Bertrem retrocedió un paso, vacilante, y chocó contra la puerta.
—Estoy bastante seguro de que no...
La puerta se abrió de repente, Bertrem cayó hacia el interior de la estancia, y casi arrastró consigo a Astinus. Bertrem se apartó rápidamente y se pegó a la pared, tratando de mimetizarse con la superficie de mármol.
—¿Qué son todos estos golpes y gritos en mi puerta? —exigió saber Astinus—. ¡Es imposible trabajar con tanto alboroto!
—Me voy de Palanthas, señor —repuso Raistlin—. Quería agradecer...
—No tengo nada que decirte, Raistlin Majere —dijo Astinus, dispuesto a cerrar la puerta—. Bertrem, ya que no eres capaz de garantizarme la paz y tranquilidad que deseo, acompañarás a este caballero a la salida.
Bertrem enrojeció de vergüenza. Se deslizó por la puerta y, armándose de valor, tiró de la manga negra de Raistlin.
—Por aquí...
—¡Un momento, señor! —exclamó Raistlin, y sostuvo con su bastón la puerta abierta para que Astinus no pudiera cerrarla—. Te planteo la misma pregunta que me hiciste el día de mi llegada: «¿Qué ves cuando me miras?»
—Veo a Raistlin Majere —respondió Astinus, enojado.
—¿No ves a tu «viejo amigo»? —inquirió Raistlin.
—No sé de qué me hablas —dijo Astinus, antes de intentar cerrar la puerta otra vez.
Bertrem tironeó de la manga negra de Raistlin con insistencia.
—No debes molestar al maestro...
Raistlin no le prestó atención y siguió dirigiéndose a Astinus.
—Cuando yacía moribundo, me dijiste: «Así termina tu viaje, mi viejo amigo.» Fistandantilus, tu viejo amigo, el hechicero que creó la Esfera del Tiempo para ti. Mírame a los ojos. Mira mis pupilas en forma de reloj de arena que son mi constante tormento. ¿Ves a tu «viejo amigo»?
—No —contestó Astinus después de un momento. Entonces añadió, encogiéndose de hombros—: Así que has ganado tú.
—Yo he ganado —afirmó Raistlin con orgullo—. He venido a saldar mi deuda...
Astinus hizo un gesto, como si estuviera espantando una mosca.
—No me debes nada.
—Yo siempre saldo mis deudas —insistió Raistlin con aspereza. Metió la mano en un bolsillo de la túnica negra de terciopelo y sacó un pergamino atado con una cinta negra—. Pensé que esto podría gustarte. Es la crónica del combate que disputamos. Para tus archivos.
Le alargó el pergamino. Astinus vaciló un momento y después lo cogió. Raistlin quitó el bastón y Astinus cerró de un portazo.
—Conozco la salida —dijo Raistlin a Bertrem.
—El maestro ha dicho que lo acompañara —replicó Bertrem, y no sólo lo acompañó a la puerta, sino que bajó con él la escalera de mármol y salió con Raistlin a la calle.
—Lavé la túnica gris y la he dejado doblada sobre la cama —dijo Raistlin—. Gracias por prestármela.
—De nada —balbuceó Bertrem, aliviado de librarse por fin de aquel huésped tan extraño—. Para servirle.
De repente, Bertrem enrojeció.
»Es decir... No quería decir que esté para servirle.
Raistlin sonrió ante la incomodidad del Esteta. Metió la mano en la bolsa y apresó el Orbe de los Dragones, preparándose para lanzar su hechizo. Aquél iba a ser el primer hechizo importante que iba a realizar sin oír la eterna voz susurrante en su mente. Se había jactado de que el poder era suyo. Por fin sabría si era cierto o no.
Asiendo el Bastón de Mago con una mano y el Orbe de Dragones con la otra, Raistlin pronunció las palabras de magia.
—Berjalan cepat dalam berlua tanah.
Entre el espacio y el tiempo se abrió un portal. Miró a través de él y vio los chapiteles negros y retorcidos de un templo. Raistlin no había estado nunca en Neraka, pero había dedicado mucho tiempo a leer descripciones de la ciudad en la Gran Biblioteca. Reconoció el Templo de Takhisis.
Raistlin cruzó el portalón.
