy aficionado. Jugar a las canicas me relaja. Si me permitís recomendároslo, si algún día os sentís alterado...

—Ya me has hecho perder demasiado tiempo. ¡Fuera! —ordenó el Señor de la Noche—. Y no vuelvas. La reina Takhisis se las arregla perfectamente sin los «tributos» de gentuza como tú.

—Sí, mi señor —contestó Raistlin y empezó a recoger rápidamente las canicas.

Iolanthe se agachó para coger una canica que había caído al suelo y que se había detenido cerca de la túnica del joven mago. Era una canica verde que brillaba con un resplandor inquietante. Recordaba, de cuando era niña, que esas canicas se llamaban «ojo de gato».

—Por favor, señora, no os molestéis —dijo Raistlin con su suave voz.

Con un gesto hábil, le arrebató la canica de entre los dedos. Cuando sus manos se rozaron, Iolanthe volvió a sentir aquel extraño calor que emitía su piel.

Ya arrastraban a otro prisionero a la sala. Estaba cargado con cadenas. Completamente cubierto de sangre, parecía más muerto que vivo. Raistlin lo miró cuando él e Iolanthe pasaron apresurados a su lado.

—Ese podrías ser tú —dijo la hechicera en voz baja.

—Sí —repuso, y añadió—: Estoy muy agradecido por vuestra ayuda, señora.

—No hace falta que seas tan formal. Me llamo Iolanthe —contestó ella, sacándolo rápidamente de la Corte.

La hechicera no tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo salir de aquel laberinto de túneles, pero no dejaba de caminar. Su principal objetivo era poner toda la distancia posible entre el Señor de la Noche y ella.

—Tú eres Raistlin Majere. Ese es tu nombre, ¿verdad?

—Así es, señora. Quiero decir... Iolanthe.

Tuvo la tentación de decirle que conocía a su hermana Kitiara, pero decidió que eso sería revelar demasiada información demasiado pronto. El saber es poder y ella todavía no sabía cómo utilizar ese poder, o ni siquiera si merecía la pena que se preocupara. Un hechicero que jugaba a las canicas...

Encontró a un peregrino oscuro que se mostró encantado de escoltarlos fuera del templo. Mientras recorrían los salones llenos de recodos, Iolanthe se percató de que Raistlin se fijaba en todo. Sus extraños ojos jamás estaban quietos y mentalmente tomaba nota de cada giro, de cada escalera que pasaban, de los grupos de celdas y los pozos de ácido, de los puestos de guardia. Iolanthe podría haberle advertido que, si su intención era hacer un mapa del lugar, estaba perdiendo el tiempo. Las mazmorras se habían diseñado pensando en que fueran lo más confusas posible. En la circunstancia poco probable de que un prisionero lograra escapar, no tardaría en perderse en aquel laberinto y en volver a caer en las manos de los guardias o en precipitarse en un pozo de ácido.

Iolanthe estaba ansiosa por interrogar al joven mago, pero no podía dejar de pensar en el clérigo oscuro que caminaba cerca de ellos y que, sin duda, estaba ojo avizor debajo de su capucha. Por fin llegaron a una escalera muy estrecha y tortuosa por la que no podían subir juntos. A su guía no le quedó más remedio que adelantarse.

Ascendían lentamente, porque Raistlin se había quedado sin aliento casi nada más empezar y tenía que apoyarse en la barandilla de hierro.

—¿Estás bien? —preguntó Iolanthe.

—Durante muchos años sufrí una enfermedad. Ahora estoy curado, pero me ha dejado débil.

Mientras seguían subiendo, Iolanthe dijo algo educado. El joven mago no respondió. Iolanthe se dio cuenta de que ni siquiera la había oído. Estaba muy lejos de allí, absorto en sus propios pensamientos. Cuando llegaron a lo alto de la escalera, no había rastro del peregrino oscuro, pues éste había creído que aquellos molestos extraños lo seguían de cerca y ya había dado la vuelta a una esquina.

—Parece que nuestro guía nos ha perdido —comentó Iolanthe—. Deberíamos esperarlo aquí. En este sitio horrendo, nunca sé dónde estoy.

Raistlin miraba en derredor.

—En la escalera ibas muy concentrado en algo. Te he dicho una cosa y ni siquiera me has oído.

—Lo siento —contestó Raistlin—. Estaba contando.

—¿Contando? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¿Contando el qué?

—Los escalones.

—¿Para qué?

—Tengo la costumbre de observarlo todo. Veinte escalones bajan al puesto de guardia desde la abadía en la que me materialicé. Mi repentina aparición de la nada causó bastante revuelo —añadió con un destello de humor en sus desconcertantes ojos.

—Ya me imagino.

—Al salir de la sala, subimos cuarenta y cinco escalones en la última escalera.

—Todo eso es muy interesante, supongo, pero no le encuentro una utilidad práctica. Sobre todo en un sitio tan inquietante como éste.

—Evidentemente, te refieres al movimiento entre planos, entre el mundo físico y el Abismo —respondió Raistlin.

—¿Cómo lo has sabido? —quiso saber Iolanthe, sorprendida una vez más.

—Leí sobre el fenómeno antes de venir a Neraka. Sentía curiosidad por ver cómo era, una de las razones por las que decidí visitar el templo. En realidad, los pasillos no se mueven. Parece que lo hacen por un efecto óptico, producido por la distorsión entre un plano y otro. Es muy parecido a cuando se mira por un prisma —le explicó—. En realidad el edificio no está dando saltos ni cambiando constantemente de forma. Sin embargo, me di cuenta de que el efecto de la distorsión visual se mitigaba al llegar a las escaleras. Es bastante lógico porque, si no, los clérigos oscuros estarían todo el tiempo cayéndose y rompiéndose la crisma. Pero no estoy más que diciendo lo evidente. Tú vienes con frecuencia. Seguro que ya te habías dado cuenta.

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