A Iolanthe le asaltó una vez más la duda de cómo podrían vivir allí los clérigos de Takhisis sin sucumbir a la locura. Tal vez fuera porque ya eran todos unos lunáticos antes de llegar.
Se alegró de haber aceptado la compañía del comandante Slith, porque no tardó mucho en estar perdida. El templo bullía de actividad por la noche. Iolanthe trató de no oír los aterradores sonidos. El comandante, que era nuevo en el templo, tuvo que pedir a una peregrina oscura que los acompañara hasta las mazmorras. La peregrina agachó la cabeza. No pronunció palabra, silenciosa y espectral como una aparición.
—El Señor de la Noche me ha mandado llamar —explicó Iolanthe.
La peregrina oscura miró a la hechicera de arriba abajo. Hizo una mueca desdeñosa con los labios, pero al fin se dignó a acompañarla.
—He oído que había problemas —repuso la mujer secamente.
Era alta y descarnada. Parecía que todos los peregrinos oscuros sin excepción eran altos y descarnados o bajos y descarnados. Quizá el hecho de servir en el templo les quitara el apetito. Iolanthe estaba segura de que a ella le pasaría.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Iolanthe, sorprendida. Si había algún problema en el templo, ¿por qué el Señor de la Noche la llamaba a ella? A juzgar por los gritos desgarradores de los torturados, no tenía ningún reparo en ocuparse de los problemas él solo—. ¿Qué pueden tener que ver conmigo?
Por lo visto, la peregrina pensó que ya había hablado más de la cuenta. Cerró la boca para no volver a abrirla.
—Menudos cabrones asquerosos, estos peregrinos. Me ponen las escamas de punta —dijo Slith.
—Deberías bajar la voz, comandante —le advirtió Iolanthe en un susurro—. Las paredes tienen oídos.
—Y pies también. ¿Os habéis dado cuenta de cómo saltan de un lado a otro? —repuso Slith—. Me encantaría estar en cualquier otro lugar que no fuera éste.
Iolanthe estaba completamente de acuerdo.
La peregrina los condujo a la Corte del Inquisidor. No permitió que Slith entrara, ni siquiera que esperara fuera a Iolanthe, como se ofreció a hacer. La peregrina sacudió la cabeza y al sivak no le quedó más remedio que marcharse.
Iolanthe detestaba aquel lugar. Odiaba los sonidos espeluznantes, las imágenes aterradoras y los olores insoportables, que siempre le inspiraban un terror indescriptible. La peregrina oscura la observaba con aire de suficiencia, con la esperanza de que el miedo la traicionase. Iolanthe se cogió la falda de la túnica y pasó junto a la mujer para entrar en la Corte del Inquisidor.
Se trataba de una estancia amplia y oscura, excepto por un haz de agresiva luz que caía desde un origen desconocido y formaba un círculo iluminado en el centro. En un extremo, el Señor de la Noche se hallaba sentado en un banco elevado, que le otorgaba un aire de magistrado. El verdugo, al que se conocía como Ejecutor, estaba de pie a su lado. El Ejecutor era el encargado de llevar a cabo las torturas y cumplir las ejecuciones, y era un hombre bajo y de constitución recia. Nada podía decirse de su cuello, pues no tenía, pero sí de los marcados músculos de sus brazos, de los que estaba increíblemente orgulloso y que lucía siempre que podía. Por eso vestía la misma túnica negra y larga que los demás clérigos, pero sin mangas; ése era el método más eficaz para presumir de bíceps. Alrededor de la habitación se repartían varios peregrinos oscuros, que hacían las veces de guardias y siempre se mantenían en las sombras.
Iolanthe entró con cautela, sin ver muy bien dónde ponía los pies, pues el círculo de intensa luz sumía la oscuridad en sombras aún más impenetrables.
Si hubiese querido, el Señor de la Noche podría haber rezado a su reina para poder bañar la habitación con su luz profana. Sin embargo, prefería mantener su tribunal entre sombras. Al situar a la víctima bajo la luz cegadora, y dejar el resto de la estancia sin iluminar, la pobre desdichada se sentía aislada, sola y vulnerable.