Volvió la vista para contemplar al pobre Bertrem, que tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas mientras manoteaba el aire.
—¡Señor! ¿Dónde ha ido? ¿Señor?
Al comprobar que su huésped se había esfumado, Bertrem tragó saliva y subió la escalera a la carrera, tan rápido como le permitían sus sandalias.. El portal se cerró tras Raistlin y se abrió a su nueva vida.
6
La corte del Señor de la Noche
Día quinto, mes de Mishamont, año 352 DC
El título oficial de Iolanthe era el de Hechicera del Emperador. Extraoficialmente se la conocía como «la bruja de Ariakas» u otros nombres menos agradables, pero éstos sólo se utilizaban a sus espaldas. Nadie se atrevía a llamárselo directamente, porque la «bruja» era muy poderosa.
Los guardias de la Puerta Roja la saludaron cuando se acercó a ellos. El Templo de Takhisis tenía seis puertas. La principal estaba en la fachada delantera. Ésa era la Puerta de la Reina y estaba vigilada por ocho peregrinos oscuros, cuyo deber consistía en escoltar a los visitantes al templo. En el edificio se abrían otras cinco puertas. Cada una de ellas daba al campamento de uno de los cinco ejércitos de los Dragones, que combatían en las filas de la Reina Oscura en su guerra por la conquista del mundo.
Iolanthe evitaba la puerta principal. Aunque era la amante del emperador y gozaba de su protección, seguía siendo una practicante de la magia, devota de los dioses de la magia y, a pesar de que uno de esos dioses era hijo de la Reina Oscura, los peregrinos oscuros trataban a todos los hechiceros con profunda desconfianza y recelo.
Los peregrinos oscuros le habrían permitido entrar en el templo (ni siquiera el Señor de la Noche, portavoz de la Orden Sagrada de Takhisis, osaba despertar la ira del emperador), pero los clérigos la habrían entorpecido tanto como estuviera en sus manos, agraviándola, exigiendo saber qué quería y, finalmente, obligándola a aceptar a uno de esos peregrinos repugnantes como escolta.
Por el contrario, los draconianos del Ejército Rojo de los Dragones, encargados de vigilar la Puerta Roja, se desvivían por agradar a la hermosa hechicera. Una sola mirada lánguida de sus ojos color lavanda, que brillaban como amatistas bajo sus largas y sedosas pestañas negras; el delicado roce de sus finos dedos sobre el brazo cubierto de escamas del sivak; una sonrisa cautivadora dibujada en esos labios de color carmesí; y el comandante sivak estaba más que dispuesto a permitir que Iolanthe entrara en el templo.
—Venís tarde, señora Iolanthe —comentó el sivak—. Ya ha pasado hace tiempo la Vigilia Oscura. No es el mejor momento para recorrer sola los salones del templo. ¿Querríais que os acompañase?
—Gracias, comandante. Estaría muy agradecida por la compañía —contestó Iolanthe, dispuesta a seguirlo. Era un draconiano nuevo y estaba intentando recordar su nombre—. Comandante Slith, ¿no es así?
—Sí, señora —contestó el sivak, con una sonrisa y un aleteo galante.
Para Iolanthe, el Templo de Takhisis resultaba desazonador incluso a plena luz del día. No era que la luz del día lograra penetrar en el interior del edificio, pero al menos el pensamiento de que el sol lucía en algún sitio la ayudaba a sentirse mejor. Alguna vez Iolanthe se había visto obligada a recorrer los salones del templo después del anochecer y la experiencia no le había sido grata. Los peregrinos oscuros, esos clérigos dedicados a la adoración de la Reina Oscura, llevaban a cabo sus ritos impíos en las horas de oscuridad. Iolanthe no podía decir, ni mucho menos, que ella misma no tuviera las manos manchadas de sangre, pero al menos le bastaba con lavárselas después. No se bebía la sangre.
Ésa no era la única razón por la que Iolanthe se alegraba de tener un escolta armado. El Señor de la Noche la detestaba y habría disfrutado mucho viéndola enterrada en la arena, mientras las águilas le sacaban los ojos y las hormigas devoraban su cuerpo. Estaba a salvo, al menos por el momento. Ariakas la cubría con su enorme mano.
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