Iolanthe se quedó cerca de la puerta, más por instinto que porque realmente tuviera la esperanza de escapar si algo salía mal. Hizo una reverencia al Señor de la Noche. Este era un humano de edad avanzada, alrededor de los setenta años, de altura media y enjuto. El cabello largo y gris, que siempre llevaba cuidadosamente peinado, y su expresión amable y benévola le daban la apariencia de un viejo caballero lleno de bondad.
Hasta que se descubrían sus ojos.
El Señor de la Noche veía las simas más oscuras a las que podía caer el alma de los hombres, y se deleitaba con ello. Lo complacían el dolor y el sufrimiento de los demás. El Ejecutor infligía las torturas bajo la atenta mirada del Señor de la Noche, quien reaccionaba ante los gritos y el martirio de formas tan perversas que incluso aquellos a su servicio lo miraban con miedo y aversión. Los ojos del Señor de la Noche estaban tan carentes de vida como los de un tiburón, tan vacíos como los de una serpiente. El único momento en que se adivinaba en ellos un destello coincidía con el culmen de sus pavorosos placeres.
El Señor de la Noche hacía que Iolanthe se estremeciera, y la hechicera no era muy dada a sentir miedo. Al fin y al cabo, ella era la amante de Ariakas, el segundo hombre más peligroso de Ansalon. Incluso el emperador tenía que reconocer a regañadientes que el Señor de la Noche era el primero.
Con aquellos ojos sobrecogedores clavados en ella, Iolanthe no estaba dispuesta a darle la satisfacción de descubrir su falta de valor. Le dedicó una ligera reverencia y después, como si ya estuviera cansada de su imagen, dirigió su mirada hacia el prisionero. Descubrió, para su gran sorpresa, que la víctima era un mago, que era joven y que vestía la túnica negra. Se le cayó el alma a los pies. Ya no cabía duda de por qué el Señor de la Noche la había llamado.
—Estáis metida en un buen problema, señora Iolanthe —anunció el Señor de la Noche con su suave voz—. Como veis, hemos capturado a vuestro espía.
El Ejecutor sonrió y tensó sus bíceps.
—¿Mi espía? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¡No había visto a ese hombre en mi vida!
El Señor de la Noche la estudió atentamente. Su diosa le había concedido el don de saber cuándo le mentían, aunque no solía utilizarlo. Normalmente no le importaba si la gente decía la verdad o no, pues los torturaba de todos modos.
—Y, sin embargo, ambos tenéis en común vuestro plumaje de pajarracos.
—Ambos vestimos la túnica negra, si es eso a lo que os referís —repuso Iolanthe con desdén—. No somos los únicos. Supongo que vuestro señor no conoce a todos y cada uno de los siervos de Takhisis de este mundo.
—Os sorprendería —contestó el Señor de la Noche con aspereza—. Pero si realmente no os conocéis, permitidme que yo haga las presentaciones. Iolanthe, os presento a Raistlin Majere.
«Raistlin Majere —repitió Iolanthe para sí—. No es la primera vez que oigo ese nombre...»
Entonces lo recordó.
«¡Por Nuitari!» Iolanthe miró fijamente al joven. «¡Raistlin Majere era el hermano de Kitiara!»
7
El mago. La bruja. Y el loco
Día quinto, mes de Mishamont, año 352 DC
La luz cegadora caía sobre Raistlin, sobre él sólo, y hacía que pareciera que era la única persona en la habitación. Iolanthe se acercó para observarlo mejor.
El joven se apoyaba en un bastón de madera rematado en una garra de dragón que sostenía un globo de cristal. Iolanthe se percató al instante de que era un artilugio mágico e imaginó que, además, extremadamente poderoso.
La otra mano del mago jugueteaba nerviosamente con una bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Era una bolsa que no tenía nada de especial, como las que los hechiceros utilizaban para guardar los ingredientes necesarios para sus conjuros. Iolanthe se fijó en que el mago llevaba varias, sin duda, todas contendrían diferentes componentes. La mano del mago no se separaba de una en concreto.
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